miércoles

LA TIERRA PURPÚREA (27) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


VI I / EL AMOR POR LO BELLO (2)

Al cabo de un rato, este buen hombre, cuyo verdadero nombre nunca supe, pues su mujer le llamaba simplemente Batata, díjole a su bonita hija, observándola con atención: -¿Por qué te habés empilchao de esa manera, hija? ¿Es que hoy es el día de algún santo?

“¡Qué ocurrencia llamarla hija! -exclamé mentalmente-. ¡Parece más bien ser la hija de la estrella vespertina que hija suya!”. Pero sus palabras eran poco razonables, porque la encantadora muchacha, que se llamaba Margarita, aunque llevaba zapatos, no tenía medias, mientras que su vestido -por cierto muy limpio- era de un percal tan desteñido que apenas se distinguía el dibujo. Lo único que pudiera haberse llamado compostura era una angosta cintita azul que enlazaba su cuello, blanco como el campo de la nieve. Mas, aunque hubiese vestido las sedas más riquísimas y las joyas más resplandecientes, no se habría sonrojado ni sonreído con mayor encantadora confusión.

-¡Esperamos al tío Anselmo esta noche, papito! -repuso ella.

-¡Deja a la niña, Batata! -dijo la madre-. Vos sabés lo loca que está por Anselmo; cuando él viene, siempre se prepara pa recibirlo como una reina.

¡Esto fue casi superior a mi resistencia, y fui incitado poderosísimamente a ponerme de pie y abrazar allí mismo a toda la familia! ¡Qué encantadora era esta prístina sencillez! Este era, sin duda, el único lugar en el mundo entero donde reinaba todavía la edad de oro, apareciendo como los últimos rayos del sol poniente que bañan con su luz algún pico descollante, mientras que en otras partes todo permanece en las densísimas tinieblas. ¡Ay! ¿Por qué me habría traído el destino a esta bella Arcadia, puesto que pronto habría de abandonarla otra vez para volver al empalagoso mundo de trabajo y de luchas

Aquella lucha inútil y despreciable
Que enloquece a los hombres, las lucha por riquezas y el poder,
Las pasiones y zozobras que marchitan nuestra vida
Y malgastan la corta hora que hemos de permanecer?

Si no hubiese sido por Paquita, que me esperaba allá en Montevideo, podría haber dicho: “¡Oh, buen amigo Batata, y todos ustedes, amigos míos!, permítanme cobijarme para siempre bajo este techo, compartiendo con ustedes sus sencillos placeres sin desear nada mejor; quisiera olvidar aquel gran mundo atestado de gente donde todos los hombres se matan por conquistar la naturaleza y adquirir fortuna, hasta que habiendo desperdiciado sus míseras existencias en tales inútiles esfuerzos caen, y se echa tierra sobre sus sepulturas”.

Al poco rato después de ponerse el sol, llegó el esperado Anselmo a pasar la noche con sus parientes, y no bien se hubo apeado del caballo, ya estaba Margarita a su lado para pedirle su bendición, a la vez que con sus delicados labios besábale la mano. Anselmo le dio su bendición, y acarició su áurea cabellera; entonces levantó ella el rostro, resplandeciente de una nueva felicidad.

Anselmo era un magnífico tipo de gaucho oriental; moreno, de buenas facciones y de cabello y bigotes negros como la noche. Vestía lujosamente; el cabo de su rebenque, la vaina de su facón y otras pilchas sobre su persona, eran todas de plata maciza. También eran de plata sus grandes espuelas, la perilla de su recado, los estribos y la cabezada del freno. Era un gran parlanchin; jamás, en todo el curso de mi variada vida, he encontrado a nadie que tuviese su facilidad para arrojar de continuo tal torbellino de palabras acerca de menudencias. Nos sentamos todos juntos en la cómoda cocina, sorbiendo mate; yo tomé poca parte en la conversación, que trataba enteramente de caballos, y apenas escuchaba lo que decían los demás. Estaba arrimado a la pared, agradablemente ocupado y observando la linda cara de Margarita, la cual, respondiendo a la alegría que la agitaba, habíase tornado de un delicado color de rosa. Siempre he tenido una gran pasión por todo lo bello; el sol poniente, las flores silvestres, especialmente la verbena que en este país llaman bonitamente margarita; y sobre todo, el arco iris cuando se extiende con su hermoso color verde y violado a través del vasto y encapotado cielo, mientras el nubarrón pasa sobre la tierra, húmeda y bañada por el sol, hacia el oriente. Todas estas cosas me fascinan de un modo singularísimo. Pero cuando la belleza se manifiesta en el cuerpo humano, supera a todas estas. Hay en ella un poder magnético que atrae mi corazón; un algo que no es amor, pues, ¿cómo podría un hombre casado tener semejante sentimiento hacia cualquiera que no fuese su mujer? No; no es amor, sino una etérea y sagrada especie de afecto que sólo se parece al amor como la fragancia de las violetas se parece al sabor de la miel y a la que destila el panal.

Por último, al rato después de la cena, Margarita, muy a pesar mío, se levantó para irse a acostar, pero no sin primero pedirle la bendición a su tío. Después que se hubo ido, viendo que aquella incansable máquina parlera de Anselmo todavía seguía hablando, fresco como siempre, encendí un cigarro y me preparé a escuchar.

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