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DESDE MÉXICO - TODO Y NADA DE SAÚL IBARGOYEN


(Adelanto exclusivo del primer capítulo de la última novela de Saúl Ibargoyen, producida por el sello editorial Sediento. El libro fue presentado por Hugo Giovanetti Viola el martes 8 de diciembre en el La Casa de los Escritores a las 19:30 hs.)


                         “La literatura es algo vago, como un espejo de bronce.”

                                                                                         LEE SEUNG-U


UNO

Los días llamados domingo son favorables, entre otras opciones, para dormir la borrachera del fin de cada semana, aun pasando las dos de la tarde, o para repensar las recientes movidas sociales y dinerarias, o para regustar y reoler en las propias manos los misturados sabores de un cuerpo amado y, se entredijo Micki, “también para leer las revistas que tanto han conformado mi sensibilidad” (es decir, Gente bien,  Ricos y famososLos elegidosEgosex,  Alma posmoderna… agregamos nosotros).

Apenas alzando su cabeza de corto pelo negro, tremendamente brillante, entrevió sobre la mesita de maderas taraceadas el grupo de publicaciones que nutría su ánima. En el espacio libre entre las dos breves pilas de papel ilustración y cartulina a colores, una ligera bandeja de caoba con su mantel de aopoí, su cafetera de cubierta dorada, su taza y platillo comprados en Italia, su cuchara de oro (“lágrima de sol”, dirían los indios karawas) y sus dos mínimas tostadas de pan candeal. Ah, y la servilleta bordada en hilos de plata que su madre, doña Antonieta Urrieta Mendieta, le obsequiara cuando su cumpleaños treinta, “todos estos tiempos ya pasaron, ¡caray!, y aquel mero día de brisas heladas falleció mi mamita tan querida… y madre tan cabrona”.

Esto lo pensó sin el remordimiento que en instancias anteriores le había hecho daño, pues según entendemos el óbito de la señora le produjo una especie de inevitable y deseada liberación, que él había tratado de ahondar en el último quinquenio, con base certera de experiencias que, en la neblinosa llegada de ese mediodía, se acumulaban como animales sedientos entre sábanas, almohadas, almohadones y colchas de variopinta seda.

Micki percibió, sobre el escabel de asiento de piel de tigre albino y casi pegado a la mesita, un piyama limpísimo y aromatizado con esencia de rosas del Irán, adquirido por él mismo en Beijing, “de ahí me traje a Tu- Chang, mi Mariquito lindo… ni habla el mandarín oficial ni el español vulgar, ¡parla en chinol! el hijo de su china mamá… Una década a mi servicio, nunca supe bien qué piensa, si es que los amarillos piensan… Pero es bueno en todo, en la cama es más sedoso que las sábanas… El Augusto siempre con sus celos de él, hasta cuando una vez hicimos una trenza de tres… Y siempre te alcanza lo que uno necesita, sin preguntar nada, como ahorita…”              

En el momento de sentarse para usar la cama como ampliado sillón, su socio el dolor de vientre lo golpeó breve e impiadosamente. Sentado quedó unos minutos, desnudo como estatua temblorosa en un jardín solitario. Luego se sirvió su taza de café, mordilabiando las casi intangibles tostadas. 

Solo un pequeño cristal de azúcar, es decir, una junción de dulces astros transparentes fue mecida sin fuerza por la lágrima de oro. Hubo dos, tres sorbos que, ingeridos con lentitud, otorgaron algo de confianza a las neuronas devastadas por las cruentas pesadillas sabatinas, “¡coño!, uno se despierta y la realidad se vuelve peor…”.

Una segunda taza de aquel café elaborado por la formidable empresa que su abuelo don Marcial Hudson fundara, y continuada por su padre, don Alcibíades Miguel Hudson (hijo bastardo de don Marcial, pero que lograra apoderarse del apellido dinástico… aunque ese es tema de otra crónica); una taza, más, comentábamos, obtuvo de Micki una reacción dolida en su panza, aunque hubo reflejo dinamizador cintura arriba.

