V / UNA COLONA DE CABALLEROS INGLESES (1)
Desde el principio no había tenido mucha fe en la estancia como campo para mis actividades; las palabras pronunciadas por el mayordomo a su vuelta, la habían ahuyentado por completo, y después de oír aquella fábula del avestruz, sólo me había quedado por amor propio. Resolví volver a Montevideo, no por el camino por el cual había venido, sino haciendo un gran rodeo en el interior del país, donde exploraría una nueva región y donde podría, quizá, encontrar trabajo en alguna de las estancias del trayecto. Cabalgando hacia el sudoeste en dirección del río Malo, en el departamento de Tacuarembó luego, dejé atrás los llanos de Paysandú, y deseoso de alejarme lo más posible de una vecindad donde esperaban que matase a un prójimo, no descansé hasta que hube recorrido unas ocho o nueve leguas. A mediodía me detuve en una pequeña pulpería para tomar algún refresco. Era un edificio de pobre aspecto, y detrás de la reja de hierro que protegía el interior, la que le daba la apariencia de una jaula de fieras, holgazaneaba el pulpero fumando un cigarro. Al lado del mostrador hallábanse dos individuos de tipo inglés. Uno era joven y buen mozo, en cuya cara bronceada reparábase la expresión de un hombre vicioso y gastado; estaba arrimado al mostrador, fumando un cigarro, y parecía un poco ebrio; llevaba un gran revólver colgando ostentosamente al cinto. Su compañero, un hombre grande y grueso, de enormes patillas grises, estaba evidentemente muy borracho, pues dormía tendido en un banco, la cara abultada y amoratada roncando fuertemente. Pedí pan, sardinas y una botella de vino, y solícito por observar la costumbre del país en que me hallaba, convidé al joven achispado a que me acompañara a comer algo. La omisión de esta cortesía entre los orgullosos orientales, bien podría envolverme en una riña sangrienta, y de riñas estaba harto.
Rehusó el convite, dándome las gracias, y pronto entablamos conversación; el descubrimiento, luego hecho, de que éramos compatriotas, nos dio a ambos mucho placer. Inmediatamente me ofreció a llevarme a su casa e hizo una descripción muy entusiasta de la vida independiente y feliz que hacía en compañía de otros cuantos ingleses -todos, me aseguró, hijos de familias distinguidas- que habían comprado un pedazo de terreno y se habían dedicado a la ganadería en esta solitaria región. Acepté gustoso su convite y cuando hubimos acabado nuestras copas trató de despertar al dormido.
-¡Hola, viejo, despierta! -gritó mi nuevo amigo-. Ya es tiempo de ir caminando. ¡Eso es! Quiero presentarte al señor Lamb. Estoy seguro que va a ser una adquisición. ¡Cómo! ¿Es posible que te hayas quedado dormido otra vez? ¡Caramba, Cloud! ¡Eso sí que es el colmo, pues hombre!
Por último, después de mucho gritar y de remecerlo, consiguió el joven despertar a su compañero borracho, quien se levantó tambaleando y mirándome con una cara de imbécil.
-¡Ahora, déjame presentarte al señor Lamb! Mi amigo, el capitán Cloudesley Wriothesley. ¡Bravo! ¡Estate firme, viejo! ¡firme! ¡eso es! ¡ahora, dale la mano!
El capitán no dijo una palabra, pero me dio la mano y bamboleándose hacia mí, por poco no me dio un abrazo. Entonces, después de mucho trabajo, lo montamos a caballo, y colocándolo entre nosotros dos para impedir que se cayese, nos pusimos en marcha. Media hora de camino nos trajo a casa de mi convidante, don Vicente Winchcombe. Yo me había figurado una monada de casita, escondida entre verde y frondoso follaje y rodeada de flores, que inspiraría gratos recuerdos de mi querida Inglaterra; fue grande el chasco que me llevé, al hallar que su “home” era un rancho de miserable aspecto, en medio de un terreno arado, con un zanjón alrededor, donde no parecía crecer ninguna verdura. El señor Winchcombe, sin embargo, me explicó que no había tenido tiempo de hacer muchos cultivos. -Sólo legumbres y cosas parecidas -me dijo.
-No las veo -repuse.
-¡Pues tal vez que no!; tuvimos una porción de orugas, carralejas y otros bichos, que me comieron todo lo que había.
La pieza a la que me condujo mi nuevo amigo no contenía otro mueble más que una gran mesa de madera de pino y algunas sillas; también había un aparador, un largo tablero y algunos estantes arrimados a la pared. Todo lugar disponible estaba cubierto de pipas, tabaqueras, revólveres, cartucheras y botellas vacías. Sobre la mesa había algunas copas, una azucarera, una enorme tetera de metal y una damajuana, que luego descubrí estaba medio llena de caña. Había cinco hombres sentados en torno de la mesa fumando, bebiendo té con caña y hablando animadamente, todos más o menos ebrios. Me hicieron una entusiasmadísima acogida, obligándome a que me sentara con ellos a la mesa, sirviéndome té con caña y empujando hacia mí pipas y tabaqueras.
-Ve usted aquí -dijo el señor Winchcombe, explicándome esta festiva escena- a diez individuos que se dedican a la ganadería y cosas por el estilo. Cuatro de nosotros ya hemos edificado casas y comprado ovejas y caballos. Los otros seis, usted comprende, viven con nosotros de casa en casa. Pues hemos hecho un arreglo muy satisfactorio… fue el viejo Cloud -el capitán Cloudesley Wriothesley- quien sugirió la idea…, y esto es que cada día uno de los cuatro -los “ilustres cuatro” nos llaman- tenga mesa franca; y es de rigor que los otros nueve lo visiten durante el día para animarle un poco. Pues bien, hicimos el descubrimiento -creo que también fue el viejo Cloud quien lo hizo- que para estas ocasiones no había nada mejor que té con caña. Hoy me ha tocado a mí y mañana le tocará a otro, y así por turno…, ¿comprende? Pero, ¡caramba! ¡Qué suerte la mía de haberla encontrado a usted en la pulpería! ¡Ahora va a ser muchísimo más animada la cosa!
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