XVII
SCOTT FITZGERALD (9)
Scott volvió enseguida porque había mucha demora para la conferencia telefónica, y al rato entró el mozo con otro par de whiskies dobles. Nunca lo había visto tomar tanto pero esta vez le cayó bien, y se puso a contarme verborrágicamente su vida con Zelda. Dijo que la había conocido durante la guerra, y que después la perdió y la reconquistó, y me contó cómo llegaron a casarse, y algo trágico que les había pasado en Saint-Raphaël, hacía más o menos un año. Aquella primera versión que me contó del affaire que hubo entre Zelda y un aviador de la marina francesa era un relato verdaderamente triste, y me parece que era un relato verídico. Con el tiempo me contó otras versiones, como si estuviera ensayando para meter el tema en una novela, pero ninguna versión era tan triste como la primera, y yo siempre creí en esa, aunque la verídica podía ser cualquiera de las otras. Cada versión estaba mejor contada que la anterior, pero ninguna era tan entristecedora como la primera.
Scott sabía hablar y contar un relato. Hablando no tenía problemas de ortografía ni de puntuación, y no se advertía el analfabetismo que demostraba al escribir sus cartas. Fuimos amigos durante dos años antes de que aprendiera a ortografiar mi nombre; pero después de todo es un nombre largo y de ortografía difícil, que posiblemente durante un tiempo se le fue volviendo cada vez más complicada, y el día que lo escribió correctamente me quedé muy contento. También aprendió a ortografiar cosas más importantes, y trató de pensar correctamente sobre muchas más.
Pero lo único que le importaba aquella noche era que yo conociera y comprendiera lo que le había pasado en Saint-Raphaël, y yo le presté tanta atención que me parecía ver el pequeño hidroavión monoplaza y oír su zumbido, y ver la palanca de saltos y el color del mar y la forma de los muelles de madera y la sombra que proyectaban, y ver el bronceado de Zelda y el bronceado de Scott y el rubio claro y el rubio oscuro de su pelo, y la tez oscura del muchacho que estaba enamorado de Zelda. Lo que no me atreví a preguntarle era si me estaba contando la verdad y cómo después de aquello él pudo seguir durmiendo todas las noches en una misma cama con Zelda. Claro que posiblemente era esa incógnita lo que volvía tan triste al relato, y además Scott ni siquiera se acordaba de lo que había pasado la noche anterior.
Nos habían traído la ropa antes de que él tratara de hablar por teléfono, y al final nos vestimos y bajamos a cenar. Scott ya se tambaleaba un poco, y miraba a la gente de reojo y con agresividad. Comimos unos caracoles muy buenos con una jarra de Fleury como entrada, y cuando estábamos por la mitad del plato y del vino lo llamaron para la conferencia telefónica. Scott desapareció durante una hora y terminé comiéndome sus caracoles y rebañando con pan la salsa de mantequilla y ajo y perejil mientras apuraba la jarra de Fleury. Cuando volvió le sugerí pedir otra ración de caracoles para él, pero ya no la quiso. Quería un plato sencillo. No le atrajo un steak, ni tampoco hígado ni jamón, ni tampoco una tortilla. Quería pollo. A mediodía habíamos comido un pollo frío muy bueno, y como todavía estábamos en la región famosa por sus pollos, nos hicimos servir poularde de Bresse con una botella de Montagny, un liviano y simpático vino del país. Scott comió muy poco y apenas sorbió una copa de vino. Hasta que de golpe perdió el conocimiento allí en la mesa, con la cabeza apoyada en las manos. Fue una cosa auténtica y sin comedia, y me pareció que incluso se esforzó en no tirar los vasos ni romper nada. Tuvimos que subirlo al cuarto con el mozo, y lo desvestí hasta dejarlo en ropa interior y lo acosté, colgué su traje en la percha y lo tapé con las mantas. Después dejé abierta la ventana, porque hacía buen tiempo.
Entonces bajé al comedor a terminar mi cena, reflexionando sobre el caso de Scott. Era evidente que no podía tomar nada, y que yo no lo había cuidado bien. Cualquier cosa que tomaba parecía excitarlo demasiado y después envenenarlo, y decidí que teníamos que reducir al mínimo la bebida. Yo podía argumentar que necesitaba ponerme en forma para escribir cuando llegáramos a Paris. Claro que no era verdad, porque para estar en forma a mí me alcanzaba con no beber ni después de la cena ni antes de escribir ni mientras escribía. Al final subí al cuarto, abrí todas las ventanas y me dormí enseguida.