Un gritido a poca voz pudo emitir y sostener: “Mariquito, chinito lindo… Ven para aquí, prepárame el baño, las sales para las arrugas, antes un masaje rápido, ropa deportiva… Llama al pinche Adriano, que pase por mí en una media hora, plis…”

Aquel grito-maullido fue escuchado solo por Tu-Chang, único habitante que nunca dejaba la mansión los domingos; su día libre de trabajos era el sábado, puesto que era de religión asombrosamente judía, mientras su patrón -ya entrados en el tema- practicaba una especie de suave catolicismo popular, con una confesión bi o trianual para no enloquecer al cura Bendito Puro Facholo (en compensación le pasaba una gorda mensualidad a la llamada parroquia central, en verdad, el feudo medieval del avejentado sacerdote).   

“Parezco la dama de aquel presidente gringo, el que se chingaron la ciaiei y el gusanaje cubano, la vieja puta se secaba con doce toallas” se pensoteaba Micki al restregarse con fe una piel educada por sales y cremas, que ondulaba bajo la ordenada presión de músculos y tendones algo exagerados talvez con relación a su mediana estatura.

Frente a su poderoso espejo, ya seco el amado cuerpo, él solía decir y dijo “soy el mejor amante de yo mismo… soy el dueño y padrote de Micki…”, contempló con languidez primero y luego con erecta energía los tatuajes en brazos y pecho, admiró de nuevo, como en cada jornada de higiene, los dibujos a tres colores.

“Ah, ¡ese dragón rojo y amarillo que va de hombro a muñeca… es algo exquisito! Idea de Tu Chang, acepto. Él solo piensa, si piensa, en esos bichos que me asustaban de niño, en libros, revistas, películas. Yo me encogía, no deseaba ver los hocicos de fuego, el puro humo, ni los hombres muertos a medio masticar…”

Y Micki estiraba el brazo derecho e izquierdo simultáneamente, o sea, diestro o siniestro asegún se mire a la persona o al espejo. El otro brazo contenía una serie de figuras humanas de atributos intercambiados, que no se tocaban, salvo con el movimiento del miembro superior izquierdo.

Micki, de acuerdo con algunos comentarios, podía usar largos pedazos de tiempo en la contemplación de su moviente extremidad, pues “se daban de pronto encuentros impensables, humanoides metafóricos mezclando panzas y patas y bocas y ruidos babosos del dueño del brazo”, esta sería parte de la declaración de un testigo luego del fallecimiento de nuestra principal y compleja persona-personaje… Pero “no adelantemos vísperas”, como solía decir un dirigente de la izquierda clásica, allá en el Sur, en la ciudad de Ríomar.

El fronterizo Adriano, ex futbolista nacido en las tierras bermejas de Rivamento, en los perdidos fondos del ex Imperio Corporativo Brasiliano, lo esperaba frente a la tremenda puerta de la casa familiar, que solo Micki y Tu Chang habitaban… ah, no olvidemos a la nana, Amancia. Al pie del coche, un Rolls Royce de ese año, estaba el chofer, un metro ochenta, ya cincuentoneando los años, firme siempre, de buenas vestiduras, traje azul claro, camisa blanquísima, corbata azul intenso, zapatos de negra brillantez.

Abrió con destreza la portezuela correspondiente a la llegada del patrón, “¿quihúbole, mulato? ¿Todo bien? ¿Quién juega hoy, dime?” la salutación de Micki era señal de confianza en aquel deportista que había extraviado una interesante fortuna en miles de tragos y decenas de hembras seguidoras, a saber en cuántos países y en cuántos festejos futboleros. Micki lo admiraba sin deseo, al cabo de casi dos décadas de servicio, pues había colgado los zapatos y pinchado la última pelota cuando quisieron comprarlo ciertos dirigentes de la FIFA S.A.

