miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE (1904 – 1991)

SEXAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
                            
CUARTA PARTE



IV (1)


Y ahora -la voz de la mujer engreíase triunfal, y las dos niñas con ojos como abalorios contenían la respiración- el gran día de la prueba había llegado.

Incluso el muchacho demostraba interés, de pie junto a la ventana, mirando a la oscura calle, desierta desde el toque de queda. Aquel era el último capítulo, y en el último capítulo las cosas siempre ocurren con violencia. Acaso toda la vida era como aquella: tedio y al final una ráfaga heroica.

Cuando el jefe de Policía llegó a la celda de Juan, le halla de rodillas orando. No había
dormido en absoluto, sino que había empleado su última noche en prepararse para el martirio. Se sentía tranquilo y dichoso, sonriendo al jefe de Policía, le preguntó si venía para conducirle al festín. Incluso aquel hombre malvado, que había perseguido a tanta gente inocente, se hallaba visiblemente emocionado.

“Si al menos aquello condujera al fusilamiento”, pensaba el muchacho; el fusilamiento siempre le excitaba y le hacía esperar con ansiedad el coup de grâce.

Le condujeron al patio de la cárcel. No hubo necesidad de atar aquellas manos ocupadas con el rosario. En el pequeño recorrido hasta el muro de ejecución, ¿reflexionó el joven Juan en aquellos cortos y felices años que había empleado con tanta valentía? ¿Recordó los días del seminario, las cariñosas reprimendas de los mayores, la disciplina formadora; los días, además, de frivolidad en que representó el papel de Nerón en presencia del anciano obispo? Nerón estaba allí a su lado, y aquel era el anfiteatro romano.

La voz de la madre se enronqueció un poco; manoseaba las páginas restantes con rapidez; el relato no merecía ser interrumpido, y lo apresuraba más y más.

Llegado a la pared, Juan dio media vuelta y empezó a rezar, no por él, sino por sus enemigos, por el piquete de soldados indios, pobres inocentes, que tenía enfrente, y hasta por el mismo jefe de Policía. Levantó la cruz que pendía de su rosario y pidió que Dios los perdonara, iluminara su ignorancia y al fin les llevara, como a Saulo el perseguidor, al reino eterno.

-¿Habían cargado? -preguntó el muchacho.

-¿Qué quieres decir con eso de si habían cargado?

-¿Por qué no disparaban y le hacían callar?

-Porque Dios decidió de otro modo.

Tosió y continuó:

El oficial dio orden de preparar armas. En aquel momento una sonrisa de felicidad y adoración completas cruzó la cara de Juan. Fue como si viera los brazos de Dios abiertos para recibirlo. Siempre había dicho a su madre, la buena y hacendosa ama de casa lo tendré todo limpio allá arriba para cuando llegue usted. El momento había llegado, el oficial dio la voz de fuego y...

Había leído demasiado de prisa, porque la hora de acostar a las niñas había pasado ya, y sentíase contrariada por un acceso de hipo.

Fuego -repitió-, y...

Las dos niñas permanecían, muy plácidas, una junto a otra; parecían casi dormidas; aquella era la parte del libro que nunca les importó gran cosa; lo soportaban a cuenta de la función de teatro de aficionados y de la primera comunión, y también por la hermana que se hace monja y dirige una despedida emocionante a su familia en el tercer capítulo.

Fuego -volvió a ensayar la madre-, y Juan, levantando los dos brazos por encima de su cabeza, gritó con voz intrépida a los soldados y a los apuntados fusiles. ¡Viva Cristo Rey! Un instante después cayó acribillado por doce balas, y el oficial, inclinándose sobre su cuerpo, le puso el revólver junto al oído y apretó el gatillo.

Llegó un largo suspiro desde la ventana.

No era necesario este último tiro. El alma del joven héroe había dejado ya su terrena mansión, y la sonrisa feliz del rostro inanimado decía, incluso a los ignorantes aquellos, dónde podrían encontrar a Juan desde entonces. Uno de los presentes sintiose tan conmovido por su comportamiento, que secretamente empapó su pañuelo en la sangre del mártir, y aquella reliquia, cortada en cientos de pedazos, fue repartida en muchos honores piadosos.

-Y ahora -la madre cambió de tono con rapidez-, a la cama.

-Ese que han fusilado hoy -inquirió lentamente el muchacho-, ¿era un héroe también?

-Sí.

-¿Es el que estuvo con nosotros aquella vez?

-Sí. Es uno de los mártires de la Iglesia.

-Echaba un tufillo muy raro -observó una de las niñas.

-No debes de volver a decir eso jamás -le reconvino la madre-. Acaso sea un santo.

-¿Debemos rezarle entonces?

La madre vaciló.

-No haría ningún daño. Desde luego, antes de “conocer” que es un santo, tendrán que ocurrir milagros...

-¿Gritó “Viva Cristo Rey”? -preguntó el muchacho.

-Sí. Fue uno de los héroes de la fe.

-¿Y empapó alguien un pañuelo en su sangre? -continuó el muchacho.

La madre dijo, reflexionando:

-Tengo motivos para creer... la señora Jiménez me dijo... creo que si vuestro padre quiere darme dinero, me arreglaré para obtener una reliquia.

-¿Eso cuesta dinero?

-¿Cómo iba de otro modo a distribuirse? No puede tener un pedazo todo el mundo.

-¿No?

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+