por Sylvain Bourmeau
El escritor francés recibió hoy el Premio Nobel de Literatura. A continuación publicamos una entrevista exclusiva que le hicimos en 2009, a propósito de la edición local de su novela Calle de las tiendas oscuras, en la que repasa su infancia, sus primeros pasos como escritor y su relación con los libros propios y ajenos.
La place de l’Etoile, primera novela de Patrick Modiano publicada en 1968, condensa en su juego de significantes (es tanto una plaza de París como lo que indica su traducción al español, El lugar de la estrella, aquella que los judíos llevaban para diferenciarse) muchos de los recorridos de sus más de veinte novelas, su guión cinematográfico y su pieza teatral. Porque si algo vuelve una y otra vez en la obra de este escritor francés nacido unos meses después del final de la Segunda Guerra Mundial son los años de la ocupación nazi, la indagación en busca de la identidad, la memoria histórica, el recuerdo, y París, la trama urbana, escenario de la mayor parte de sus producciones. Plagadas de indicios –fechas, nombres, lugares– sus novelas revelan recurrentes coincidencias entre las búsquedas y obsesiones del escritor y los recorridos de sus narradores en primera persona, y permiten suponer que la ficción es una autobiografía velada, incluso aunque muchas de ellas transcurran en la Francia de la ocupación alemana que Modiano ha definido como su “prehistoria personal”. Su infancia en internados y escuelas, privada de un entorno familiar –es hijo de un hombre de negocios (turbios) judío, siempre ausente, y de una bailarina neerlandesa, siempre de gira, y perdió trágicamente a su pequeño hermano en 1957– esconde heridas y ausencias que afloran en su obra (Calle de las Tiendas Oscuras, Villa triste, Domingos de agosto, El rincón de los niños). También la figura difusa del padre y el misterio que lo envuelve se cuela en la ficción en Los bulevares periféricos. Lo inquietante de la obra y de la vida de este escritor es que las identidades se construyen con más incertidumbres que certezas y nos obligan a preguntarnos cuál es la biografía posible de una identidad que se busca a sí misma constantemente. / Lucia Vogelfang
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¿Ya de chico tenías una relación tan intensa con el pasado y la memoria?
No especialmente. Pero como probablemente le suceda a muchos otros de mi generación, nacidos al final o justo después de la guerra, tenía una sensación rara: esos silencios, esas vidas que volvían a ponerse en marcha de una manera misteriosa… Teníamos la percepción confusa de que algo había sucedido. Es difícil de explicar, porque las cosas cambiaron mucho desde fines de los cincuenta, pero cuando tenía seis, ocho años, experimentaba una especie de vacilación, la sensación de que algo se había sacudido.
En la época en que trascurre En el café de la juventud perdida todo ese pasado empezaba a desdibujarse, pero otros acontecimientos ya se perfilaban…
La guerra de Argelia. Cuando empezó, tenía diez años y terminó cuando tenía diecisiete. La sentía acercarse, veía partir a personas apenas más grandes que yo. Parecía que no iba a terminar nunca… Y para los de mi generación, parecía algo totalmente absurdo y escandaloso, mucho más que para los que tenían cinco o seis años más y habían vivido la Segunda Guerra. Yo había decidido no ir y la perspectiva de desertar me parecía natural.
¿Ese acontecimiento te politizó?
Sí, en el sentido en que para mí no había dudas ni vacilaciones. Conciencia política es quizás una palabra fuerte, pero en el interior de Francia, en los internados, me enfrentaba con gente para quienes no había ningún problema: Argelia tenía que seguir siendo francesa. No me sentía para nada parte de ese mundo.
¿Cuál es tu primer recuerdo político?
El retrato de Stalin sobre un andamio en la calle Bonaparte, pasando la Escuela de Bellas Artes. Debía ser del partido comunista, por su muerte, en 1953. Hoy nos cuesta comprenderlo pero en ese momento… Tenía un compañero cuyos padres eran comunistas. En Navidad, mi compañero, como los demás hijos de comunistas, le hacía un regalo a Stalin, en general una pipa. Había trenes enteros con pipas que partían en diciembre de la Gare du Nord hacia Moscú.
