A (3)
Vale la pena mencionar la carta del 30 de junio de 1613 de Pedro de Valencia, cronista de Su Majestad, orientalista y helenista contemporáneo de Góngora, quien participó en la gran disputa de la época que obligó al poeta andaluz a abandonar sus Soledades, las cuales, “barrocamente” quedaron inconclusas. En dicha carta, Valencia le pide que escriba:
(…) alta y grandiosamente, con sencillez y claridad, con breves períodos y los vocablos en sus lugares, y no se vaya, con pretensión de grandeza y altura, a buscar e imitar lo extraño, oscuro, ajeno…; y no me diga que la camuesa pierde el color amarillo en tomando el acero del cuchillo, ni por absolvelle escrúpulos al vaso, ni que el arroyo revoca los mismos autos de sus cristales, ni que las islas son paréntesis frondosas al período de su corriente; por más y más que estos dichos y sus semejantes sean los recibidos con mayor aplauso…, y siendo tan lindo y tan alto este poema de las Soledades, no sufro que se afee en nada ni se abata con estas gracias y burlas (…) (en Góngora: 972-3).
Así, las imágenes creativas que más le aplaudían sus seguidores -extrañas, oscuras, ajenas-, las más atrevidas, son las que, según Pedro de Valencia, atentan contra su significación, las que más “afean” y “abaten” el orden -¿desorden?- comprensivo del poema. Y detengámonos ante la última imagen recriminada por Valencia que se refiere a un río que se desvía: en brazos dividido caudalosos / de islas, que paréntesis frondosas / al período son de su corriente. ¿Hasta qué punto, estas islas lingüísticas no interrumpen el supuesto devenir incontestable e incontestado del lenguaje? ¿No es el barroco en sí “un paréntesis, una isla frondosa”, una estética multiforme y plural, que detiene el claro curso de la corriente lingüística imperial, que se concibe a sí mismo como estable, ordenada y sin aristas; en una palabra, como “clásica”? ¿No amenaza esta sucesión de “gracias y burlas” la severa autoridad de una gramática normativa? ¿No es esta doble significación, esta “ambigüedad de las voces”, disemia o “anfibolia”, según la llama Salceso Coronel en su comento a las Soledades de 1636, de donde procede la tan temida “oscuridad” de Góngora, su carácter umbrático?
La lengua imperial, en su posición hegemónica, se concibe como fortaleza pétrea, reducto fijo y sólida roca inamovible. Desde el poder, se cifra como símbolo fundacional, reacio a cualquier transformación. No permite ninguna porosidad y, sin embargo, se ve deslavada constantemente. Inundada por ese paréntesis acuoso e irreductible de lo barroco, por su fluidez. Se puede jugar con la misma palabra barroca, que lleva los sonidos “barro” y “roca”, y pensar en esa tensión entre solidez y lo líquido que se precipita implacablemente en el transcurso de la corriente lingüística, entre las fuerzas del poder normativo y los cuestionamientos barrocos, y lodosos, que lo erosionan. No es en balde, que las recriminaciones de “afeamiento” y “abatimiento” del idioma vengan directamente del cronista de Su Majestad, “la lengua” personificada, que no permite su carnavalización a través de “gracias y burlas”. La roca, al fin, cede, su dureza no dura, se desgasta y se transforma. Por la sutil (e implacable) acción del agua del tiempo y la evolución -¿erosión?- del lenguaje mismo, se vuelve barro maleable y cambiante: frondoso caudal barroso. (15) Y el río del barroco, con sus paréntesis ácueos, irrumpe e interrumpe -¿enloda?- la dureza del idioma y desborda sus murallas normativas.
Notas
(15) Sobre el tema de lo “barroso”, véase el ensayo-prólogo de Néstor Perlongher sobre poesía latinoamericana “neobarroca” (19-30).
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