lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



SEPTUAGESIMOQUINTA ENTREGA

CUARTA PARTE


38. LA SEÑAL DE MANNY. (2)

Pero después llegó un suceso triste, una despedida. Manny, que ya había sobrevivido a una operación de bypass triple, se sintió muy debilitado cuando comenzó a fallarle el corazón. Temiendo que no pudiera resistir otro duro invierno en Chicago, lo insté a trasladarse a Scottsdale, en Arizona, donde el clima es más templado. Afortunadamente me hizo caso. En octubre se mudó a un apartamento que yo le había alquilado, donde se sintió muy feliz. Habiendo ya superado el rencor que me había producido el modo en que acabó nuestro matrimonio, yo iba a verlo siempre que podía y le llenaba el refrigerador con comidas preparadas por mí. Ciertamente a Manny le encantaban mis platos. Recibió muchísimos cuidados.

No puedo decir lo mismo de las pocas semanas que pasó en el hospital después de que comenzara a fallarle un riñón. Aunque le fallaba la salud, cuando lo llevamos a casa le mejoró el ánimo. El día que resultó ser el último de su vida, yo tenía que volar a Los Ángeles para dar una charla sobre hogares para moribundos. Sabiendo que los moribundos tienen una gran intuición sobre cuánto tiempo les queda de vida, le propuse a Manny permanecer a su lado, pero él me dijo que deseaba pasar unos ratos a solas con otros miembros de la familia.

-Muy bien, iré a Los Ángeles -le dije-, y estaré de vuelta mañana.

Media hora antes de marcharme para el aeropuerto recordé el trato que quería hacer con él para el caso de que muriera mientras yo estaba en California. Si todas mis investigaciones sobre la vida después de la muerte eran correctas, quería que me enviara una señal desde el otro lado. Si no eran correctas, entonces no haría nada y yo continuaría investigando. Manny puso objeciones.

-¿Qué tipo de señal?

-Algo raro, especial. No sé exactamente qué, pero algo que yo sepa que sólo puede ser de ti.

Él estaba cansado y no se sentía con fuerzas para pensar en ello.

-No me voy hasta que no me lo confirmes con un apretón de manos -dije.

En el último minuto aceptó y yo me marché animada. Ésa fue la última vez que lo vi vivo.

Esa tarde Kenneth lo llevó a la tienda de comestibles. Era su primera salida después de estar tres semanas en el hospital. Cuando volvían a casa, Manny quiso pasar por la floristería a comprar una docena de rosas rojas de tallo largo para Barbara, que cumplía años al día siguiente. Después Kenneth lo llevó al apartamento. Allí Manny se acostó a dormir la siesta, y Kenneth guardó las cosas y se fue a su casa.

Una hora después volvió Kenneth a preparar la cena y encontró a Manny muerto en la cama. Había muerto mientras dormía la siesta. Esa noche, cuando volví al hotel, ya muy tarde, vi la luz intermitente en el teléfono, señal de que había un mensaje. Kenneth había tratado de contarme lo de Manny mucho más temprano, pero sólo pudimos hablar a medianoche. Mientras tanto él había llamado a Barbara a Seattle, y le dio la noticia cuando ella volvió del trabajo; se habían pasado horas charlando. Al día siguiente, después de telefonear al resto de la familia, Barbara decidió sacar a pasear a su perro. Cuando volvió a casa se encontró ante la puerta la docena de rosas enviadas por Manny, enterradas bajo la nieve que había estado cayendo toda la mañana.

Yo me enteré de lo de las rosas el día del funeral de Manny en Chicago. Había hecho las paces con él y me alegraba de que ya no tuviera que sufrir más. Cuando estábamos alrededor de la tumba comenzó a nevar copiosamente. Vi muchas flores desparramadas alrededor de la tumba y me dio lástima que se quedaran allí desperdiciadas, de modo que recogí las preciosas rosas y las fui repartiendo a los amigos de Manny, a las personas que estaban auténticamente emocionadas y afligidas. A cada una le entregué una rosa. La última se la di a Barbara, porque era la niña de los ojos de su padre.

Recordé la conversación que tuvimos con Manny cuando Barbara tenía diez años. Habíamos estado enzarzados en una de esas discusiones sobre mis teorías de la vida después de la muerte, y él se volvió hacia ella y le dijo:

-De acuerdo, si es cierto lo que dice tu madre, entonces en la primera nieve que caiga después de mi muerte habrá rosas florecidas.

Con el tiempo esa apuesta se había convertido en una especie de chiste familiar, pero en esos momentos era realidad. Me sentí henchida de alegría y mi sonrisa lo demostró. Levanté la vista al cielo gris y los remolinos de copos de nieve me parecieron confetis de celebración. Manny estaba allí arriba; sí, allí estaban mis dos más grandes escépticos, riendo juntos. Yo también me eché a reír.

-Gracias -dije, levantando los ojos hacia Manny-, gracias por confirmarlo.

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