“Sí, pues, querían darme un buena lana para que, casi al final de aquel partido, dejara escapar entre las manos un balón fácil, para que en el rebote lo metiera alguno de sus favoritos… Ya ve, mi patrón, que no nombro a nadie”, había sido el relato de Adriano cuando solicitara el puesto de chofer, a recomendación de Augusto, el amigovio de Micki.

Adriano era hombre altivo, orgulloso de haber sido el portero del año más de una vez, jugando para el Atlético do Sul, con sede en Porto Triste, en su país de nacencia, primero, y luego para el Club Real Madroño Nacionalista, en Europa. “Solo en dos equipos, señor Micki, si no, uno anda de prostituta… No soy de esa clase, ¿sabe? Así que los mandé al mero carajo, ellos nunca más me permitieron jugar. Son iguales a los fascistas los cabrones, y como el mundo da vueltas, vine aquí como entrenador de porteros, me corrieron los del Club American Boys por orden de los fifos, y ahora estoy ante usté…”, pero  aclaremos que el palabrerío de Adriano fue en portuñol, una mezcla de español con portugués que no tiene gramática, lo traducimos para beneficio del posible lector (en verdad, durante la primera plática con Micki, lo pusimos en su oreja en versión española, pero después, claro, este se acostumbraría, ¿qué lío, no? O sea, obviamente, que el lector lee en español lo que Micki escucha en portuñol.)

El rostro de Tu Chang se borró detrás de la madera de roble de la puerta. Micki, mirando la nuca firme de Adriano y acomodado en el asiento de piel de cebra, con la panza ya en alivio de retorcidos espasmos, indicó destino y regreso.

“Apenas me acordé de la cita con el viejo puto de mi señor padre, el baño me refrescó la pensadora… El ojete me servirá de su café de altura, seleccionado para exportación fina, como si él lo hubiera inventado y no el dios Kawa, al decir de Augusto… Ah, este tío siempre con sus raras invenciones…”

Recordó asimismo que a la media tarde debía asistir a una entrevista en Tevetodo, la empresa televisora preponderante y monopólica propiedad de sus amigos los hermanitos Emilión y Emiliano Mascarra (eran de esos cuates muy apegados, y siempre ignorantes de quien había nacido primero, pues su mamá tenía ocultada esa información, porque “así se hacían más competitivos y luchones en defensa de los intereses familiares”).

En Micki siempre se generaban molestias de ánimo y de barriga y nalgas cada vez que debía platicar a solas con su padre, un sesentón de sólida estatura y temperamento variable, de limitada simpatía y modales algo ásperos, una especie de macho alfa permanentemente dispuesto a cualquier tipo de cacería. “Que bueno que viniste en hora, para ser domingo…” habló con precautoria suavidad don Alcibíades Miguel Hudson, alzándose de un sillón de compleja arquitectura en piel de bisonte.

Su hijo lo saludó con ligero abrazo, no le agradaba, suponemos, aquella modalidad de formal cercanía, “este viejo solo quiere poseernos a todos, es genético” se repitió Micki, pero negocio es negocio, dicen, o sea, “una moral para la cama y otra para el dinero, una para la familia y otra para lo que sea, hasta la política…”. “Mira, quería informarte de que los asuntos de la empresa muestran algunas debilidades… los precios internacionales han bajado, tal vez sigan bajando. Ah, ¿quieres un cafecito? Es de la mejor cosecha del año, traído de Centroamérica…” y le sirvió la quemante sustancia, cuyos vapores enriquecieron por unos momentos el amplio ámbito de la tradicional biblioteca, fundada por un abuelo lector, el antes mencionado Marcial Hudson.       

