jueves

LA TIERRA PURPÚREA (26) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



VI I / EL AMOR POR LO BELLO (1)

Temprano, a la mañana siguiente, dejé a Tolosa y caminé todo el día hacia el sudoeste. No me apresuré, mas me detuve con frecuencia para darle un sorbo de agua cristalina o un manojo de pasto a mi caballo. También visité durante la jornada tres o cuatro estancias, pero no oí nada que pudiera serme útil. Así recorrí unas doce leguas, caminando siempre hacia la parte oriental del distrito de Florida, en el corazón del país. Como a la hora antes de ponerse el sol, resolví no avanzar más ese día, y no pude haber escogido un sitio más apacible donde pasar la noche que el que ahora se presentaba a la vista…, un aseado rancho con un espacioso corredor situado en medio de un grupo de hermosos viejos sauces llorones. Era una tarde tranquila y resplandeciente, y un sosiego y paz inefables reinaban sobre toda la naturaleza, aun sobre los insectos y las aves, pues ellos también estaban quedos o sólo emitían sonidos bajos y gratos al oído; y aquella modesta vivienda, con sus ásperas murallas de piedra y techo de totora, parecía armonizar con todo aquello. Según las apariencias, era el hogar de gente sencilla y pastoral, cuyo único mundo sería el herboso despoblado regado por abundantes arroyuelos cristalinos, y ceñido eternamente por aquel lejano e intacto círculo del horizonte, sobre el cual descansaba la etérea bóveda del cielo, estrellada de noche, y de día, llena de la dulce luz del sol.

Al aproximarse a la casa, fue una agradable sorpresa que ninguna jauría de bulliciosos perros bravos se abalanzara sobre el temerario forastero para hacerlo añicos…, cosa que uno siempre espera. Las únicas señas de vida que se observaban, era un viejo de canas blancas sentado en el corredor, y a pocos pasos de él, de pie, debajo de un sauce, una muchacha. La muchacha hacía uno de esos cuadros que se contemplan con deleite y se conservan eternamente en la memoria. Nunca había visto nada más lindo ni más exquisito. No era aquella hermosura tan común en estos países, que como un pampero nos toma desprevenidos, por poco quitándonos el resuello, y que, pasando con igual rapidez, nos deja con el cabello descompuesto y la boca llena de polvo. Su efecto fue más bien como el hálito de la primavera que sopla suavemente, apenas aventando nuestro rostro, pero que infunde en todo nuestro ser una deliciosa y encantadora sensación, como nada parecido ni en la tierra ni en el cielo. La muchacha contaría a la sazón catorce años; de esbelto y garboso cuerpo, la tez de una maravillosa blancura y transparencia en la que el brillante sol no había esbozado ni una sola peca. Sus facciones eran, me parece, las más perfectas que jamás he visto en ser humano, y su áurea cabellera colgábale sobre las espaldas en dos gruesas trenzas que le llegaban casi hasta las rodillas. Al acercarme al rancho, alzó a los míos sus lindos ojos azules, una pudorosa sonrisa asomó a sus labios, pero no se movió, ni habló. Sobre su cabeza, en la rama del sauce, estaba posado un par de pichones; eran regalones suyos e incapaces todavía de volar. Los polluelos se habían encaramado un poco más allá de su alcance, y trataba de agarrarlos, tirando la rama hacia ella.

Dejando a mi caballo, me aproximé a su lado y le dije:

-Yo soy alto, señorita, y tal vez pueda alcanzarlos.

Me observó con ansioso interés mientras tomé los pichones suavemente de la rama y los puse en sus manos. Los besó, llena de contento, y con cierta dulce vacilación, me convidó a que entrara.

Bajo el corredor conocí a su abuelo, el anciano de blancas canas, y le encontré muy complaciente, pues convenía en todo lo que yo decía. En efecto, aun antes de que yo acabara una frase, empezaba a asentir a ella ávidamente. Allí también conocí a la madre de la muchacha, que nada se parecía a su bella hija, pues tenía el pelo y los ojos negros y la tez morena como la mayor parte de las mujeres sudamericanas. “Claro que es el padre el rubio y de cutis blanco”, pensé yo. Cuando más tarde llegó el hermano de la muchacha, desensilló mi caballo y lo soltó al potrero; este muchacho también era moreno, aun más moreno que su madre.

El afecto sencillo y espontáneo con que me trató aquella buena gente tenía cierto sabor que raramente he experimentado en otra parte del mundo. No era la hospitalidad que se le ofrece de ordinario al forastero, sino un afecto desprendido y natural, como el que podía esperado que mostrasen a un hermano querido o hijo que hubiese salido de su casa esa misma mañana y ahora volviera.

Luego entró el padre de la muchacha, y me sorprendió extremadamente encontrar que era de baja estatura, de cara arrugada y trigueña, con ojos como abalorios de negro azabache y de nariz respingada, mostrado a las claras que más de una gota de sangre charrúa corría por sus venas. Esto contrarió mi teoría respecto al cutis blanco y los ojos azules de la muchacha; el hombrezuelo era, sin embargo, exactamente tan amable como los demás de la casa, pues entró, se sentó y tomó parte de la conversación como si yo hubiese sido algún miembro de la familia a quien esperaba encontrar ahí. Mientras conversaba con esta buena gente sobre asuntos del campo, toda la iniquidad de los orientales -la lucha degolladora entre Blancos y Colorados y las execrables crueldades del sitio de nueve años fue completamente olvidada; bien quisiera haber nacido entre ellos y ser uno de ellos, y no un inglés cansado y vagabundo, sobrecargado con las armas y la armadura de la civilización, tambaleando, como Atlas, con el peso sobre sus hombros de un reino en que jamás se pone el sol.

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