sábado

LA BESTIA TRANSFIGURADA (2) - HUGO GIOVANETTI VIOLA

                                                            


5 / TABLERO

Mi padre no llegó a terminar el liceo por unos problemas de indomable inconducta que, curiosamente, nunca más le entorpecieron su mansísima vida. Mi abuelo paterno (que según cuentan en la familia no sabía levantarle la voz a nadie) trabajaba como inspector de a caballo en la UTE y tocaba el violín en el cine mudo.

Y la pasión que los dos compartían con algunos de mis tíos era el ajedrez, que en los años 30 llegó a ser jugada en torneos metropolitanos donde podían competir jugadores de primera categoría contra aficionados de cualquier edad y sin ninguna experiencia calificadora previa, lo que demostraba el protagonismo de una intelligentzia popular intuitiva y democrática que a partir de la década del 40 fue olímpicamente marginada por la universitaritis que nos empezó a encepar cuando los sabios que no saben nada (Joaquín Sabina dixit) se adueñaron del establishment cultural oficial hasta que ya cerca de 2000 quedó todo deshecho.

Uno de mis maestros de vida, Manuel Espínola Gómez (posiblemente nuestro máximo juglar matrero formado entre la todopoderosa creatividad criolla barroca que le repugnaba tanto a Sarmiento) se fue del mundo afirmando, a comienzos del nuevo milenio, que los llamados institutos universitarios uruguayos deberían ser rebautizados como studs (aunque por exclusiva necesidad metafórica coloquial y sobreentendiendo, por supuesto, el correspondiente pedido de excusas a esos maravillosas criaturas que son los caballos).

Lo cierto es que Hugo W. Govanetti Sanna, que alcanzó su más incanjeable vuelo creativo como maestro del Taller Torres-García, se inició en las artes reproduciendo complejos dibujos de láminas de revistas y escribiendo poesía ya en su primera adolescencia, pero donde demostró una particularísima superdotación fue en el panorama del ajedrez nacional de los años 30, según lo testimonia un recorte de la prensa donde aparece a los 15 años, en el Parque Hotel, llegando a un asombroso final (que mereció ser tablas) con el entonces campeón uruguayo Balparda.

Y a los 17 años fue fichado por Peñarol y seleccionado para jugar una simultánea con el legendario monarca ruso Alekhine, aunque la competición profesional (mezclada con muchas horas de trabajo en un registro de casimires donde un tío político lo explotó toda la vida peor que a Caperucita Roja) le generaron una angustia panicosa que lo obligó a abandonar la actividad.

Pero es recién ahora, a mis 65 años, que entiendo que mi padre fue atrapado en cuerpo y alma por el ajedrez porque aquel simulacro de batalla entre blancas y negras lo desafió a militar para siempre en un ejército espiritual al que había adherido desde que mi abuelo le leía hogareñamente la Biblia, como él después hizo conmigo apenas empecé la escuela.

Y esa fue la primera tensión subyacente que le modeló una personalidad instalada irreversiblemente en lo que podríamos llamar un tablero civilizatorio analogizante de la realidad europea del período contrarreformista, desde donde nos llegó la obsesión de defender a cualquier costo la continuidad vertical de una humanidad crística.



6 / RAYAS

La obra de Guillermo Fernández (1928-2007) que fue expuesta in situ durante las jornadas de La Bestia Pop forma parte de una serie de cuatro paneles localizados por nuestro relevante plástico Eduardo Espino entre el cachivacherío de un comerciante que pensaba utilizarlos como mostradores.

Y es importante subrayar que en este caso me estoy refiriendo al maestro de vida que a principios de los 80 me encaminó directamente a la reflexión sobre la influencia del barroco en el arte mestizo del Nuevo Mundo, cuando yo ya había leído partes de La expresión americana de José Lezama Lima sin captar en profundidad los tan enrevesados como revolucionarios lineamientos estratégicos del hombre-faro cubano.

Guillermo Fernández siempre hablaba de la angustia que le provocó la disolución del Taller Torres-García dos décadas atrás, y de la resignificación del concepto de estructura, por ejemplo, que fue dejando llegar a ciegas en construcciones completamente abstractas a las que denominaba, con ironía autocompasiva, los bichos.

