martes

SUPLEMENTO DEL TALLER LITERARIO DE LIVERPOOL F.C. (34)

ANNA RHOGIO


COMO LA PIEL DE UN ÁNGEL

El escritor rompió en muchos pedazos el cuento, puso las hojas en una bolsa transparente y la tiró en la papelera:

-¡Lamento tanto, árbol! ¡Talaron tu preciosa vida para hacer papel con tu carne!¨

Y de la papelera fueron a parar al contenedor en la vereda.

Tarde, en la noche, el hombre del carrito y su hijo recogieron papeles y cartones para vender en la fábrica. El niño vio las letras a través de la transparencia del plástico: las luces de la calle y la luna llena se unieron para que pudiera leer frases inconclusas y encantadoras, palabras que lo hicieron soñar con una vida mejor para su papá, sus hermanitos y él.

-¿Qué hacés?

-Leo.

-¡No sueñes, Antón! ¡Los pobres no podemos darnos ese lujo! Hay que seguir a pie hasta el barrio. El carro va muy cargado y Rocinante está cansado.

Antón caminó con la bolsa apretada contra el pecho mirando arabescos plateados en los húmedos adoquines. Supo que el caballo apreciaba su sacrificado andar y se propuso armar aquel rompecabezas estampado. Madrugada tras madrugada se sentaba afuera para no ser descubierto, iluminándose con una vela igual que un pequeño alquimista hechicero medieval y curador, dedicado a sus sortilegios.

En su detectivesca labor lo sorprendían los pájaros que saludaban a los amaneceres rosados.

No quería leer el cuento hasta terminarlo, aunque tenía una idea lejana de cómo iba a ser el final. Buscaba formas que coincidieran y letras que se hermanaran pegando los trozos con engrudo en las finas hojillas con las que su papá armaba aquellos cigarrillos de tabaco negro de áspero humo, fuerte aroma, decidor  y dibujante de perfectos y efímeros aros que soplaba el hombre pensativo, entornando los párpados. A veces lo escuchaba lamentarse de cómo se consumían tan rápidamente las velas y desaparecía la harina, o de lo rápido que se había quedado sin hojillas.

El niño sonreía calladamente y demoraba su tarea para que él no tuviera tantos gastos y usaba poco a poco, hojillas, harina y velas. Sus tres años en la escuela, abandonada para ayudar a la familia, le brindaron aprendizaje de lectura, historia, geografía y matemáticas, y presentía un enorme mundo más allá de las montañas de basura de la ciudad.

Quería estudiar y su maestra de tercero le daba clases porque pensaba que esa mente se las merecía y le explicaba cómo tenían que cuidarse del fuerte sol veraniego y ponerles sombreros a los caballos. También aprendió en los letreros de la calle lo que la vida le puso por delante.

Aconsejó a sus amigos que andaban en lo mismo, a no cargar demasiado los carros, no castigar a sus animales y a darles abundante agua y comida después del trabajo.

-Pobrecitos. Son mansos, fieles y si les duele algo no pueden decirlo y tienen que cinchar igual.

Sus auroras en blanco no le permitían descansar lo suficiente y se dormía en el asiento acunado por el paso lento de Rocinante. El padre, que tampoco era ignorante y le había puesto semejante nombre al caballo se preguntaba angustiado si estaba enfermo y lo dejaba soñar.

Entones, después de mucho tiempo, Antón terminó y reveló su secreto a la familia. Los hermanitos lo rodearon admirándolo: ¿cómo era posible que de las hojas rotas hubiera nacido algo tan hermoso?

-¿Eso era lo que hacías? -preguntó el papá.

-Sí.

-¡Te felicito! ¡Ya no se esfumarán las velas, la harina y las hojillas! -rio el buen hombre.

El chiquilín anunció casa por casa que les leería el cuento a los vecinos la noche del veinticuatro de diciembre como regalo de Navidad. Allí nadie podía comprar libros y ese le pareció un obsequio precioso.

Entonces, cerca de las doce, cada uno trajo una silla y se sentaron en la tenebrosidad de la calle de tierra. La única luz que veían era la tenue llamita de la vela de Antón y él les leyó la historia que narraba las aventuras y las desgracias de un muchacho enamorado.

La magia doraba el barrio, los vecinos se emocionaron con el relato y el vuelo de las campanas que anunciaban el nacimiento de Jesús. Lejanos fuegos artificiales que encendieron otras manos les dieron un poco de alegría.

