II. EL BESTIARIO DE LAUTRÉAMONT
VI (2)
El fuego de la poesía ducassiana es el fuego negro y frío (p. 225): “Te aseguro que no hay fuego en mis ojos, aunque sienta la misma impresión que si mi cráneo estuviera hundido en un casco de carbones ardientes. ¿Cómo quieres que las carnes de mi inocencia borboteen en la tina?...” Maldoror sólo puede amar en el mar.
Ante tal amor, también parece que la conciencia del mal es tan viva, que la pureza se reconquista por esta vía. En efecto, ¿se ha notado la vertiginosa diferencial psicoanalítica de las dos palabras asociadas “casto y horrible”? ¿Cómo deshonrar mejor su placer? ¿Cómo consolidar mejor su disgusto? Basta meditar el fin del canto siguiente para comprender la repulsión del recuerdo, la conciencia del horror que en ciertas almas puede dejar el primer amor (p. 247): “Alma real, abandonada en un momento de olvido al cangrejo del desenfreno, al pulpo de la debilidad de carácter, al tiburón de la abyección individual, a la boa de la moral ausente, y al caracol monstruoso del idiotismo.” De paso, notemos que todos nuestros vicios están concretados en el reino animal. En Lautréamont, la fauna es el infierno del psiquismo.
¿Es el amor realizado una caída, en un momento de olvido? ¿Hace falta entonces, asar súbitamente de Platón a Chamfort, del amor platónico -contacto de dos ilusiones- al amor físico -contacto de dos epidermis-? El epitalamio de la hembra del tiburón es verdaderamente un requiem. Canta la muerte de una inocencia, de un puro y juvenil entusiasmo.
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