Al otro día el tiempo estaba hermoso, y llegamos a París atravesando la Côte-d’Or con su aire recién limpio y con las lomas y los campos y los viñedos frescos y nuevos, y Scott estaba muy alegre y feliz y rebosando salud, y me contó los argumentos de todas y cada una de las novelas de Michael Arlen. Dijo que a Michael Arlen no había que perderlo de vista, y que podíamos aprender mucho de él. Yo le dije que no me sentía con fuerzas para leer aquellos libros. Scott dijo que no hacía falta, porque él podía contarme los argumentos y retratarme los personajes. Y entonces me ofreció una especie de tesis de doctorado oral sobre Michael Arlen.
Le pregunté cómo le había ido en la comunicación telefónica con Zelda y me contestó que bien, y que hablaron de muchísimas cosas. Con el almuerzo pedí una botella del vino más liviano que pude encontrar, y le pedí por favor a Scott que me prohibiera pedir otra, porque yo ya estaba en plan de vuelta al trabajo y de ninguna manera podía tomar más de media botella. Cooperó maravillosamente, y cuando me vio largarle miradas nerviosas a la botella que se terminaba, me dejó tomar la parte que le quedaba a él.
Cuando lo dejé en su casa y volví en taxi a la serrería, me pareció maravilloso ver de nuevo a mi mujer, y nos fuimos a tomar una copa a la Closerie des Lilas. Estábamos contentos como niños que se vuelven a juntar después de una separación forzosa, y le conté el viaje.
-¿Pero en ningún momento te divertiste ni aprendiste nada útil, Tatie? -preguntó mi mujer.
-Pude aprender mucho sobre Michael Arlen, si hubiera escuchado, aunque aprendí otras cosas que nunca había tenido en cuenta.
-¿Scott nunca es feliz?
-A lo mejor a veces es feliz.
-Pobre hombre.
-Aprendí una cosa.
-¿Cuál?
-Nunca salgas de viaje con una persona a la que no amás.
-Eso está muy bien.
-Sí. Y nosotros nos vamos a ir a España.
-Faltan menos de seis semanas. Y este año no podemos permitir que nadie nos estropee el viaje, ¿verdad?
-No. Y después de Pamplona nos vamos a ir a Madrid y Valencia.
Ella ronroneó como un gato.
-Pobre Scott -dije.
-Pobre todo el mundo -dijo Hadley. -Los que son ricos son los gatos que no tienen plata.
-Tenemos mucha suerte.
-Tenemos que ser buenos y conservarla.
Y golpeamos los dos la mesa, y el camarero vino a preguntar qué queríamos. Pero nadie nos podía dar lo que queríamos, ni iba a aparecer tocando la madera de las mesas o los veladores de mármol. En aquel momento, además, no éramos muy conscientes de lo felices que nos sentíamos.
A los dos o tres días Scott me trajo su libro. Tenía una sobrecubierta chillona, y me acuerdo que me dieron vergüenza la vulgaridad y el mal gusto de aquella edición. Parecía la sobrecubierta para un mal libro de science-fiction. Scott me dijo que el motivo del dibujo era un anuncio que había en una carretera de Long Island y que no le prestara atención, porque lo que importaba era la historia. Dijo que al principio le había gustado aquella sobrecubierta, pero que después dejó de gustarle. Yo se la saqué para leer el libro.
Cuando terminé de leerlo, comprendí que hiciera lo que hiciera Scott y por muy mal que se portara, yo tenía que considerar aquello como una enfermedad, y ayudarlo en todo lo que pudiera y tratar de ser un buen amigo suyo. Scott tenía muchísimos buenísimos amigos, e incluso más que cualquiera de la gente que yo conocía. Pero me alisté como uno más, ya fuera que pudiese serle útil o no. Porque si había sido capaz de escribir un libro tan bueno como The Great Gatsby, no cabía duda de que sería capaz de escribir otro todavía mejor. Claro que en ese momento yo todavía no conocía a Zelda, y no podía hacerme una idea de las terribles desventajas con las que luchaba Scott. Pero pronto íbamos a descubrirlas.
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