Micki, al tiempo de sentarse en otro sillón, enfrentado al de don Alcibíades, comentó con voz aún no esclarecida: “Papá, linda biblioteca la de tu papá, ¿no crees? ¿Quién la usa?” “Solo yo, Nenito, ya ves que estamos aquí.” “No, digo en cuanto a quién lee… Tú lees otras cosas, contratos, estadísticas, informes económicos, estados financieros… de eso que yo nunca pude entender bien…” “Es cierto, pero de eso vivimos, si no, ¿cómo?” “Entonces, supongo que tu exmujer, mi madre, ella estudiaba algo cuando la conociste, ¿es así? Familia de vascos raros…”

Don Alcibíades adelantó el rostro hacia Micki: “¿Por qué metes estos temas, coño de la virgen María, si eso lo sabemos desde hace años, desde que saliste de esta casa? No, de antes.” “Oh, papá, sin enojos… Lo digo para entrar en clima, tenía unos meses de no pasar a verte. Hasta podría hablar de cuando dormía la siesta aquí, de muchacho, después de la comida, unos traguitos mediante…” “¿Viniste a provocarme o qué, cabronzuelo? ¿O es para molestar no más, para que me acuerde de cuando te supimos con tu primer amor, los dos en bolas, abrazaditos debajo del piano?” “¿Dónde está el piano, papá? Aquí no lo veo…” “Oye, como sabes, luego de eso tu mamá no quiso tocar más, tuvo que ver también el asunto de tu fiesta de quince… Lo cambiamos de lugar, la casa es grande y el piano de mierda vale un montón de lana… Un buen ejemplar de esteingüey…” “Es un Wurlitzer, papá.” “¡Lo que carajos sea, Nenito! ¡Ah, el tipejo aquel, el rubiecito flaquerón y bien cuidado, un ángel sin alas, con el que jugabas a la cambiadita hasta en el primer coche que te regalamos! ¿Terminaste el café?” “Está rebueno, en verdá. Sírveme otro, plis.”

La mesita (a veces llamada ratona) estaba pegada al lado diestro del sillón de Alcibíades, con su cafetera, pocillos, azucarero, etcétera, nada similar a la exquisitez de Tu Chang, habrá pensado Micki. (Añadimos que este impensado diálogo ahorra a los narradores muchos detalles con respecto a la historia -o leyenda familiar- de los Hudson, incluyendo el turbio proceso que llevó al abuelo Marcial a la adquisición legal de ese apellido. En caso de un especial interés de algún animoso lector, podría investigar en la Biblioteca Municipal de la ciudad de San Pablo de Nazaret, a unos dos mil kilómetros al norte de donde estamos ahora.)

“¿Te gusta, no? Tu abuelo supo hacer las cosas, empezó vendiendo un café de porquería, mezcla de grano barato con quién sabe qué, frijol negro, habas, garbanzo, todo bien tostado y con una pizca de polvo blanco… Hizo adicta a mucha gente en la frontera norte, y después acá, hasta que fue a visitar las republiquetas bananeras, que estaban en caída, y vio que la cría del cafeto arábigo amarillo, misturado con el rojo del continente sur, sería una mágica solución. Ahí inició su fortuna, operando en varios países, pero a su receta siempre le agregó el polvillo blanco… Por eso en la casa se tomaba tanto café, ¡el anciano maricón nos volvió medio adictos a todos!”

“Papá, ¿por qué me cuentas lo que ya conozco? ¿Para esto vine a verte?” y bebió de un solo envión el segundo café, “más sabroso que el anterior, sin duda…” “Porque nuestras debilidades actuales están en que los repinches gobiernos de cuatro países… se pusieron de acuerdo y andan  jodiendo con sus nuevos programas de salud social… ¡Y dicen que nuestro café está contaminado de droga! ¡Si tu abuelo solo inventó una fórmula para hacer  la infusión más estimulante, para alegrar a la gente!” “¿Y qué podemos hacer con esta joda?” “Ese es el pedo, Nenito. Te puedo mostrar los nombres de ministros, de altos funcionarios y hasta de algún presidente que recibieron de nosotros paquetes de acciones, y efectivo en euros también, para que el negocio siguiera, ¡es el mejor café del mundo, ojetes! ¡Y presionan además para que les vendamos la empresa a los reputazos gringos, que de café saben menos que el turco Karleb Shilim, este que se mete en cualquier negocio, hasta en el fútbol! ¡Si jamás ha pateado un pinche balón! ¡O estos lindos y perfumados funcionarios y presidentes creen que pueden hacer con nuestro café lo que están haciendo con el petróleo y el gas, puestos en barata y a grito de merolico!”

