jueves

LA TIERRA PURPÚREA (13) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



III / MATERIA PARA UN IDILIO (2)

Me levanté temprano, y dirigiéndome a un ancho arroyo, como a cinco cuadras de la casa, me zambullí en el agua, lo que me refrescó grandemente y me dio fuerzas para ir a buscar a mi caballo. ¡Pobre mancarrón! Había tenido el propósito de darle un buen día de descanso, tan cariñosa y hospitalaria había sido esta buena gente conmigo; pro ahora, temblaba con sólo pensar en pasar otra noche en aquel purgatorio. Encontré a mi caballo tan cojo que apenas podía caminar, así que me volví a la casa a pie, muy desalentado. El estanciero me consoló asegurándome que dormiría la siesta tanto mejor por haber sido molestado por aquellas “cositas que andan por ay”, pues en tan templado lenguaje describía mi martirio. Después del almuerzo, seguí su consejo; arreglé un poncho a la sombra de un árbol, y tendiéndome sobre él luego, me quedé profundamente dormido, y no desperté hasta la caída de la tarde.

Esa noche hubo de nuevo visitas, y se repitieron el canto, el baile y otros entretenimientos pastoriles, hasta casi medianoche; entonces, pensando burlar a mis compañeros de cama de la noche anterior, hice mi sencilla cama en la cocina. Pro ahí también me hallaron las asquerosas vinchucas, y hubo, además, montoneras de pulgas que guerrearon toda la santa noche, agotando casi mis fuerzas y distrayendo mi atención, mientras el más formidable adversario se formaba en línea. Tan grandes fueron mis padecimientos, que antes que apuntara el día recogí mi poncho y me fui lejos de la casa para tenderme a cielo raso en el campo; pero tenía el cuerpo tan dolorido, que no fue mucho lo que descansé. Cuando amaneció, hallé que mi caballo no se había repuesto todavía de su cojera.
-No tenga tanto apuro por irse -dijo el dueño e casa cuando le hablé de mi caballo-; veo que aquellos animalitos han estado peleando con usté otra vez y que lo han vencido. No les haga ningún caso; con el tiempo se acostumbrará.

Cómo era que ellos pudiesen soportarlos, o aun vivir, era un misterio, para mí; pero quizás las vinchucas respetaban a los orientales y sólo se banqueteaban cuando -como el gigante en el cuento de niños- olía “la sangre de un inglés”.

Aquella tarde volví a gozar de una larga siesta, y cuando anocheció resolvió ponerme fuera del alcance de las vinchucas, así que después de la cena me fui a dormir al raso en el campo. Pero como a eso de la medianoche se levantó una ráfaga de viento y lluvia que me obligó a buscar abrigo en la casa, y a la mañana siguiente me levanté en una condición tan deplorable, que deliberadamente enlacé y ensillé mi caballo, aunque el pobre mancarrón apenas podía poner un pie en tierra. Mis amigos se rieron alegremente cuando me vieron tan resuelto en estos preparativos de viaje. Después de tomar un mate cimarrón y de agradecerles su hospitalidad, me levanté para despedirme.

-¡Pero, amigo, no es posible que usté tenga la intención de irse en ese animal -dijo el estanciero-. No es capaz de llevarlo.

-No tengo otro -repuse-, y estoy muy deseoso de llegar al fin de mi viaje.

-Si yo hubiese sabido eso antes, ya le habría ofrecido otro caballo -dijo, y entonces le pidió a uno de sus hijos que arreara los caballos de la estancia al corral.

Escogiendo de la tropilla uno de buena estampa, me lo presentó, y como no tuviera el dinero suficiente para comprar un nuevo caballo cada vez que lo necesitase, acepté muy gustosamente su regalo. Luego mudé la silla a mi nueva adquisición, agradeciendo una vez más a aquella buena gente, y diciéndole “adiós”, continué mi camino.

Al darle la mano a la menor de las niñas, y, a mi juicio, también la más bonita de las cinco hijas de la casa, en vez de sonreírme amablemente y desearme un buen viaje como loa habían hecho las demás, se quedó callada y me lanzó una mirada como quien dijera: “Váyase, señor; usted me ha tratado mal y me insulta al ofrecerme la mano; si la tomo, sólo lo hago por salvar las apariencias y no porque esté dispuesta a perdonarlo”.

Al mismo tiempo de dirigirme aquella tan significativa mirada, una expresión de entendimiento se dibujó en los rostros de la demás gente que había en la habitación. Todo esto me reveló que había perdido la oportunidad de gozar de un encantador e idílico amorío en circunstancias novelescas. El amor brota como las flores, y es natural que cuando se reúnen hombres y seductoras mujeres, surja el amor; pero era difícil concebir cómo podría haber empezado un amorío siguiéndolo hasta su punto culminante, en un lugar tan público como la cocina y con tantos ojos encima; perros, nenitos y gatos se atropellaban a mis pies; avestruces, que observaban ávidamente con tamaños ojos mis botones; y esa insoportable cotorra que gritaba a cada rato “saca la patita, lorita” en su estridente algarabía de loro. Miradas amorosas, palabras dulces susurradas al oído, roce de manos y otras mil pequeñas amabilidades que dan a conocer las inclinaciones del corazón apenas habrían sido factibles en un lugar como ese y en semejantes condiciones, y habrían sido indispensables nuevos símbolos y señales para expresar tales sentimientos. Y sin duda que estos orientales, viviendo todos en una gran pieza con sus niños y animales domésticos al modo de nuestros más remotos antepasados los pastores arios-, poseerían algún lenguaje de esa naturaleza. Y este hermoso lenguaje habría aprendido de la más complaciente maestra, si aquellas venenosas vinchucas, con sus persecuciones, no hubiesen entorpecido mi inteligencia, impidiéndome ver algo que no había escapado a la observación de aquellos a quienes no concernía. Al apartarme de la estancia, el sentimiento e haber escapado por fin de haber escapado por fin de aquellos detestables “animalitos que andan por ay” no fue de entera satisfacción.

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