sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (17)

DECIMOSEXTA ENTREGA


XV


EVAN SHIPMAN EN LA CLOSERIE DES LILAS


Después que descubrí la librería de Sylvia Beach, me leí a Turgéniev entero, todo lo que había salido en inglés de Gógol, las traducciones de Tolstoi hechas por Constance Garnett, y las traducciones inglesas de Chéjov. En Toronto, antes de venir a París, escuchaba decir que Katherine Mansfield había escrito algunos grandes cuentos, pero cuando quise leerla después de conocer a Chéjov me parecieron los relatos cuidadosamente artificiales de una solterona joven, comparados con lo que puede contar un médico de mucha inteligencia y experiencia, que además era un escritor bueno y sencillo. La Mansfield era una especie de cuasi-cerveza. Mejor beber agua. Pero Chéjov no era agua, salvo por su claridad. Tenía algunos cuentos que parecían ser mero periodismo. Pero tenía otros maravillosos.

En Dostoievski había cosas increíbles y que no se debían creer, pero había algunas tan verdaderas que te cambiaban la vida mientras ibas leyéndolas. Podías conocer la debilidad y la locura, la malignidad y la santidad, o el vicio enfermizo del juego, como aprendías sobre el paisaje y los caminos en Turgéniev, o los movimientos de las tropas en Tolstoi. Al lado de Tolstoi, lo que Stephen Crane escribió sobre la guerra civil parecía la brillante fantasía de un muchacho enfermo que nunca había estado en la guerra, aunque había leído los relatos de batallas y las crónicas y había mirado las mismas fotos de Brady que yo conocí de niño en la casa de mis abuelos. Hasta conocer La Chartreuse de Parme, de Stendhal, nunca había leído nada donde la realidad de la guerra estuviera tan bien captada como en Tolstoi, aunque el maravilloso relato de Waterloo que hace Stendhal es el mejor fragmento de un libro que después es muy aburridor. Tener tiempo para sumergirse en aquel nuevo mundo de la literatura, en una ciudad como París donde podías vivir bien y trabajar en tus cosas por pobre que fueras, era como si te hubiesen regalado un gran tesoro. Y además podíamos llevarnos el tesoro a las montañas de Suiza y de Italia donde vivíamos antes de descubrir Schruns en el alto valle del Vorarlberg en Austria, y durante el día explorábamos aquel paisaje recién descubierto con la nieve y los bosques y los ventisqueros y el rigor del invierno y el abrigo del hotel Taube, y de noche podíamos vivir en el otro mundo maravilloso que nos regalaban los escritores rusos. Después fuimos incorporando a los demás escritores, pero durante mucho tiempo tiempos nos dedicábamos nada más que a los rusos.

 Me acuerdo de que un día, cuando volvíamos con Ezra de jugar al tenis en el boulevard Arago, él me invitó a tomar una copa en su estudio y le pregunté qué pensaba sinceramente de Dostoievski.

-Voy a serte franco, Hem -dijo Ezra: -Yo nunca leo a los rusos.

Era una contestación tajante, como las que siempre me daba Ezra, pero no me gustó, porque venía del hombre que en aquel tiempo me convencía más como crítico y que creía en el mot juste y que me había enseñado a desconfiar de los adjetivos igual que como yo fui aprendiendo a desconfiar de ciertas personas en ciertas situaciones. Y yo quería saber su opinión sobre un hombre que casi nunca usó el mot juste, pero que a veces lograba que sus personajes nos trasmitieran tanta vida como no lo lograba casi nadie.

-Seguí con los franceses -dijo Ezra. -Allí tenés muchísimo para aprender.

-Ya lo sé -dije.- Tengo mucho que aprender de todo el mundo.

Después volví a la serrería observando desde la altura los árboles desnudos que se recortaban sobre el Café Bullier, del otro lado el boulevard Saint-Michel. Al llegar pasé entre la leña recién cortada y guardé mi raqueta detrás de las escaleras que subían al piso alto del pavillon, pero no encontré a nadie en casa.

-La señora y la bonne con el niño salieron -me dijo la mujer del dueño de la serrería.

Era una mujer de mal carácter, obesa, de peinado llamativo. Le di las gracias.

