IV / LA ESTANCIA DE LA VIRGEN DE LOS DESAMPARADOS (3)
El dueño del lazo, que de muy buena voluntad nos lo había prestado, alzó la cabeza al oír esto. Era un hombre extremadamente grande, de tosco aspecto y con el rostro poblado de una enorme y erizada barba negra. Yo lo había creído, hasta ese momento, uno de aquellos tipos de gigante bien humorado, pero ahora que empezó a enfurecerse, cambié de opinión. Blas, o Barbudo, como llamábamos al gigante, estaba sentado en un tronco de árbol tomando mate.
-Tal vez ustedes me toman por una oveja, porque me ven engüelto en estos cueros - observó-; pero permítanme advertirles que tendrán que devolverme el lazo que les presté.
-Esas palabras no son pa nosotros -dijo Cejas, dirigiéndose a mí-, sino pa la vaca que se llevó el lazo en los cachos; ¡pucha que eran afilaos!
-¡No, señor! -respondió Barbudo-, no se engañe; no son pa la vaca, sino pal tonto que la lazó. Y te alvierto Epifanio, que si no me lo devolvés, este techo que nos cubre no bastará para cobijarnos a los dos.
-Me alegro oírte decir eso, Barbudo -dijo el otro-, pues nos hacen falta asientos; y cuando te vayás vos, el que casi aplastás con ese corpazo tuyo, estará ocupao por alguien que mejor lo merezca.
-Podés decir lo que querás, pero naides hasta aura te ha puesto un candao en la boca -dijo Barbudo, alzando la voz a un grito-; pero no habés de robarme vos, y si no me devolvés el lazo, juro hacerme uno nuevo de cuero humano.
-Entonces -dijo Cejas-, mientras más pronto te probés con un cuero a propósito, mejor para vos, porque lo que es yo, nunca te devolveré el lazo; pues, quién soy yo pa luchar contra la Providencia que me lo quitó de las manos?
A esto replicó Barbudo, furiosamente:
-Entonces cueriaré a este gringo miserable muerto de hambre que viene aquí a aprender a comer carne y a ponerse a la altura de los hombres. Por lo visto lo destetaron demasiado joven, pero, si el hambriento sinvergüenza quiere alimentarse como los nenes, que en adelante ordeñe a las gatas que se calientan al lado del juego, y que hasta un francés puede agarrar sin ninguna necesidá de lazo.
No pude tolerar los insultos del bruto y salté de mi asiento. Tenía por casualidad un cuchillo en la mano, pues nos preparábamos para atacar un matambre, y mi primer impulso fue soltarlo y darle un buen puñetazo. Si tal hubiera hecho, es probable que habría pagado muy cara mi temeridad. Al momento de pararme se me vino encima Barbudo con cuchillo en mano. Me largó un feroz golpe que por fortuna me pasó a un lado, mientras que yo al mismo tiempo le di una puñalada; se bamboleó hacia atrás con un horrible tajo en la cara. Fue todo cuestión de segundos y antes de que los otros pudiesen intervenir: al instante nos desarmaron y empezaron a bañarle la herida a Barbudo. Durante esta operación, que debió ser muy dolorosa, pues la vieja negra había insistido en que se bañara la herida con ron en vez de con agua, el bruto blasfemaba atrozmente, jurando que me cortaría y me sacaría el corazón y que se lo comería estofado en cebollas y aliñado con cominos y otros varios condimentos.
Muchas veces, desde aquellos días, he pensado en el sublime concepto culinario de Blas el bárbaro. Debió de haber una chispa de agreste genio oriental en su bovino cerebro.
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