jueves

LA TIERRA PURPÚREA (39) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XI / LA MUJER Y LA CULEBRA (2)

Cuando hablé con el miserable juececillo no se comprometió a nada, sino que discurrió vagamente y sin sentido sobre la responsabilidad de su puesto, del carácter peculiar de sus funciones y de la inestable situación de la república, como si aquella situación jamás hubiese sido otra o pudiese esperarse que lo fuera. Montó a caballo y partió al galope a Las Cuevas, dejándome solo con aquella terrible mujer; y en verdad creo que al hacerlo sólo cumplía las instrucciones que ella misma le habría dado de antemano. El único consuelo fue la promesa que me hizo antes de irse, de que durante el día despacharía al comandante del distrito un informe respecto a mi caso, y probablemente, como consecuencia, pasaría a depender de aquel funcionario. Me pidió que mientras tanto, usara su casa y cuanto en ella había, con entera libertad. Claro que el bendito juez no tenía ninguna intención de echar en mis brazos a la gordinflona de su mujer, pero no me cabía duda de que era ella quien había inspirado aquellos cumplimientos, diciéndole probablemente a su marido que nada perdería tratando cortésmente al “millonario inglés”.

Cuando se fue el juez, me dejó sentado en la tranquera, sintiéndome muy fastidiado y casi deseando que, como Marcos, también me hubiese fugado durante la noche. Jamás le había tomado un odio tan repentino y violento a cosa alguna como en aquel momento a esa estancia, donde era un huésped considerado pero involuntario. El sol de la mañana, brillante y abrasador, bañaba con sus rayos el descolorido techo de totora y estucadas murallas del sórdido edificio, mientras que por doquiera que descansara la vista veíanse sitios poblados de maleza, huesos blanqueándose al sol, pedazos de botellas y otras inmundicias, testigos elocuentes del carácter dejado, sucio y despreciable de sus moradores. ¡Mientras mi mujercita, tan linda y angelical, con sus ojos de color de violeta, arrasados en lágrimas, me esperaba allá en Montevideo, extrañando mi larga ausencia; aun, tal vez, en ese preciso momento sombreándose los ojos con su blanca mano de jazmín y mirando el polvoriento camino, aguardando mi regreso; aquí estaba yo, obligado a sentarme en la tranquera, meneando ociosamente las piernas, todo por aquella detestable jamona a quien se le había antojado tenerme cerca! Reventando de rabia, salté de repente al suelo, soltando, al mismo tiempo, una palabrota, no para oídos muy pulcros, y haciendo saltar y gritar a mi dueña de casa, quien, ¡malhaya la mujer!, se hallaba justamente, detrás de mí.

-¡Por Dios santo! -exclamó recobrándose y riendo-, ¡qué susto tan grande me ha hecho pasar!

Pedí excusas por la ofensiva palabrota que había soltado, y añadí: -Señora, soy un joven muy enérgico y ya no puedo de impaciencia, asoleándome aquí como una tortuga en un banco de arena.

-Entonces, ¿por qué no va usté a dar un paseíto? -dijo con amable interés.

Contesté que lo haría de muy buena gana y le agradecí el permiso; en el acto me ofreció acompañarme. Protesté muy descortésmente de que siempre andaba muy ligero, que quemaba mucho el sol, y también me habría gustado añadir que era demasiado gorda. Repuso que no importaba, puesto que un joven tan cumplido como lo era yo sabría acomodar su paso al de su compañera. No pudiendo desprenderme de ella, empecé la caminata de muy mal humor, con aquella giganta a mi lado, tranqueando resueltamente y sudando el quilo. Nuestro camino nos condujo hacia una pequeña cañada donde el terreno estaba húmedo y cubierto de muchas flores bonitas y plumosos pastos, muy agradables a la vista, después de dejar el terreno seco y amarillento alrededor de la casa de la estancia.

-¡Parecen gustarle mucho las flores! -dijo mi compañera-. Permítame ayudarle a recogerlas. ¿A quién le va a dar ese ramito cuando esté hecho?

-Señora -repliqué exasperado por su frívola charla-, se lo voy a dar al… -por poco no dije diablo, cuando un agudo grito que lanzó de repente detuvo en mis labios la grosería que estaba por pronunciar.

Se había asustado de una linda culebrita de medio metro de largo que había visto escabullirse de entre sus pies. Y no era de extrañar que la culebrita huyera a toda prisa, ¡pues qué monstruo gigantesco y deforme debió parecerle aquella gordinflona! El pánico que se apoderó de la pobre criatura moteada, cuando aquella tamaña mujer tranqueó sobre ella, sólo sería comparable al susto aterrador que infundiría a un niñito tímido el ver a un hipopótamo vestido de ondeantes cortinas andando en sus patas traseras!

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+