jueves

LAS HORTENSIAS (19) - FELISBERTO HERNÁNDEZ

DECIMONOVENA ENTREGA


IX (3)

Al poco tiempo se hizo una gran exposición en la tienda La Primavera. Una vidriera inmensa ocupaba todo el último piso; estaba colocada en el centro del salón y el público desfilaba por los cuatro corredores que habían dejado entre la vitrina y las paredes. El éxito de público fue extraordinario. (Además de ver los trajes, la gente quería saber cuáles de entre las muñecas eran Hortensias). La gran vitrina estaba dividida en dos secciones por un espejo que llegaba hasta el techo. En la sección que daba a la entrada, las muñecas representaban una vieja leyenda del país, La Mujer del Lago, y había sido interpretado por los mismos muchachos que trabajaban para Horacio. En medio de un bosque donde había un lago, vivía una mujer joven. Todas las mañanas ella salía de su carpa y se iba a peinar a la orilla del lago; pero llevaba un espejo. (Algunos decían que lo ponía frente al lago para verse la nuca). Una mañana, algunas damas de la alta sociedad después de una noche de fiesta, decidieron ir a visitar a la mujer solitaria; llegarían al amanecer, le preguntarían por qué vivía sola y le ofrecerían ayuda. En el instante de llegar, la mujer del lago se peinaba; vio por entre sus cabellos los trajes de las damas y cuando ellas estuvieron cerca les hizo una humilde cortesía. Pero apenas una de las damas inició las preguntas, ella se puso de pie y empezó a caminar siguiendo el borde del lago. Las damas a su vez, pensando que la mujer les iba a contestar o a mostrar algún secreto, la siguieron. Pero la mujer solitaria sólo daba vueltas al lago seguida por las damas, sin decirles ni mostrarles nada. Entonces las damas se fueron enojadas; y en adelante la llamaron “la loca del lago”. Por eso, en aquel país, si ven a alguien silencioso le dicen: “Se quedó dando la vuelta al lago”.

Aquí en la tienda La Primavera, la mujer del lago aparecía ante una mesa de tocador colocada a la orilla del agua. Vestía un peinador blanco bordado de hojas amarillas y el tocador estaba lleno de perfumes y otros objetos. Era el instante de la leyenda en que llegaban las damas en traje de fiesta de la noche anterior. Por la parte de afuera de la vitrina, pasaban toda clase de caras; y no sólo miraban las muñecas de arriba a abajo para ver los vestidos; había ojos que saltaban, llenos de sospecha, de un vestido a un escote y de una muñeca a la otra; y hasta desconfiaban de muñecas honestas como la mujer del lago. Otros ojos, muy prevenidos, miraban como si caminaran cautelosamente por encima de los vestidos y temieran caer en la piel de las muñecas. Una jovencita, inclinaba la cabeza con humildad de cenicienta y pensaba que el esplendor de algunos vestidos tenía que ver con el destino de las Hortensias. Un hombre arrugaba las cejas y bajaba los párpados para despistar a su esposa y esconder la idea de verse, él mismo en posesión de una Hortensia. En general, las muñecas tenían el aire de locas sublimes que sólo pensaban en la “pose” que mantenían y no se les importaban si las vestían o las desnudaban.

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