Hasta que el niño leyó la extraña frase del final: 

El amor vino, me lastimó y se fue. Me inundó el alma con un polvillo doradamente sutil como el que dejan entre los dedos las alas de las mariposas. El amor me acarició rozándome suavemente como la piel de un ángel.



ARIEL AZOR

CORNETA AMARILLA

Al fin mi sueño se había hecho realidad, ser un escritor reconocido. Había sido invitado a participar con alguno de mis cuentos en el libro Peces con Alas, libro donde participaban escritores de toda Latinoamérica. Me puse a escribir inmediatamente y les mandé seis cuentos, los consideraron muy buenos y ahora estaban allí, entreverados con el resto de grandes escritores de toda América. La presentación es hoy, veinte de marzo, en la Vieja Guarida, emblemático boliche de Buenos Aires.

El Abasto es un barrio que queda bien al sur de la gran ciudad. La calle Guardia Vieja presenta una infinidad de boliches, de gente que va y viene, de luces que apenas alumbran, anaranjadas, azules, frentes pintados de negro, de rojo, de puertas abiertas invitando a entrar. La gente también es distinta y las mujeres de polleras cortitas, son hermosas, simpáticas y caras.

A la altura del treinta, el boliche Vieja Guarida es el preferido de los artistas. Allí se hacen presentaciones de libros, de desconocidos músicos, de cuadros pintados por alguien. Es el lugar del arte subterráneo. Con Alejandra veníamos bajando de boliche en boliche. Pasamos frente a él. Adentro sonaba una música rara y distorsionada. Todos bailaban levantando los brazos, sacudiendo los cuerpos. El mozo tras la barra no paraba de servir los vasos. Alejandra es mi compañera y por nada del mundo se iba a perder estar a mi lado en tan importante evento. Ella quería entrar pero yo no estaba tan seguro. Como siempre, luego de divertirnos, de ser la fiel compañera a mi lado, sin entender por qué se enojaba. Saqué un cigarro y lo encendí; Alejandra se había apartado, cruzada de brazos miraba para otro lado y no me hablaba. En la esquina había tres travestis, uno se acercó a pedirme fuego, era rubio, regordete, con unas enormes tetas y la cara desfigurada por las cirugías.

-Por cien pesos te hago lo que quieras.

-No gracias, estoy con mi novia.

-¿Esa? Parece que mucho no te quiere.

-No es asunto tuyo -Volvió con sus dos compañeros de esquina. No dejaban de mirarme, ni a Alejandra que se hacía la distraída.

Una muchacha flaquita pasó cantando por la vereda de enfrente. Todo su cuerpo del lado izquierdo estaba paralizado. Arrastraba una pierna y uno de sus brazos no respondía a sus deseos. Cantaba una canción que solo ella sabía, estaba borracha y muy drogada.
 
En la Vieja Guarida se había armado lío. En la vereda, un pelado, gordo, enano, desafiaba a pelear a un negro, flaco, que medía como dos metros. Una gorda en medio de los dos gritaba: “¡Basta!”. El negro sostenía su cuerpo apoyándose en la pared y lo miraba desde allá arriba al enano que movía sus piernas bailando como un boxeador y lo desafiaba.

La muchacha me miró y desde la vereda de enfrente me invitó a cantar, a mover el brazo derecho como ella, a seguir su ritmo. Se rio al ver mi cara de pocos amigos y se olvidó de mí siguiendo su viaje.

El enano le pegó una patada al negro en la rodilla y cayó al piso, gritando y llorando; luego empezó a pegarle patadas en todo el cuerpo, se sentó sobre su cara y comenzó a cincharle las motas. El negro no paraba de quejarse y llorar. Otros tan altos como él aparecieron de adentro a defenderlo, uno le pegó una patada al enano y rodó calle abajo.

Los autos paraban y le preguntaban a Alejandra cuánto cobraba, daba vuelta la cara y no contestaba. Uno de los travestis se arrimó a ella y le empezó a hablar. Alejandra sacó un espejo de su cartera y le dijo: “Es prestado, eh”. Los tres se miraron en él retocando sus maquillajes.