-Hce un rato vino un joven y preguntó por usted -agregó, usando la expresión jeune homme en lugar de la de Monsieur. -Dijo que iba a estar en la Closerie des Lilas.

-Muchas gracias -dije. -Hágame el favor de decirle a mi esposa que estoy en la Closerie.

-Salió con unos amigos -dijo la mujer.

Y se ajustó la bala roja y cruzó el umbral de su propio domaine montada en sus altos tacones, sin molestarse en cerrar la puerta.

Bajé hasta la desembocadura luminosa de la calle entre las altas y manchadas y jaspeadas fachadas de las casas blancas; después torcí a la derecha y me metí en la penumbra rayada de sol de la Closerie.

Adentro no había ningún conocido, pero salí a la terraza y encontré a Evan Shipman esperándome. Era un buen poeta, apasionado de los caballos, la literatura y la pintura. Se levantó y su altura me pareció más pálida y delgada que nunca, con su camisa blanca sucia y de cuello raído, con su corbata cuidadosamente anudada, con su gastado y arrugado traje gris, sus manchados dedos más oscuros que su pelo, sus uñas ribeteadas y una cordial y humilde sonrisa que apenas entreabría para esconder los dientes.

-Me pone muy contento verte, Hem -dijo.

-¿Cómo estás, Evan? -pregunté.

-Medio bajo -dijo. -Aunque me parece que aquello del Mazeppa me quedó bien. ¿Y vos en que andás?

-Hombre, me alegro -dije. -Me fui a jugar al tenis con Ezra, por eso no me encontraste en casa.

-¿Cómo está Ezra?

-Muy bien.

-Me alegro. Sabés, Hem, me parece que a la dueña del edificio donde vivís no le caigo en gracia. No me dejó subir a esperarte.

-Después hablo con ella.

-No, no hace falta. Siempre puedo esperarte aquí. Y está lindo para sentarse un rato al sol, ¿no?

-Sí, Pero me parece que andás medio desabrigado. Ya es pleno otoño.

-Pero recién se pone frío de noche -dijo Evan. -En cualquier momento empiezo a usar el sobretodo.

-¿Y por lo menos te acordás de dónde lo metiste?

-No. Pero sé que lo guardé en algún lado. No lo voy a perder.

-¿Por qué estás tan seguro?

-Porque guardé el poema en el bolsillo -rio sinceramente, aunque siempre escondiendo los dientes. -Acompañame a tomar un whisky, por favor.

-Okey.

-Jean -se levantó Evan para llamar al mozo. -Dos whiskies, por favor.

Jean vino con la botella y los vasos y dos platillos de diez francos y el sifón. No usó la copita para medir y nos llenó más de las tres cuartas partes de los vasos. Jean quería mucho a Evan, que en los días libres lo ayudaba a trabajar en su huerto de Montrouge, pasando la Porte d’0rléans.

-No hay por qué exagerar -le dijo Evan al mozo viejo y alto.

-¿Son dos whiskies o no? -preguntó el mozo.

Le agregamos agua y Evan dijo:

-Tomá el primer sorbo con mucho cuidado, Hem. Estos vasos nos pueden durar mucho si los administramos bien.

-Bueno, ¿y te estás cuidando o no? -le pregunté.

-Sí, te lo juro. Pero mejor hablamos de otra cosa, ¿no te parece?

Estábamos sentados solos en la terraza, y el whisky empezó a caldearnos, aunque yo iba más preparado para el otoño que Evan, con mi chandail de boxeo y encima una camisa y encima de la camisa un jersey azul de marinero francés.

-Dostoievski me tiene obsesionado -le dije. -¿Cómo es posible que escriba tan mal, tan increíblemente mal, y nos emocione tanto?

-A lo mejor la culpa es de la traducción -dijo Evan. -Mirá el caso de Tolstoi.

-Puede ser. No sé cuántas veces empecé La guerra y la paz y tuve que dejarlo, hasta que encontré la traducción de Constance Garnett.

-Dicen que se la puede mejorar, incluso. Y no lo dudo, aunque no sepa ruso. Bueno, ya sabemos lo que son las traducciones. Pero igual la novela queda fantástica, posiblemente la mejor que exista, y podés leerla y releerla.

