XX
PARÍS NO SE ACABA NUNCA (2)
Nos apuntamos los dos en la escuela de esquí alpino que acababa de poner Herr Walther Lent, uno de los primeros campeones del esquí en alta montaña, que había sido socio de Hannes Schneider, el gran esquiador del Arlberg, en un negocio de ceras para esquí que abarcaba la escalada y todas las clases de nieve. El sistema de enseñanza de Walther Lent era el de alejar a sus discípulos de las pendientes de adiestramiento en cuanto era posible, y llevarlos de excursión a la alta montaña. Esquiar no era entonces lo que es ahora, las fracturas en espiral no eran cosa corriente y conocida, y no podías romperte una pierna. No había patrullas que recogieran a un herido. Por otra parte, toda pendiente por la que bajabas, había que subirla primero a pie. Eso te dotaba de piernas capaces de sostenerte en la bajada.
Walther Lent creía que toda la gracia del esquiar estaba en subir hasta la más alta zona de las sierras, donde no se encontraba a nadie y la nieve era virgen, y luego pasar de una alta choza del Club Alpino a otra, por los puertos y ventisqueros de los Alpes. No había que sujetarse el esquí, para no romperse una pierna. El esquí tenía que ser lo primero en ceder, en caso de caída. Lo que a él le gustaba de verdad era esquiar en ventisqueros y sin cuerdas, pero para eso había que esperar a la primavera, cuando las grietas estuvieran suficientemente recubiertas.
A Hadley y a mí nos gustaba mucho esquiar, desde que lo intentamos por primera vez juntos en Suiza, y luego en Cortina d’Ampezzo, en las Dolomitas, cuando Bumby estaba a punto de nacer. El medico de Milán le había permitido a Hadley seguir esquiando, a condición de que le prometiera no caerse. Esto exigió una cuidadosa selección de los terrenos y de los trayectos, y un control absoluto de las acciones, pero ella tenía unas hermosas piernas de admirable robustez y un perfecto dominio de los esquís, y nunca se cayó. Todos sabíamos entonces distinguir las clases de nieve, y todo el mundo sabía correr en un hondo polvo de nieve.
Nos gustaba el Vorarlberg y nos gustaba Schruns. Íbamos a fines de noviembre y nos quedábamos hasta que se acercaba la Pascua. Esquiábamos siempre, a pesar de que Schruns no estaba bastante alto para servir como estación de esquí salvo en inviernos de mucha nieve. Pero la escalada a pie era una diversión que en aquellos tiempos no asustaba a nadie. Arrancabas con un ritmo fijo, muy por debajo de la mayor velocidad a que podías subir, y se subía con facilidad y con alegría y con orgullo por el peso de la mochila. La subida a la Madlener Haus tenía un trecho empinado muy duro. Pero a la segunda vez ya se subía con más facilidad, y al final éramos capaces de transportar sin esfuerzo el doble del peso que habíamos cargado el primer día.
Siempre teníamos hambre, y cada comida era un acontecimiento. Tomábamos cerveza rubia o negra, y vinos nuevos, y de vez en cuando vinos del año anterior. Los vinos blancos eran los mejores. También había un kirsch hecho en el valle, y un aguardiente destilado de la genciana que crecía en las montañas. A veces nos daban de cenar liebre que conservaban en jarras con una espesa salsa de vino tinto, y a veces caza mayor con compota de castañas. Con esos platos tomábamos vino tinto aunque era más caro que el blanco, y el mejor llegaba a costar veinte centavos el litro. El vino tinto ordinario era mucho más barato, y lo subíamos en garrafas hasta la Madlener Haus.
Sylvia Beach nos dejaba llevar una provisión de libros para el invierno, y además podíamos jugar a los bolos con gente de la villa, en el pasillo que salía al jardín de verano del hotel. Una vez o dos por semana se organizaba una partida de póquer en el comedor del hotel, con todos los postigos bien cerrados y la puerta con llave. En aquel tiempo los juegos de azar estaban prohibidos en Austria. Yo jugaba con Herr Nels, el dueño del hotel; con Herr Lent, el de la escuela de esquí; con un banquero local, y con el fiscal y el capitán de la Gendarmería. Se jugaba metódicamente y eran todos buenos jugadores, excepto Herr Lent que jugaba bastante alocadamente porque la escuela le dejaba muy poca ganancia. El capitán de la Gendarmería levantaba un dedo a la altura de su oreja cuando oía que la pareja de gendarmes de ronda se paraba en la puerta, y nos quedábamos callados hasta que se iban.
Apenas amanecía, la criada entraba en el frío del cuarto y cerraba la ventana y encendía la gran estufa de porcelana. Y cuando el ambiente ya estaba caldeado llegaba un desayuno de deliciosas confituras de frutas con pan tierno o tostadas y grandes tazones de café, y también podíamos pedir huevos frescos y buen jamón. Había un perro llamado Schnautz que dormía al lado de la cama y era un gran aficionado al esquí, y se montaba en mi espalda o en mi hombro cuando yo me lanzaba pendiente abajo. También era amigo de Mr. Bumby y se iba de paseo con el y con su niñera, caminando al lado del pequeño trineo.
Schruns era buen lugar para trabajar. Allí trabajé en la corrección más difícil que hice jamás, en el invierno de 1925 a 1926, cuando tuve que enfrentarme con el borrador de The Sun Also Rises, que me había salido en un sprint de seis semanas, y convertirlo en una novela. No me acuerdo de cuáles fueron los cuentos que escribí allí, pero sé que varios me salieron bien.
Me acuerdo de cómo la nieve crujía a nuestro paso cuando volvíamos de noche por la carretera de la ciudad, en el frío, cargados con los esquís y los palos, mirando las luces y luego viendo por fin las casas, y cuando nos cruzábamos con alguien en la carretera nos saludaba con un «Grüss Gott». La Weinstube estaba siempre llena de campesinos con botas claveteadas y ropas de montañés, y el aire se llenaba de humo y el pavimento de madera estaba rayado por los clavos. Muchos jóvenes habían servido en los regimientos alpinos de Austria, y con un hombre llamado Hans, que trabajaba en el aserradero y era un cazador famoso, nos hicimos amigos porque en la guerra habíamos estado en la misma zona del frente de montaña italiano. Bebíamos todos en compañía y cantábamos canciones montañesas.
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