domingo

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (28)



XVIII


LOS GAVILANES NO COMPARTEN NADA (2)

Scott trataba de trabajar todos los días y probaba y fracasaba continuamente. Le echaba la culpa a París, la ciudad mejor organizada para que un escritor escriba, y continuamente pensaba en encontrar algún buen lugar donde él y Zelda pudieran volver a ser felices juntos. Pensaba en la Riviera que él descubrió con Zelda, con los maravillosos horizontes de mar azul y las playas de arena y los horizontes de bosques de pinos y los montes del Esterel que alcanzaban el borde del mar. Así era antes de que la urbanizaran y todo el mundo fuera a veranear allí.

Scott me habló de la Riviera y me dijo que si íbamos con mi mujer él nos podía conseguir una casa que no fuera cara, y nos dedicaríamos a trabajar como negros todo el día, aunque igual nos bañaríamos y tomaríamos el sol y nos pondríamos bronceados, y no íbamos a beber más que un solo aperitivo antes del almuerzo y uno solo antes de la cena. Zelda sería feliz allí, decía él. A ella le gustaba nadar y se zambullía como una campeona, y cuando aquel modo de vida la hacía feliz lo único que le importaba era que él trabajara, y todo iba a marchar como un modelo de disciplina. Él y Zelda ya se habían decidido a pasar el verano en la Riviera con la niña.

Yo trataba de convencerlo de que escribiera sus cuentos sin hacerles truquitos para que tuvieran éxito, como ya me había confesado que hacía.

-Escribiste una buena novela y ahora no tenés que escribir basura -le decía.

-La novela no se vende -contestaba. -Tengo que escribir cuentos, y tienen que ser cuentos de éxito para las revistas.

-Lo que tenés que hacer es escribir el mejor cuento que puedas y lo mejor que puedas.

-Voy a tratar -decía.

Pero viviendo como vivían precisaba mucha suerte para poder escribir algo, fuese como fuese. No es que Zelda atrajera por gusto a la gente que la rodeaba, y además le aseguraba que no se iba a enganchar con nadie. Pero la divertían y Scott se ponía celoso y tenía que acompañarla a todos lados. Aquello le destrozaba el trabajo, aparte de que ella también tenía sus celos, y precisamente del trabajo de Scott más que de nada.

Durante el final de aquella primavera y al empezar el verano Scott hizo lo que pudo por trabajar, pero sólo lo logró en breves arranques. Cuando nos encontrábamos siempre estaba alegre, a veces desesperadamente alegre, y hacía chistes graciosos y era una buena compañía. Cuando andaba disgustado yo lo escuchaba quejarse y trataba de hacerle entender de que lo único irrevocable es la muerte y que si no se perdía a sí mismo iba a poder volver a escribir de verdad. Por lo menos todavía era capaz de tomarse el pelo a sí mismo, y yo pensaba que mientras le quedara esa capacidad iba a poder salvarse. Además en esos meses llegó a escribir un cuento bueno, The Rich Boy, y yo estaba seguro de que era capaz de escribir incluso cosas mejores, como efectivamente pasó un tiempo después.

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