-De acuerdo -dije. -Pero a Dostoievski no podés leerlo y releerlo. Ni siquiera lo pude releer una vez que se me habían acabado los libros y lo único que tenía era Crimen y Castigo en Schruns. Tuve que conformarme leyendo los diarios austríacos y estudiando alemán hasta que encontramos algo de Trollope en la edición Tauchnitz.

-Que Dios bendiga a Tauchnitz -dijo Evan. El whisky había perdido su ardor, y después de agregarle agua parecía simplemente una bebida demasiado fuerte.

-Mirá, Hem, Dostoievski era una mierda -dijo Evan. -De lo único que escribe bien es de mierda y de los santos. Sus santos son maravillosos. Lástima que sea imposible releerlo.

-Voy a probar otra vez con Los hermanos. Capaz que fue culpa mía.

-Se pueden releer pedazos. O casi todo. Pero al final terminás calentándote, por más grande que sea.

-Bueno, en todo caso tuvimos la suerte de poder leerlo una vez, y a lo mejor aparece alguna una traducción mejor.

-Pero no te dejes tentar por ese hombre, Hem.

-Por supuesto que no. Yo quiero provocar el efecto sin que el lector se dé cuenta, y así mientras más lee más efecto le hace.

-Perfecto. Bebo a tu salud el whisky del pobre Jean -dijo Evan.

-¿Qué pasó?

-El café cambia de dueño -dijo Evan. -Y ahora quieren una clientela diferente, que gaste más, y van a poner un bar americano. Los mozos van a usar chaquetas blancas, imaginátelos, y ya les dijeron que se preparen a afeitarse los bigotes.

-Pero a André y a Jean no pueden hacerles eso.

-No deberían poder, pero van a obligarlos.

-Jean usó ese bigote toda la vida. Es un bigote de dragón. Sirvió en un regimiento de Caballería.

-Va a tener que afeitárselo.

Terminé el whisky.

-¿Otro whisky, monsieur? -vino a preguntarme Jean. -¿Un whisky, monsieur Shipman?

Su gran bigote de puntas caídas formaba parte de su cara descarnada y amable, y la bola calva de su cabeza brillaba debajo de los hilos de pelo rígido que la atravesaban.

-No haga eso, Jean -le dije. -No se arriesgue.

-No hay riesgo -murmuró. -Lo que hay es mucha confusión. A muchos los despiden. Entendido, messieurs -dijo en voz alta.

Entró en el café y volvió a salir equipado con la botella de whisky, dos grandes vasos, dos platillos de diez francos fileteados en oro, y un sifón.

-No, Jean -dije.

Puso los vasos en los platillos y los llenó de whisky casi hasta el borde, y volvió al café con lo que quedaba de la botella. Evan y yo hicimos chorrear apenas el sifón sobre los vasos.

-Es una suerte que Dostoievski no haya conocido a Jean -dijo Evan. -Hubiera sido capaz de matarse emborrachándose.

-¿Y qué hacemos con estos vasos?

-Vaciarlos -dijo Evan. -Son una protesta. Son acción directa.

Al otro lunes, cuando fui a trabajar de mañana a la Closerie, André me sirvió un Bovril, que es una taza de extracto de buey disuelto en agua. André era bajo y rubio, y donde estuvo su mostacho cerdoso ahora se veía un desnudo labio de cura. Llevaba una chaqueta blanca de barman americano.

-¿Y Jean?

-Hoy no viene.

-¿Cómo está?

-A él le costó un poco más resignarse. Sirvió toda la guerra en un regimiento de Caballería pesada. Tiene la Croix de Guerre y la Médaille Militaire.

-Nunca me dijo que había estado tan grave.

-Pero no fue por eso. Lo hirieron, claro, pero la Médaille Militaire que le dieron fue por lo otro. Por su valentía.

-Dígale que pregunté por él.

-Cómo no -dijo Andre. -Espero que no demore mucho en resignarse.

-Y mándele saludos de Mr. Shipman, también.

-Mr. Shipman está con el -dijo André. -Se fueron a trabajar al huerto.

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