Hasta que en cierto momento se volvió a sumergir en el mundo de su imaginería adolescente, cuando ya rayaba los primeros esbozos de los que podrían ser definidos como retratos carnavalizados (a la larga constituidos en la zona más definitoriamente incanjeable de su producción) que alguien le aconsejó mostrarle, a fines de los 40, a un viejito loco que sabía mucho de pintura y tenía un taller en el sótano del Ateneo.

Entonces el maestro de barbaza sinaítica (que en 1943, a los nueve años de llegar de Europa tuvo que disolver la Asociación de Arte Constructivo porque casi nadie había entendido nada y terminó fundando un Taller de prospectiva figurativa pero capaz de consumar la siempre abstracta y eterna síntesis del hecho plástico con vuelo universal) miró aquellas semicaricaturas liceales con infinita piedad y le aconsejó al muchacho que estudiara dibujo con Alpuy.

Y recordemos, de paso, que incluso después de proponer ese viraje, don Joaquín fue acusado en el diario El Día (por un Eduardo Vernazza que demoró años en rasgarse arrepentidamente las vestiduras) de corromper a los jóvenes en una especie de Olimpo delirante y utopista (y esta última calificación le corresponde al esteta Juan Fló, que ha dedicado la mayor parte de sus alambicadas disecciones al supuesto elogio de la Escuela del Sur, a la que sin embargo terminó por considerar tan heroica fracasada como la expresividad profética que se propuso nada menos que el Vallejo de Trilce).

A partir de los 50, además, la precozmente progresista generación de la cola de paja (que veía nuestro humus fundacional como un yerto paisaje de cicuta, al estilo de los maricas lorquianos) ya opinaba que nos habíamos transformado en un paisito de vacas enflaquecidas que ni siquiera mereció ganar la final de Maracaná.

A Guillermo Fernández le costó décadas reedificarse, siempre apoyado por la clarividencia geopolítica de un Alberto Methol Ferré (a quien yo encontraba en su taller derramando una engominada y emperrada placidez de arcángel-guía) decidido a inscribirse, desde su tratamudeo sísmico, en la gran contracorriente del objetivo artiguista profundo que sigue siendo traicionado en nuestros cambalachescos días.



7 / METROS

Si pretendo repasar en un orden cronológico la aparición de las espesuras discursivas que se apoderaron de mi infancia con una gracia de verticalidad espiritual (sistemáticamente rechazada por un provincianismo incapaz hasta de valorar a fondo el alcance universalista y de primer nivel planetario que implantó la generación del 900) no me puedo saltear las gozosas memorizaciones de Julio Herrera y Reissig, Federico García Lorca y Nicolás Guillén con las que me empaché de por vida en aquel altillo de la calle Valentín Gómez, cuando tenía menos de cinco años.

Mi padre había conocido a Nicolás Guillén en una exposición de su amigo Ramón Pereyra, y jamás dejó de disfrutar con los recitados agridulces de Sabás y de Papá Montero en las sobremesas líricas que seguimos ritualizando hasta el final de su estadía terrestre.

Y recuerdo con total claridad que lo que prefería de García Lorca era el Romance de la Guardia Civil Española, posiblemente para trasmitirme con crudeza eufemística el calado del martirologio que el poeta avizoró desde muy joven y al final provocó con su imprudentísimo viaje a la Granada fascista.

Pero lo que me marcó tanto como aquel proyecto de vitral crístico fechado en el 52 fue el fervor con el que mi padre me iniciaba en el cultivo del mito maldito de Julio Herrera y Reissig (contándome inclusive con orgullosa teatralidad la escena del cachetazo discursivo que le encajó Zum Felde al peluconerío tontovideano en pleno entierro del imperator).

Y sin duda era absolutamente monstruoso que un niño que ni siquiera sabía leer de corrido papagayeara la Oblación abracadabra y todas las últimas décimas de la Tertulia lunática como quien canta el himno de Liverpool.