“Calma, papá. Todo se arregla en este podrido mundillo de los negocios. Mira, yo llevo todavía vínculos discretos con uno de los primos del presidente, ¿te acuerdas de Pedrito Raúl, que venía a la casa cada cumpleaños mío? No es la amistad de antes pero nos comunicamos con alguna frecuencia… Cuando le dio por casarse, dejamos la cosa en suspense…” “ Sí, lo recuerdo… tremendo putito…” y terminó otro café, los de él sin azúcar. “Podría contactarlo a su teléfono secreto, seguro debe de tener bastante información, él labura en la dirección de controles productivos… tiene un cargo muy alto gracias a su pariente. Si te parece, lo llamo.” “Está bien, luego me informas. Ahora debo salir con María de Jesús, si no come los domingos en su restorán favorito, esta viejancona se vuelve más pegajosa e insoportable que cada día, por decir lo más tenue. Pero que quede claro que no estamos en una situación favorable, a más de que bajó ligeramente la tasa de utilidades. De todos modos, seguirás recibiendo los beneficios de accionista principal y algunas prestaciones indirectas… Ah, recuerda bien de bien que los Urrieta Mendieta se abrieron del negocio, fue un alivio pero perdimos influencia en el campo internacional” y paró para despedirse, ya sin palabras. Solo reclamó, campanilla en mano, la presencia de John McGregor, un mayordomo importado del Reino Unido, sin la menor relevancia en nuestro relato, quien había recibido a Micki y al que ahora guiaría por mera rutina hasta la salida.

“Chau, papá” dijo pálidamente Micki, dirigiéndose a las duras espaldas de don Alcibíades.

La hora de la entrevista no era muy precisa, pues se trataba de grabar y editar, antes de enviarla a miríadas de pantallas. Sería incluida en uno de los más exitosos programas de Tevetodo, dedicado a gente very important, más allá de cuáles fuesen sus actividades. Al terminar el ciclo de las entrevistas semanales, exactamente doce, se haría una encuesta entre los televidentes no mayores de veinte años, para definir un ganador. Este recibiría como premio un viaje de dos semanas, o sea, un crucero por el Caribe a completo e inimaginable lujo, aunque acompañado de dos televidentes elegidos a sorteo (amañado, por supuesto, ¿o dónde estamos?), una señorita y un caballero. Este emprendimiento, iniciado hacía ya más de dos meses, tuvo tal efecto social e ideológico -previo inusitado aparato publicitario, hasta en internet y radio- que el cerebro reptílico de incontables jóvenes de todos los sexos comenzó a producir una especie de incendio colectivo. Según datos cosechados por agencias especiales, luego de que cualquier entrevista fuera pasada por los canales 02, 04, 05 y 09, con plena cobertura nacional y aun extranacional, aumentaba dramáticamente el ritmo y las cifras de orgasmos en soledad, eyaculaciones precoces y derrames involuntarios, a más del coro sin corifeo conformado por jadeos explosivos, susurros de baba, aullidos en letra i, rugiditos en letra a, aspiraciones en letra o, desgarros en letra e, desmayos en letra u. Ah, hubo también vocales inventadas: la necesidad manda.

La empresa Tevetodo aprovechó esa información para lanzar un libro con disco adjunto, preparado por los asesores del filme “Sexo en la urbe”, con ese mismo título. El primer tiraje debió ser retirado de circulación para cambiar la portada, pues por error o sabotaje fundamentalista mocho se imprimió “Seso en la ubre”. Un crítico literario manifestó de inmediato, sin leer el libro, of course: “Nadie puede imaginar que es posible se piense con las glándulas mamíferas…” (“Mamarias”, lo corrigieron de modo casi instantáneo en las redes sociales.)

