sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (32)


XX


PARÍS NO SE ACABA NUNCA (1)

Cuando nació el tercer miembro de nuestra familia, el frío y el mal tiempo terminaron por echarnos de París en invierno. Mientras vivimos solos no teníamos problemas. Yo me iba a escribir a un café, y podía trabajar toda la mañana consumiendo nada más que un café con leche mientras los camareros limpiaban y barrían y la sala iba caldeándose. A mi mujer tampoco le importaba ir a estudiar el piano a un lugar frío, y poniéndose muchos pulóveres iba entrando en calor hasta que llegaba la hora de volver a casa y cuidar a Bumby. Pero yo no podía llevar un bebé al café en invierno, aunque fuera un bebé que nunca lloraba y se entretenía fijándose en todo lo que pasaba alrededor sin aburrirse nunca. En aquel tiempo no se conseguían nada más que niñeras de tiempo completo, y teníamos que dejar a Bumby encerrado en su alta cama con barrotes y él se quedaba muy contento acompañado por su gran gato cariñoso, F. Puss. Algunas personas decían que era peligroso dejar a un niño con un gato. Los más ignorantes y supersticiosos decían que el gato le podía aspirar el aliento y otros decían que lo podía asfixiar echándosele arriba. Pero F. Puss se acostaba al lado del niño, en la alta jaula de la cama, y vigilaba la puerta con sus grandes ojos amarillos y no dejaba que nadie se acercara al niño cuando estábamos fuera y Marie, la femme de ménage, tenía que salir. No necesitábamos niñeras. F. Puss era la niñera.

Pero cuando volvimos de Canadá y yo dejé el periodismo y éramos realmente pobres porque todavía no había podido lograr que aceptaran mis cuentos, el invierno de París se volvió insufrible para un bebé. Cuando tenía tres meses, Mr. Bumby había cruzado el Atlántico Norte en un barquito de la Cunard que hacía el trayecto en doce días, saliendo de Nueva York vía Halifax, en pleno mes de enero. No lloró en todo el viaje, y se reía divertido cuando lo amurallábamos para que no se cayera durante el balanceo de las tormentas. Pero nuestro dichoso París era demasiado frío para él.

Nos fuimos a Schruns, en el Vorarlberg de Austria. Se atravesaba Suiza y se llegaba a la frontera austríaca en Feldkirch. El tren cruzaba por Liechtenstein y se detenía en Bludenz, desde donde se desprendía un ramal secundario que corría a lo largo de un río con guijarros y truchas, y después de atravesar los sembrados y los bosques del valle llegaba a Schruns, una soleada villa con mercado, aserraderos y tiendas y posadas, y nos alojábamos en el Taube, un buen hotel que estaba abierto todo el año.

Las habitaciones del Taube eran grandes y confortables, con grandes estufas, grandes ventanas, y grandes camas con buenas mantas y edredones de pluma. Las comidas eran sencillas y excelentes, y tanto el comedor como el bar emparedado con lambrices estaban bien caldeados y eran acogedores. El valle era ancho y abierto, y siempre había mucho sol. Entre los tres pagábamos una pensión de alrededor de dos dólares por día, y como el schilling austríaco iba bajando con la inflación, la habitación y la comida nos costaban cada vez menos. No había inflación y miseria desesperadas como en Alemania. El schilling subía y bajaba, pero a la larga iba bajando.

En Schruns no había ni telesquís ni funicular, pero había senderos de leñadores y de pastores que subían desde los valles hasta la alta montaña. Se subía a pie con los esquís a cuestas, y a partir del momento en que la nieve se hacía demasiado profunda, se caminaba con los esquís puestos, envueltos en pieles de foca. En lo alto de cada valle montañoso encontrábamos los grandes refugios que el Club Alpino tenía para los alpinistas veraniegos, y allí podíamos dormir pagando nada más que la leña. A algunos refugios había que subir cargados con la leña, y cuando salíamos para una excursión larga por la alta montaña y los ventisqueros, alquilábamos mozos que nos ayudaran a cargar la leña y los víveres, y armábamos una base. Los más famosos refugios destinados a bases de alta montaña eran la Lindauer Hütte, la Madlener Haus y la Wiesbadener Hütte.

Detrás del hotel Taube había una especie de pendiente de adiestramiento que bajaba entre huertos y prados, y había otra buena pendiente detrás del Tchagguns, al otro lado del valle, donde había una hermosa posada con una excelente colección de cuernos de gamo colgados en la sala del bar. Precisamente a espaldas de la aldea de leñadores de Tchagguns, ubicada en el borde del valle, arrancaba la buena zona para esquiar que subía hasta cruzar la sierra y después de cruzar el Silvretta llegaba a la región de los Klosters.

Schruns era un lugar sano para Bumby, que tenía una hermosa muchacha morena que lo cuidaba y lo llevaba a pasear y a tomar el sol en su trineo mientras Hadley y yo esquiábamos conociendo todo aquel país nuevo, donde tanto la gente de las aldeas como la de la ciudad era muy cordial.

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