sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (19)


XVII

SCOTT FITZGERALD (1)

Su talento era tan natural como los dibujos que brillan en el ala de una mariposa. Hubo un tiempo en que é1 no se entendía a sí mismo como tampoco la mariposa se entiende a sí misma, y cuando su talento se lastimaba o destrozaba era incapaz de darse cuenta. Después tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero ya no pudo volver a volar, porque había perdido el amor al vuelo y lo único que hacía era recordar los tiempos en los que volaba con naturalidad.

La primera vez en mi vida en que me encontré con Scott Fitzgerald pasó algo muy raro. Con Scott siempre pasaban cosas raras, pero de aquello no me olvidé nunca. Él entró en el bar Dingo de la rue Delambre, donde yo estaba sentado con alguna gente completamente mala, y vino y se presentó y presentó a un hombre alto y simpático diciendo que era Dunc Chaplin, el famoso lanzador de béisbol. No se puede decir que los campeonatos de béisbol en la Universidad de Princeton me hubieran apasionado nunca, y nunca había oído hablar de Dunc Chaplin, pero aquel era exactamente lo que se llama un muchacho decente, y además no estaba ni preocupado ni nervioso ni agresivo, y me cayó mucho más simpático que Scott.

En aquel momento Scott ya era un hombre pero parecía un muchacho, y su rostro oscilaba entre la hermosura y la gracia. Tenía un pelo ondulado muy rubio, frente muy alta, ojos exaltados y cordiales, y unos delicados y largos labios irlandeses de mujer irresistible. Tenía un mentón firme y orejas perfectas, y una nariz impecablemente recta. Por supuesto que se puede tener todo eso y no ser hermoso, pero él lo era gracias al color del cutis, al pelo muy rubio y a la boca. Una boca que realmente te preocupaba hasta que conocías bien a Scott, y entonces empezaba a preocuparte más todavía.

Yo tenía mucha curiosidad por conocerlo y me había pasado el día trabajando al firme, y me parecía maravilloso estar allí con Scott Fitzgerald y el gran Dunc Chaplin, del que nunca había escuchado hablar pero que ahora era mi amigo. Scott no paraba de hablar, y como me ponía nervioso lo que decía, porque elogiaba demasiado a mis cuentos, me puse a observarlo atentamente en lugar de escucharlo. En aquel momento todavía seguía en vigencia una especie de código que consideraba que las alabanzas era una deshonra. Scott pidió champán para brindar junto con Dunc Chaplin y algunas de las malas compañías, me parece. Ni Dunc ni yo le prestábamos mucha atención al discurso de Scott, porque aquello era un discurso, y yo no dejaba de estudiarlo. Era un hombre delgado pero no parecía estar muy en forma, y se le notaba una especie de hinchazón en la cara. Su traje de señorito le caía bien y era evidente que lo había comprado en Brooks Brothers, y llevaba una camisa blanca de cuello muy protocolar, y una corbata de esas que los ingleses se ponen con los colores de la banderita de su regimiento, y aquella era nada menos que del regimiento de los Guardias Reales. Estuve a punto de decirle que no le convenía usar esa corbata porque en París siempre hay muchos ingleses y en cualquier momento podía entrar alguno al Dingo, aparte de los dos que estaban con nosotros, pero al final no le dije un carajo y lo seguí estudiando. Con el tiempo se supo que había comprado la corbata en Roma.

El último detalle que capté con mi estudio fue el que de que tenía manos bien formadas y que parecían hábiles, aunque eran bastante grandes, y al contemplarlo encaramado en uno de los taburetes del bar me di cuenta de que tenía las piernas muy cortas. Con piernas normales hubiese medido cinco centímetros más. Cuando empezamos con la segunda botella de champán el discurso ya empezaba a secarse.

Dunc y yo empezábamos a sentirnos más a gusto entre nosotros que antes del champán, y además era una suerte que se terminara el discurso. Hasta ese momento, lo que yo valía como escritor era un secreto muy bien guardado entre mi mujer y yo y esas pocas personas con las que se puede hablar. Era una suerte que Scott pensara lo mismo sobre mi calidad literaria, pero también era una suerte que el discurso se fuera terminando.  Pero después de la alabanza empezó el cuestionario. Estudiarlo sin prestarle atención a los elogios había sido fácil, pero con las preguntas me acorraló de veras. Con el tiempo me di cuenta que Scott le importaba aclarar sus dudas técnicas haciéndoles un cuestionario frontal a sus amigos y conocidos. Este sí que fue frontal.

-Oíme, Ernest -dijo. -¿No te molesta que te tutee, verdad?

-Si a Dunc no le importa.

-No digas pavadas. Hablo en serio. Decime, ¿vos te encamaste con tu mujer antes de casarte?

-No sé.

-¿Y eso qué quiere decir?

-Es que no me acuerdo.

-No me digas que no te acordás de algo tan importante.

-En serio -dije. -Qué raro, ¿verdad?

-Más que raro -dijo Scott. -No puede ser que no te acuerdes.

-Lo lamento. Es una lástima, ¿no?

-No te hagas el boludo como un inglés -dijo él. -Hablá en serio y acordate.

-Mierda -dije. -No me acuerdo.

-Podrías hacer el esfuerzo de acordarte.

La conversación se pone brava, pensé. Y además me di cuenta que haber armado el  lío le estaba haciendo mal a él mismo. El sudor le empezó a aparecer en minúsculas gotitas sobre su largo y perfecto e irlandés labio superior, y fue por eso que dejé de mirarlo a la cara y me di cuenta de lo cortas que eran sus piernas encaramadas en el taburete. Volví a mirarle la cara, y entonces pasó aquello que jamás olvidé.

Siguió sentado frente la barra con la copa de champán en la mano, pero de golpe la piel se le puso tirante y le desapareció la hinchazón, hasta que le quedó la cara hecha una calavera. Los ojos se le hundieron y se le apagaron, la boca se le puso tirante y perdió completamente el color, hasta irradiar un matiz de cera de vela quemada. No fueron visiones mías. Era como si estuviera frente a una mascarilla mortuoria.

-Scott dije-, ¿te sentís bien?

No contestó, y la cara se le puso todavía más tirante.

-Tenemos que llevarlo a algún servicio de emergencia -le dije a Dunc Chaplin.

-No. No le pasa nada.

-Pero si parece que estuviera muriéndose.

-No. Siempre que se entrompa se pone así.

Lo metimos en un taxi, y yo estaba muy nervioso pero Dunc me dijo que no era nada y que no me preocupara.

-Cuando lleguemos se le pasa enseguida, estoy seguro -dijo. 

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