Desde muy chico estuviste abandonado a tu suerte. ¿Fuiste autodidacta ?
Los días interminables en los internados favorecen la lectura. Lecturas algo incoherentes porque no contaba con nadie que me guiara. A los once o doce años leí cosas que no se correspondían con mi edad: Kafka, Balzac… Algunas veces me esforzaba por continuar leyendo aunque no entendiera nada. Era una sensación un poco rara, como con una película virgen. Como si a los trece años hubiese estado tomando vodka.
¿Cuando empezaste a escribir estabas al tanto de la vida literaria?
Los jueves, cuando salíamos de paseo del internado, compraba todos los diarios: Les Lettres françaises, Les Nouvelles littéraires, Arts et Spectacles… Era el único que hacía eso… Y leía todas las críticas de punta a punta, aunque no tuvieran ningún interés, hasta las notas al pie de página. Pensaba que antes de escribir libros podía trabajar en un diario. Lo intenté cuando volví a París, a eso de los diecisiete años, pero era muy malo.
Por aquellos años, ¿pasabas mucho tiempo en bares como los de En el café de la juventud perdida?
Eran refugios para gente que, como yo, estaba en una situación un poco delicada con sus padres. Sucedía a menudo en los cafés… Había mujeres, niñas, y gente más grande como Adamov, a los que se podía ver allí, figuras –ahora parece irreal– como Olivier Laronde, especie de poeta maldito en la tradición rimbaudiana, un ángel.
¿Cómo fue el regreso a la escritura después de la publicación de un libro tan autobiográfico como Un pedigrí?
Fue diferente. Estaba contento de volver, digamos, a la ficción. Un pedigrí me había generado malestar. Se podría decir que era una forma autobiográfica de trabajar, pero para mí eran sobre todo cosas de las que trataba de liberarme. Me hubiera molestado escribir una autobiografía con ese tono… Siempre me pareció que no era natural. Un pedigrí es más frío, hay elementos autobiográficos a los que no adhería realmente. De ahí viene el título: uno no es responsable por su pedigrí. Esas cosas me habían hecho mal pero me eran un poco ajenas, y la escritura las ponía a más distancia todavía.
En la contratapa de ese libro evocabas un procedimiento cinematográfico, la transparencia…
Era para traducir ese sentimiento que experimentaba. Sentía que era como un actor algo ajeno al falso paisaje que desfila en segundo plano. Fue así como pasaban por detrás de mí las cosas sobre las que escribía. El único hecho verdaderamente doloroso que me concernía en profundidad era la muerte de mi hermano –pero sólo hay dos líneas sobre eso, como una suerte de constatación, la constatación de algo impuesto. Se puede elegir la infelicidad o el sufrimiento, o incluso la gente que nos hace mal, pero no algo como eso…
¿La escritura y luego la publicación de Un pedigrí te produjo un efecto liberador?
Sí, un poco, pero sobre todo sentí progresivamente un efecto curioso, la impresión de que era literatura, que tenía una relación estrecha con mis otros libros, que la literatura finalmente había engullido todo eso… Como si ese libro terminara pareciéndose a los demás por contagio, por atracción. Cuando escribí En el café…, me pregunté si, después de todo, no era la continuación. Cronológicamente es más o menos así… Porque evidentemente, también hay elementos autobiográficos en ese libro, aunque no sea una autobiografía de manera estricta.
¿Vivís el momento de la escritura con placer?
El hecho de escribir, materialmente, no. Todo lo que tiene de mecánico… Es pesado darle forma a esa especie de ensoñación inicial. Hay que tratar de volver inteligibles notas incoherentes, de salirse del soliloquio. Y para eso no tengo ninguna facilidad. Escribo muy despacio. Y después, me siento aliviado. Pero nunca es algo fácil. El pasaje al acto es desagradable, como cuando estamos obligados a sumergirnos en agua fría… Lo más difícil es sostener el impulso. Es por eso que nunca escribo durante largos períodos, y mis libros no suelen ser muy extensos. Nunca podría encarar un libro de seiscientas páginas.
Y cuando estás escribiendo, ¿leés otras cosas?