La muchacha seguía caminando y la quietud de su parte izquierda se le iba quitando. Se tapó la boca cuando lo vio venir, se quedó paralizada, encantada dejó de cantar: un flaco, perfectamente vestido, peinado con gomina, de traje azul y sombrero al tono, zapatos que brillaban como si tuvieran luz propia. Parecía un tanguero de los años veinte. Debajo de su brazo llevaba una corneta amarilla. Ambos se pusieron frente a frente, casi hasta darse un beso. Amor a primera vista.

Alejandra ahora también se miraba en el espejo y hablaba con los travestis en voz baja. 

El enano se levantó como pudo, se paró en la esquina y pegó un chiflido. De los distintos boliches empezaron a salir otros enanos, con palos y botellas en las manos, y con los puños cerrados.

El flaco apoyó la corneta en el oído de la muchacha y le gritó que: “¡no!”. Salió caminando calle arriba y ella para el otro lado.

Una cuatro por cuatro paró en la esquina, uno de los travestis le dijo: “Ella cobra cuatrocientos pero no es como nosotras”. El tipo abrió la puerta, Alejandra subió y antes de cerrarla  me gritó: “Nos vemos luego”.

Los enanos y los negros eran ahora un tumulto de gente que se peleaba. Una botella voló hasta estrellarse contra una vidriera. La alarma sonó y todo Buenos Aires se enteró. Vino la policía y todos desaparecieron, menos el negro que en el medio de la calle seguía gritando, llorando, con la cara cortada y juntaba los restos de su pelo. Los travestis tampoco estaban.

-¿Qué está haciendo usted acá? -me preguntó un uniformado.

-Vengo a la presentación de un libro, soy escritor uruguayo

-Sí, claro, y yo soy Juan Darienzo. No me mienta. Dígame la verdad, o lo llevo preso.

El flaco desde la distancia nos apuntó con la corneta y gritó: “¡que les diga la verdad, les está mintiendo!”. Me esposaron y me metieron en el auto, a pesar de mi protesta. El auto arrancó, buscando enanos y negros por un laberinto interminable de calles grises y oscuras. No sé por dónde andábamos cuando les avisaron por la radio que yo era quien decía ser. Me pidieron disculpas y me llevaron al Abasto nuevamente. Alejandra, parada en la esquina esperaba ligar su tercer viaje, salió a mi encuentro e insultándome me preguntó adónde mierda había estado. Entramos a la Vieja Guarida. La presentación ya había terminado. Todos brindaban con champagne por el éxito obtenido. Le hice señas al mozo para que trajera otra botella. Los de la editorial me arrimaron la caja con los veinte libros que había encargado. Se los pagué y se fueron, enojados porque no estuve como les había prometido. Alejandra, cruzada de brazos, no dejaba de mirarme y sacudiendo la cabeza me dijo: “te das mucho bombo propio vos”.

Caminamos hasta la calle Corrientes a tomar el bus. El hombre de la corneta amarilla también estaba en la parada. Sostenía un libro abierto en sus manos, gritaba y actuaba uno de mis cuentos junto con la muchacha. El enano pasaba el sombrero, saqué una moneda y se la di.



JOSÉ LUIS MACHADO

UN TEXTO FANTASMAGÓRICO

El reverendo Ernesto miraba cada día el altar de su iglesia con gran devoción. Una mañana la lluvia arreciaba, como si hubiera juntado todas las lágrimas del desamor. No había feligreses y las nubes ojerosas no permitían que el sol atravesara los cristales. Ernesto rezó y al abrir la mirada, vio la figura de un monje delgado, alto, desnudo y con los párpados como en oración. Finalmente los abrió y se puso a llorar hacia atrás como si las lágrimas se metieran en sus ojos. En ese mismo momento dejó de llover.


ANTONIO GARCÍA PINTOS

OJOS QUE NO VEN, CORAZÓN QUE SIENTE

Entre ciegos el tuerto no es el rey. Apenas ve con un solo ojo.

Más vale ser ciego a no ver nada como la mayoría.

Es bueno mantenerse con los ojos abiertos aunque no se vea nada.

Conclusión. Quizá sea mejor seguir durmiendo a pesar de las acusaciones habituales de cobardía y de andar ciego por la vida.



LUCIO CLAVIJO


ERROR

Otra vez
estos días
debería ser sencillo
nombrarlos
pero el otoño se fue
y hay algo más triste
y piadoso
en el canto de la lluvia
o de la memoria
de las manos
y de las caricias.


Debería ser
sencillo
nombrarte.

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