domingo

LA TIERRA PURPÚREA (42) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XII / LOS MUCHACHOS EN EL MONTE (1)

Antes de abandonar la estancia del magistrado, había resuelto volver a Montevideo por el camino más corto y lo más pronto posible; y montado en un caballo ben descansado, recorrí buen trecho aquella mañana. A mediodía, cuando me apeé en una pulpería para dejar descansar mi caballo y tomar algún refresco, había caminado alrededor de unas ocho leguas. La rapidez de esta marcha era, por supuesto, imprudente, pero es tan fácil obtener un nuevo caballo en la Banda Oriental, que uno puede ir descuidado. Mi camino, aquella mañana, me condujo por la parte oriental del distrito de Durazno, y quedé encantado de la hermosura del campo, aunque el terreno estaba muy seco, y, en las partes altas, el pasto quemado por el sol había tomado varios matices de café y amarillo. Ahora, sin embargo, habían pasado los calores del verano, pues estábamos a fines de febrero; la temperatura, sin ser sofocante, estaba agradablemente templada, así que el viajar a caballo era una delicia. Podría llenar páginas enteras con descripciones de algunos de los hermosos paisajes por los cuales atravesé aquel día, pero confieso tener una aversión invencible a esa clase de composición. Después de expresarme tan francamente, espero que el lector no peleará conmigo por esta omisión; por otra parte, el que guste de estas cosas y sepa cuán borrables son las impresiones que deja una descripción verbal en la memoria, puede, si así lo desea, navegar los mares y galopar alrededor del mundo y verlas con sus propios ojos. Sin embargo, no todo viajero de Inglaterra -me sonrojo al decirlo- puede familiarizarse con las costumbres caseras y el modo de pensar y hablar de un lejano pueblo. Pídaseme discurrir de hondas cañadas, grandes alturas, lugares baldíos, frondosos bosques o plácidos arroyuelos donde he bebido y he sido refrescado; pero todos estos lugares, lóbregos o agradables, deben estar en el reino llamado el corazón.

Después de obtener algunos informes del pulpero acerca del país por el que debía atravesar, el cual me dijo que probablemente llegaría hasta el río Yí antes de anochecer, continué mi camino. Como a las cuatro de la tarde llegué a un extenso algarrobal del que ya me había advertido el pulpero, y siguiendo su consejo, orillé su lado oriental. Los árboles no eran grandes, pero el monte tenía cierto rústico atractivo lleno de la melodiosa algarabía de las aves, que me incitó a apearme y a descansar una hora bajo su amena sombra. Quitándole el freno a mi caballo, para permitirle pacer, me tendí sobre el pasto seco, bajo un grupo de umbrosos algarrobos, y durante media hora contemplé la brillante luz del sol que atravesaba por entre el follaje sobre mi cabeza, y escuché el ruidoso chirrido de los pájaros que me rodeaban, curiosos, sin duda, por saber el objeto que me había traído a su querencia. Entonces me puse a pensar en toda aquella gente con la cual me había mezclado últimamente; las figuras del iracundo magistrado y su rolliza esposa -¡qué plomo de mujer!- y de aquel pícaro de siete suelas, Marcos Marcó, cruzaron por mi mente para pronto desvanecerse, dejándome de nuevo cara a cara con aquel hermoso misterio… ¡Margarita! En la imaginación estreché las manos para tomar las suyas, y la atraje hacia mí para mirar más cerca en sus ojos, interrogándoles vanamente respecto a su puro color zafirino.

Entonces me pasó por el magín, o soñé, que con dedos temblorosos de emoción había destrenzado su hermosa cabellera, dejándola caer cual riquísima capa dorada sobre su pobre vestido, y le pregunté cómo había logrado obtener tan resplandeciente prenda de vestir. Una sonrisa retozó en los serios y dulces labios de la muchacha… pero no respondieron. En seguida, pareció destacarse vagamente en la verde cortina del follaje un nebuloso semblante que, por encima del hombro de la hermosa Margarita, fijaba sus ojos tristemente en los míos. ¡Era la cara de Paquita! ¡Oh, mujercita linda, no permitas jamás que los celos turben la serenidad de tu ánimo! Has de saber que la práctica mente sajona de tu marido sólo está cavilando en un problema puramente científico; que esta muchacha en extremo rubia tan sólo me interesa porque la blancura de su tez parece trastornar todas las leyes fisiológicas. Estaba en ese momento a punto de quedarme dormido, cuando resonó a corta distancia la estridente nota de una trompeta, seguida por fuertes gritos de diversas voces, que me hizo al instante ponerme en pie.

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