Sí, para tratar de salirme un poco, porque a veces me vuelvo monomaníaco. Leo como aspiradora, para alimentar lo que estoy escribiendo. Busco carburantes, aditivos para mantener la energía, puntos de apoyo para rebotar. Lo más difícil para mí es no poder hacer las cosas de una forma muy rápida, como un dibujante…
O como un poeta…
Siempre sentí nostalgia por ese costado fulgurante de la poesía, que no tiene la lentitud de la narrativa. De joven me tentaba, pero tenía la impresión de que sería un mal poeta. Había leído que con malos poetas se logran buenos prosistas, ya no sé quién lo dijo… El costado condensado de la poesía me impresiona mucho. Pero ahora vivimos en una época en la que la poesía… Sin embargo, si pudiéramos sacarle una radiografía a la prosa, veríamos un montón de fragmentos de versos que fueron quedando en la cabeza, que hormiguean como gusanos… Estoy muy impregnado por el ritmo, por la música de la poesía.
Al leerte se tiene la sensación de que tu prosa está también impregnada por la música, el cine, la pintura, ¿escribís para ampliar el campo de lo literario?
La literatura siempre necesita extenderse a otros ámbitos. Eso proviene quizás del hecho de que no escribo novelas en el sentido naturalista del término. Entonces, evidentemente, esto hace que se bifurque hacia otras direcciones. Pero también estoy impregnado simplemente por el espíritu de la época. Un día, me di cuenta de casualidad de que, inconscientemente, la primera frase de mi primer libro, “Era aquel tiempo en el que derrochaba mi herencia en Venezuela…” era un eco del comienzo de una canción de Jacques Brel, “Era aquel tiempo en que Bruselas cantaba…” La había calcado sin darme cuenta…
Aunque tu operación es nostálgica, nunca resultó conservadora. Por ejemplo en relación a tu trabajo con la lengua francesa…
Claramente hay frases francesas, Giraudoux y todo eso, con incisos… Pero intento insuflarle algo contemporáneo. Mi preocupación es conservar una especie de claridad de la frase y al mismo tiempo casi quebrarla. Conservarla límpida y legible pero…
Cuando eras adolescente devorabas todos los suplementos literarios. ¿Todavía sentís esa curiosidad por lo que se escribe?
Contrariamente a otros, no creo que la literatura haya terminado. Todavía me interesa descubrir autores. Entre la gente más joven, tengo la impresión de que se sienten interpelados por una realidad más inmediata, de que el presente les interesa. Me gusta ver cómo “estilizan” y maquetean el presente. Es más difícil porque hay que tener suficiente proximidad y distancia a la vez.
Quien quizás logra de mejor manera, entre otros autores, esas radiografías del presente es sin dudas Michel Houellebecq, a quien Un pedigrí lo impresionó mucho…
Tal vez sea porque él también tuvo, creo, terribles problemas familiares. Su padre siempre quería hacer negocios que podían fracasar. Siempre me impresionó mucho que Houellebecq dijera que su madre había muerto cuando todavía estaba viva… Es una cosa impresionante y terrible… Yo también podría haber dicho algo así… Ahí comprendí que había un problema grave. Y como sus padres eran más jóvenes que los míos, debía ser peor. En mi caso, estaba relacionado con circunstancias históricas caóticas –los tipos de mi edad eran hijos de negros norteamericanos y de alemanes– pero en su caso, no. Él debe haber pasado por algo todavía más sórdido.
Tras la publicación de Un pedigrí y En el café… fuiste considerado algo así como el “gran escritor francés”. ¿Cómo lo vivís? ¿Cómo veías a los “grandes” cuando empezaste a escribir?
Cuando empecé a publicar, tenía la impresión de que no había una generación intermedia. Tenía veintidós años, y los que publicaban eran verdaderos mastodontes tipo Malraux, Céline, Sartre, Giono, Montherlant, Aragón… Justo antes de que saliera mi primer libro, las novedades de Gallimard eran ¡Aragón y Malraux! Toda esa gente me parecía muy vieja pero tenían prácticamente la edad que yo tengo ahora. Pero lo de “gran escritor” es raro como concepto. Cuando uno empezó joven, los libros se acumulan, eso es todo.
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