Nosotros, los narradores, fuimos sorprendidos por tan impactante suceso televiso. ¿Qué nos quedaba por intentar para la continuación del relato? Advertir a Micki sería quitarle libertad, aunque él ya debía estar muy bien enterado de los insólitos efectos que brevemente hemos comentado. Es más, creemos probable que sospechaba el por qué de esa coyuntura, tal vez Emilión o Emiliano le secretearan algo sobre las reacciones desaforadas de tanta gente joven.

Micki tal vez se anime a comentarlo para sí mismo: “así que, gracias a la publicidad previa y al golpeteo subliminal, las muchachas y muchachos desatan un deseo animalesco dirigido hacia el o la entrevistada… hacia nadie más, al punto de confundir su cuerpo con el del uno u otra… ¡Puta!, ¡si es lo que me pasa a mí cuanto me pongo frente al espejo!” aunque no advirtió, lo que sorprende, que la publicidad principal de los programas estaba sostenida por la marca Kawa, a los telespectadores les enviaban vasos cerrados de café a domicilio en repartos especiales y veloces, idea sin duda de Alcibíades, y eso ocasionó distintos grados de delirio general.     

Bien, Micki había percibido que ahí estaba su gran ocasión, confirmar que su mera presencia era un regalo que le ofrecía al mundo, y que este, por supuesto, en su histórica ceguera, jamás podría sopesar ni valorar ni un carajo.

Adriano ubicó el coche en el sitio reservado a los máximos directivos del canal. Al abrir la portezuela, preguntó a su patrón si debía acompañarlo. Este, bajando con cierta pesadez, le dijo que Tevetodo era territorio seguro, “es la parte privada de las comunicaciones del Estado, la más importante… ya me trajiste alguna otra vez…” “Sí, señor Micki, pero usté prefirió siempre ver a estos hermanitos Mascarra en su residencia del barrio El Ensueño… es lo mejor, verlos allá o en su casa de usté, patroncito.”

“¡Qué Adriano este! ¡Con su manía de la seguridad!” le comentó y de rapidito cruzó la puerta más cercana, la que correspondía a los lugares de filmación, los guardias no le preguntaron nada, ni pidieron documentos, él conocía los retorcidos senderos de ese sector especial, estaban diseñados para darles un aire de misterioso poder, la indecisión de las luces ayudaba a ese efecto, a la sexta puerta de cristal antibalas se detuvo, porque ahí sí debía ser examinado por el sistema de tele que cuidaba del conjunto enorme de la empresa, “muchos ojos de dios por encima de uno, ¿cómo me chinga esto!”, la puerta se abrió sola, y entró en el primer ámbito del estudio de grabaciones, la recepcionista estaba de pie, esperándolo, lo saludó neutramente, él igual, pasaron al segundo ámbito, más iluminado que el anterior, la muchacha indicó una puerta corrediza a la derecha, “es el vestuario, pase usted, señor, allí encontrará todo lo necesario para la entrevista… deberá cambiarse en diez minutos, doce a lo más, luego deberán maquillarlo, le avisaremos cuando deberá ingresar a la sala de filmación… los señores Mascarra lo recibirán media hora después de terminada la grabación”.

 “¿Cómo? ¿No es en vivo y en directo?” una pregunta retórica.

“No, señor Hudson, se graba, se edita y luego se asigna un día para el pase al circuito… se verá en nuestros cuatro canales y a la hora pico…”

Ligeramente decepcionado pero en alivio de los leves espasmos ventrales, Micki emitió un suspiro invisible. Sin embargo, al ingresar al vestuario y con el súbito encendido de unas luces discretas y teñidas de verde pálido, el dolor en el vientre hizo una no esperada rediviva, respondió respirando enérgicamente y cerró la breve puerta corrediza.

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