sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (34)


XX

PARÍS NO SE ACABA NUNCA (3)

Me acuerdo de las sendas que subían entre los huertos y los prados de las alquerías situadas en el flanco de sierra, encima de la ciudad, y me acuerdo de las cálidas alquerías con sus grandes estufas y con las inmensas pilas de leña bajo la nieve. Las mujeres trabajaban en las cocinas cardando e hilando la lana para hacer un hilo negro y gris. Los tornos se hacían girar por medio de un pedal, y al hilo no se lo teñía. Era una lana natural a la que no le habían quitado la grasa, y las gorras y los pulóveres y las largas bufandas que tejió Hadley con ella no se empapaban nunca con la nieve.

En una Navidad representaron una obra de Hans Sachs, que el maestro de escuela dirigió. Era una buena obra, y escribí una crítica de la representación para el periódico de la provincia, y el dueño del hotel me la tradujo al alemán. Otro año, un antiguo oficial de la Armada alemana, de cabeza rapada y cubierta de cicatrices, vino a dar una conferencia sobre la batalla de Jutlandia. Unas diapositivas mostraban los movimientos de las dos flotas de combate, y el oficial de la Armada usó un taco de billar como puntero para señalar la cobardía de Jellicoe, y por momentos se ponía tan furioso que la voz se le quebraba. El maestro de escuela tenía miedo de que una estocada del taco de billar atravesara la pantalla. Al final el marino veterano no lograba calmarse, y todo el mundo se sentía incómodo en la Weinstube. Solamente el fiscal y el banquero acompañaron al oficial, y bebieron los tres en una mesa aparte. Herr Lent, que era renano, se negó a asistir a la conferencia. En el hotel había un matrimonio vienés que había venido a esquiar, pero no les gustaba la subida a la alta montaña y se fueron a Zurs, donde según oí decir murieron en una avalancha. El marido dijo que la actitud de aquel conferenciante era típica de los cerdos que habían destrozado a Alemania y que dentro de veinte años iban a volver a destrozarla. Su mujer le dijo en francés que se callara, que estamos en un lugar remoto y nunca sabés con qué gente podés encontrarte.

Eso año murió mucha gente en las avalanchas. El primer desastre se produjo en las sierras de nuestro valle, en Lech del Arlberg. Un grupo de alemanes proyectaba venir a esquiar con Herr Lent en las fiestas de Navidad. La nieve llegó tarde aquel año, y los montes y las laderas estaban todavía calientes por el sol cuando cayó una enorme nevada. La nieve era fuerte aunque su polvillo no se adhería al suelo. Eran las condiciones más peligrosas para esquiar, y Herr Lent les mandó un telegrama a los berlineses advirtiéndoles que no vinieran. Pero ellos estaban de vacaciones, y eran ignorantes y no les tenían miedo a las avalanchas. Llegaron a Lech, y Herr Lent no los quiso llevar a esquiar. Uno de ellos lo trató de cobarde, y dijo que iban a subir solos. Al final Herr Lent los guió hasta la ladera más segura que pudo encontrar. El primero que cruzó fue él, y cuando los demás lo siguieron el monte les cayó arriba de golpe como la oleada de una marea. Hubo que desenterrar a trece, y nueve estaban muertos. A la escuela de esquí alpino no le iba demasiado bien, pero después de aquel desastre nosotros fuimos casi los únicos alumnos que le quedaron. Estudiamos atentamente las avalanchas, sus distintos tipos, el modo de evitarlas y lo que había que hacer si te agarraba una. Casi todo lo que escribí aquel año lo hice cuando había peligro de avalanchas.

El peor recuerdo que tengo de aquel invierno de las avalanchas es el de un hombre recién desenterrado. Se había acurrucado con los brazos cruzados sobre la cara, como nos enseñaban a hacer para poder respirar en el caso de que nos tapara la nieve.  Aquella avalancha fue grande y nos llevó mucho tiempo desenterrar a todas las víctimas, y aquel hombre fue el último que encontramos. Hacía poco tiempo que había muerto, y tenía la carne del cuello arrancada y se veían los tendones y el hueso. Había estado sacudiendo continuamente la cabeza mientras la presión de la nieve se la iba cortando. En aquella avalancha deben haberse mezclado bloques de nieve vieja y compacta con la liviana nieve recién caída, y era imposible saber si el hombre había hecho aquello a propósito o enloquecido por el pánico. Pero el cura no lo quiso enterrar en el camposanto porque no había pruebas de que fuera católico.

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