CANTO PRIMERO (II)
SEGUNDA ENTREGA
2
Lector, quizás desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de aspirar, sumergido en infinitas voluptuosidades tanto cuanto quieras, con tus orgullosas ventanas nasales amplias y afiladas, volviéndote de vientre al modo de un tiburón en el aire hermoso y negro, como si comprendieses la importancia de ese acto y la importancia no menor de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos agujeros informes de tu asqueroso hocico, ¡oh monstruo!, se regocijarán si previamente te ejercitas en respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita del Eterno. Tus ventanas nasales, desmesuradamente dilatadas por el goce inefable, por el éxtasis inmóvil, no pedirán nada mejor al espacio embalsamado como de perfumes e incienso; pues se colmarán hasta el hartazgo de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los cielos deleitosos.
3
En pocas líneas dejaré establecido que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida en los que conoció la felicidad; ya está dicho. Luego descubrió que había nacido malo: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años; pero finalmente, a causa de esta contención opuesta a su naturaleza, todos los días le subía la sangre a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más ese género de vida, se lanzó resueltamente por el camino del mal… ¡atmósfera grata! ¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un pequeñuelo de cara rosada, sentía deseos de rebanarle las mejillas con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho si la Justicia, con su largo séquito de castigos, no lo hubiera impedido en cada ocasión. No era mentiroso, confesaba la verdad y declaraba ser cruel. Humanos, ¿lo habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Así, pues, hay un poder más fuerte que la voluntad… ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible. Imposible que el mal se conjugue con el bien. Es lo que decía más arriba.
4
Hay quienes escriben para lograr los aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón que la fantasía inventa o que ellos pueden tener. Pero yo hago servir mi genio para representar las delicias de la crueldad. Delicias ni efímeras ni artificiales, sino que nacidas con el hombre, terminarán cuando él termine. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en los secretos designios de la Providencia?, ¿acaso el hecho de ser cruel lo priva a uno de genio? Se verá la confirmación de ello en mis palabras; en vosotros está el escucharme, si os place… Perdón, he creído que los cabellos se habían erizado en mi cabeza, pro no es nada, pues he conseguido fácilmente, con mi mano, colocarlos de nuevo en su posición inicial. El que canta no pretende que sus cavatinas permanezcan desconocidas, por el contrario se envanece de que los pensamientos altivos y malvados de sus héroes estén en todos los hombres.
5
He visto, durante toda mi vida, a los hombres de estrechos hombros, sin exceptuar uno solo, cometer actos estúpidos y numerosos, embrutecer a sus semejantes y pervertir las almas por todos los medios. Llamen “gloria” a los motivos de sus acciones. Viendo tales espectáculos quise reír como los demás pero eso, extraña imitación, era imposible, Tomé una navaja cuya hoja tenía un filo acerado y me abrí las carnes en los lugares donde se unen los labios. Por un instante creí haber alcanzado mi objetivo. Miré en un espejo esa boca lacerada por mi propia voluntad. ¡Era un error! La sangre que corría en abundancia de ambas heridas impedía, además, distinguir si aquella era en realidad la risa de los demás. Pero, tras unos momentos de comparación, vi que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que no me reía. He visto a los hombres de fea cabeza y ojos hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el insensato furor de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los más extraordinarios comediantes, la fortaleza de carácter de los curas y a los seres más ocultos para el exterior, los más fríos de los mundos y del cielo fatigar a los moralistas hasta descubrir su corazón y hacer que caiga sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Les he visto, todos a una, dirigiendo unas veces el puño más robusto hacia el cielo igual que el de un niño ya perverso contra su madre, al parecer azuzados por algún espíritu infernal, con ojos repletos de un remordimiento lancinante y a la vez rencoroso, guardando un silencio glacial, sin atreverse a expresar las vastas e ingratas meditaciones que cobijan sus pechos, tan llenas están de injusticia y de horror, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, en cualquier momento del día, desde que comienza la infancia hasta que acaba la vejez, mientras derramaban increíbles anatemas, que no tenían el sentido corriente, contra todo lo que respira, contra sí mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces los mares levantan sus aguas que arrastran a sus abismos los maderos; los huracanes y los terremotos derriban las casas; la peste y las enfermedades más diversas diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo advierten. También los he visto enrojecer o palidecer de vergüenza por su conducta en esta tierra; excepcionalmente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no acepto, mar hipócrita imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que lo has creado con esplendor, a ti te invoco: muéstrame un hombre bueno… Pero en ese caso, que tu gracia decuplique mi vigor natural, pues ante el espectáculo de un monstruo tal, puedo morir de asombro; por mucho menos se muere.
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