Pero lo cierto es que, para hablarlo en Vallejo, aquella iniciación en el prohibido aliento negro de la denuncia (proferida pioneramente en la desembocadura de la Guerra Grande por el imberbe y horrorizado gringuito Ducasse) hizo que nunca más me fallara la tonada.

Y esas mixturas métricas entretejían un modernismo laberintizado y geometrizado tanto por la influencia de Góngora como por las vanguardias francesas (que introdujo en la Torre de los Panoramas el cojonudo dandismo de Roberto de las Carreras) y la inesperada reivindicación del manierismo bizarro hecha por la generación del 27, que extrajo de las críticas de Antonio Machado argumentos a favor de una revolución identitaria muchísimo más honda que la del surrealismo bretoniano.

En ese panorama, el tam-tam de Guillén aportaba un mestizaje que me hipnotizó para siempre con una musicalidad liberadora del almidonamiento de cualquier molde eurocentrista incapaz de isomorfizar el desacato descaderado del candombe, el tango y el rock.

Y fue precisamente con la reelaboración de esos recursos que nuestra canción popular aprendió a defenderse, en la década del 70, del amordazamiento dictatorial que hizo que se nos constelara  el culebreo dionisíaco de la heroicidad artiguista.



8 / FILUM

En 2001, cuando Guillermo Fernández ya había llegado a la plena madurez de sus retratos carnavalizados (a los que él le gustaba llamar la comparsa) la revista Humanidades publicó, en su primer número, un memorable reportaje que le realizó  William Rey, y que nosotros recuperamos para el blog de elMontevideano Laboratorio de Artes.

Nos tomamos el atrevimiento de retitularlo, además, con un contundente Guillermo Fernández y el barroco subyacente en nuestro mestizaje, porque nos pareció que estábamos frente a un análisis tan lúcido del proceso evolutivo finisecular vivido por uno de los maestros emergentes del Taller Torres-García, que tenía un valor de vara de medir (y hasta podría definírselo como un manifiesto, con todos los riesgos y las desconfianzas que provoca habitualmente esta tramposísima palabra) de las que casi no circulan en nuestra culturita.

Sobre el final del diálogo, Rey le pregunta a su entrevistado si en la enseñanza y los análisis torresgarcianos, que desde su discurso en los textos refirió en términos de la clasicidad, también se manejaban autores barrocos.

Y parte de la respuesta es: Sí, sí, pero es imprescindible una visión de la enseñaza de Torres García. Tenía una idea de prioridad absoluta para toda su práctica docente: destacar el hecho plástico antes que cualquier modo o forma de expresión; primero la funcionalidad visual y la coherencia de los elementos que hacen la obra.

Y más adelante: La idea de tradición de Torres-García, basada en la maestría de la invención plástica, establecía un filum que iba desde los abstractos modernos, los grandes cubistas, pasaba por el impresionismo francés, Goya como clave de la modernidad, Chardin, el barroco español con Velázquez, Zurbarán y Murillo, los grandes venecianos como Tiziano, Tintoretto y Veronés, el primer renacimiento italiano, Uccello y Piero della Francesca hasta el arte sacro bizantino, el románico y también el arte antiguo, griego arcaico y egipcio. Muchas otras “maestrías” fueron destacadas en sus más de mil quinientas conferencias; pero ese filum era para él, el de mayor significado.

Hasta que ya sobre el final de la entrevista encontramos una definición angular para la comprensión del desafío que encararon los angustiados ex-integrantes de aquel TTG que terminó autodisolviéndose por haber caído en la esclerosis de una especie de dogma idolátrico paralizador (que don Joaquín también hubiese condenado con su terribilità endémica):

Para Torres había que incorporar una ética al arte. Unas de las causas por la cual vuelve de Europa es porque percibe que el formalismo de Occidente, las búsquedas instintivas iban a culminar en obras incapaces de trasmitir nada a nadie. En el año 1934 dijo: “Si Europa continúa así va a llegar un día en el cual los lenguajes no digan nada y no haya comunicación”. Entre el individualismo feroz, el mercado que especula y la falta de voluntad de comunicarse, las artes se desvanecen perdiendo el rol que les da sentido. Por eso vuelve, y regresa con una nueva metafísica.

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