martes

PORCA MISERIA (1) - SAÚL IBARGOYEN


 “De la miseria no puede salir ninguna virtud.”
 SAN AGUSTÍN                     
                  
“Ekam sad vipru bahudha vadanti”
 (Lo eterno es uno pero tiene muchos nombres)
 RIG VEDA

1

RECORDAR no es vivir lo vivido, como se dice. Todo recuerdo es imperfecto, nuestra memoria lo sabe. Si recordar fuera vivir, viviríamos un mismo suceso dos veces pero diferentes, como en una esquizofrenia vital que, en última instancia, tal vez se asemeje a un principio de penosa y extensa agonía. Una especie de moribundia sostenida por la conciencia, por el balbuceante conocimiento de lo respirado y caminado en un fragmento de tiempo-realidad que, en nuestra pequeñez humana, solemos llamar mundo.”

Este intento de reflexión sobre asunto tan gastado, fue encontrado en un rincón de mi anciana computadora, como una ligera asamblea de palabras que, por un gesto del Azar, sirvió para el inicio de una propuesta testimonial que me debía mí mismo.

De inmediato apareció ante mis ojos de adentro, traída por una mirada nacida en la infancia, la figura de aquel hombre, un mulato claro que apenas sobrevivía deambulando por las calles del barrio adonde vivíamos con mi madre, mi padre, mi hermana y dos tías paternas. Habitábamos la última propiedad de la familia, que se derrumbaba a mayor velocidad cada año, arrastrada por la crisis económica, social y moral que demoraría varias décadas en atenuarse. El hombre, cuyo apodo no recuerdo, solía recorrer las residencias mayores asentadas en cuatro o cinco cuadras, como fantasmas burgueses de piedra, ladrillo y puertas enrejadas, sostenidos por la simple inercia del tiempo. El resto de las viviendas era de capas medias temerosas de bajar a un estatus que, desde su precaria altura, veían con desprecio.

Entre diversos niveles de decadencia, aquel hombre se movía con la persistencia de quien no quiere morir. Hacía sus recorridas cotidianas siempre en el mismo orden, de tal modo que las dueñas de casa (nunca lo maridos) sabían durante qué jornada las visitaría para pedir “mi plato de comida, señora, lo que usté pueda dar”.  Yo mismo lo atendí más de una vez.

Me impresionaban el altor de su flacura, la suciedad de sus extrañas vestiduras: una mezcla de chaqueta de mujer y pantalones sostenidos por una gruesa cuerda. Usaba además una gorra de lana, que a veces alternaba con una de las llamadas “boinas de vasco”. En los pies sin calcetines, que repetían las mugres insondables de la calle, un zapato abierto como una carcajada trágica y una chancleta de hule o un calzado deportivo que solo él podría utilizar. Pero más me golpeaba la hediondera que lo envolvía como una cápsula transparente. No recuerdo ahora su rostro, pese a que estuvo en mi memoria durante muchas lunas, que es mi manera poética de medir esa inasible sustancia llamada tiempo. La hediondez aquella sí se encarna en imágenes olfativas y en cualquier momento, por eso tal vez llegué a escribir, ya de poeta joven, sobre “ese olor de la miseria / que castiga para siempre”.         

A la vuelta de nuestra casa, había un conventillo, que en México llaman “vecindad”, o sea, un edificio de planta baja y un piso, que contiene muchas habitaciones, con un par de baños de uso común y un gran patio que funciona como plaza pública o ágora, y donde también los inquilinos “lavan y tienden sus banderas de pobre”.

Allí moraba una muchacha de cara en desequilibrio, nariz aplastada, un ojo pequeño e inmóvil, el otro bastante más grande, de mirares agitados como de bestia perseguida, de saliente y dispareja dentadura, de vestido manoseado por la mugre, de sandalias reconstruidas, de cinta roja en el pelo negro, endurecido y revuelto. También emitía olores intolerables para mí, pero sin duda atractivos para los jóvenes machos de la cuadra, cuya consigna estaba escrita con tiza en las paredes: “las pibas del varrio son pa nojotros”.

La muchacha era públicamente rechazada por el ámbito femenino del conventillo, era “un bicho raro”, según expresión popular. Las otras mozas y no pocas mujeres se burlaban de cualquier ente masculino que se le acercara; sin embargo, poco antes de que mi familia abandonara el barrio por cambio de casa, la Negritafea (que así la llamaban) apareció embarazada, como por cópula mágica. Ella había estado vistiendo diariamente una antigua camisa de dormir de hombre, de tela de abrigo, lo bastante amplia como para esconder su preñez. Tiempales después me enteré, por cuestiones del Azar,  qué había pasado finalmente con la Negritafea y su anunciada maternidad. “Sí -me dijo una persona cuya figura ya olvidé-, ¿no sabés que cuando estaba cerca de parir alguien la empujó escalera abajo, en el mismo conventillo? La desgraciada negra se partió la cabeza y el niño se murió en su panza… ¿Qué joda, no?”

El día que dejamos el barrio, fui por pan y bizcochos baratos a la panadería “La Oriental”, ubicada enfrente del conventillo. Mientras esperaba mi turno, escuché fragmentos de una perversa plática entre dos o tres vecinas, más o menos así: “¿viste, che?, la negrita barriguda… parece que fue el baboso del padre…”, “no, mirá, seguro que fue el hermano, ese que anda con todas…”, “puta, qué relajo, se lo digo al cura el domingo…”, “¿para qué?, ¿pa que te pague con una hostia y un plato de sopa?” 

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