lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


SEPTUAGESIMOCTAVA ENTREGA

CUARTA PARTE


39. LA MARIPOSA. (3)

Hacía calor y el aire acondicionado estaba estropeado; tenía la vejiga a punto de explotar; la verdad es que no estaba pasando una buena noche. Entonces vi mi taza para el té en la mesa de noche; fue como un regalo del cielo; la utilicé para orinar.

A la mañana siguiente entró una enfermera, fresca como una rosa y con una ancha sonrisa en la cara.

-¿Cómo está esta mañana, cariño? -me preguntó.

Yo la miré con la simpatía de un clavo oxidado.

-¿Qué es esto? -preguntó mirando el interior de la taza.

-Mi orina. No vino nadie a verme en toda la noche.

-Ah -dijo sin pedir disculpas, y salió de la habitación.

La atención domiciliaria era un poco mejor. Era la primera vez en mi vida que utilizaba el servicio a domicilio Jo Medicare, que me enseñó muchísimo, de ello no mucho bueno. Se me asignó un médico al que no conocía, que resultó ser un famoso neurólogo. Kenneth me llevó en silla de ruedas hasta su consulta.

-¿Cómo está? -me preguntó.

-Paralizada -contesté.

En lugar de tomarme la presión arterial o examinarme las constantes vitales, me preguntó qué libros había escrito después del primero, y me dio a entender que le gustaría mucho tener un ejemplar del último, y mejor si era con mi autógrafo. Quise cambiar de médico, pero Medicare se opuso. En todo caso, un mes después tuve dificultades para respirar y necesité atención. Mi excelente fisioterapeuta llamó a mi médico tres veces sin obtener respuesta. Por último telefoneé yo misma. Me contestó su secretaria, que me dijo en tono triste que el doctor estaba muy ocupado.

-Pero puede hacerme cualquier pregunta -añadió alegremente.

-Si quisiera hablar con una recepcionista llamaría a una -contesté-. Pero quiero hablar con un médico.

Hasta ahí llegó mi relación con ese facultativo. Su reemplazante fue una fabulosa médica amiga mía, Gladys McGarey, que me atendió muy bien. Ciertamente se preocupaba. Me visitaba en casa, incluso los fines de semana, y me avisaba si iba a estar fuera de la ciudad. Me escuchaba. Era lo que yo esperaba de un médico.

La burocracia del sistema de atención sanitaria no estuvo a la altura de mis expectativas. Me asignaron asistentes sociales que no tenían la menor intención de trabajar. Una de ellas ni se molestó en contestarme cuando le pregunté acerca de qué cubría mi seguro, y dijo que de eso podía ocuparse mi hijo. Después hubo un problema aparentemente pequeño respecto a un cojín. Una enfermera había pedido un cojín para protegerme el cóccix, que me dolía por estar sentada quince horas al día. Cuando lo trajeron, vi que cobraban cuatrocientos dólares por una cosa que no valía más de veinte. Lo devolví por correo.

A los pocos días llamaron de la compañía de seguros para decirme que no estaba permitido devolver el cojín por correo. Debía recogerlo personalmente el servicio de reparto. Iban a mandar de vuelta el maldito cojín.

-Muy bien, envíenlo -les dije-, estaré sentada en él.

No había nada divertido en la asistencia sanitaria. Dos meses después de la embolia, aunque continuaba teniendo dolores y paralizada del lado izquierdo, la fisioterapeuta me dijo que la compañía de seguros había dejado de pagar el tratamiento.

-Lo siento, doctora Ross, pero no puedo continuar viniendo. No me lo pagan.

¿Puede haber una frase más terrible que esa desde el punto de vista de la salud de una persona? Eso ofendió mortalmente mi sensibilidad de médica. Al fin y al cabo yo había sido llamada a la medicina, había considerado un honor tratar a las víctimas de la guerra, había atendido a personas consideradas desahuciadas, había dedicado toda mi carrera a enseñar a los médicos y enfermeras a ser más compasivos, atentos y humanitarios. En treinta y cinco años jamás había cobrado ni a un solo paciente. Y entonces van y me dicen: "No me lo pagan."

¿Es esta la asistencia médica moderna? ¿Decisiones tomadas por una persona sentada en una oficina y que no ve jamás a sus pacientes? ¿Es que el papeleo ha sustituido el interés por las personas? En mi opinión, todos los valores están trastocados. La medicina actual es compleja y la investigación es cara, pero los directores de las grandes compañías de seguros y de la Organización Mundial de la Salud ganan millones de dólares al año, mientras que los enfermos de sida no pueden costearse los medicamentos que les prolongan la vida; a los enfermos de cáncer se les niegan tratamientos porque son "experimentales"; se están cerrando salas de urgencia. ¿Por qué se tolera esto? ¿Cómo es posible que se le niegue a alguien la esperanza? ¿O la atención médica? Había una época en que la medicina consistía en sanar, no en hacer negocio. Tiene que adoptar esa misión nuevamente. Los médicos, enfermeros e investigadores deben reconocer que son el corazón de la humanidad, así como los clérigos son su alma. Su prioridad debería consistir en atender a sus semejantes, sean ricos, pobres, negros, blancos, amarillos o morenos. De verdad, créanme, se lo dice alguien a quien se le ofreció "tierra polaca bendita" como pago, no hay mayor satisfacción que ayudar a los demás.

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