lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



SEXAGESIMONOVENA ENTREGA

CUARTA PARTE


35. SERVICIO PRESTADO (2)

Después de eso fui un blanco fácil. Cuando iba de compras a la ciudad me gritaban "nigger lover" (amante de los negros). Diariamente recibía llamadas telefónicas amenazadoras. "Vas a morir igual que los bebés con sida que amas." El Ku Klux Klan quemó cruces en mi césped. Otros disparaban balas a través de mis ventanas. Todo eso lo podía soportar; lo que más me fastidiaba era que me pincharan los neumáticos cada vez que salía en coche fuera de mi propiedad. Vivir en el quinto pino, ese era el verdadero problema. Era evidente que alguien saboteaba mi camioneta.

Finalmente, una noche me escondí en la alquería y desde allí vigilé la puerta principal, que era donde desinflaban los neumáticos de mi camioneta. Alrededor de las dos de la madrugada vi seis camionetas que pasaban lentamente junto a la puerta lanzando trozos de vidrio y clavos. Decidí ser más lista que ellos y al día siguiente cavé un hoyo al final del camino de entrada y lo cubrí con una rejilla metálica, a fin de que los clavos y vidrios cayeran dentro de él. Eso puso fin al desinflamiento de neumáticos. Pero no hizo nada por mi popularidad, o falta de ella, en Head Waters. Un día pasó una camioneta cuando yo estaba fuera trabajando; el conductor aminoró la marcha, me gritó una cosa horrible y aceleró. Yo alcancé a ver una pegatina que llevaba en el parachoque de atrás; decía:

"Jesús es el Camino." Ciertamente no se trata de ese camino, pensé, y, frustrada, no pude evitar gritarle: "¿Cuáles son los verdaderos cristianos aquí?"

Un año después renuncié a la lucha. Eran demasiadas las fuerzas que se oponían a mí. No sólo tenía en contra a la opinión popular; la administración del condado se negaba a aprobar las necesarias licencias de obras. Aparte de vender la granja, cosa que no iba a hacer, no se me ocurría qué decisión tomar y se me habían acabado los recursos y las energías. Una de las cosas más dolorosas que hice fue entrar en el dormitorio que había preparado para los niños llenándolo de animales de peluche, muñecas, edredones y jerseys tejidos a mano; parecía una tienda para niños.

Lo único que pude hacer fue sentarme en una cama y llorar. Pero pronto se me ocurrió un nuevo plan. En vista de que no podía adoptar niños seropositivos, buscaría a otras personas que pudieran hacerlo sin tantas dificultades. Para encontrarlas empleé mis  considerables recursos, entre ellos los veinticinco mil suscriptores a mi hoja informativa Shanti Nilaya, repartidos por todo el mundo. Muy pronto mi oficina pareció una especie de agencia de adopción. Una familia de Massachusetts adoptó nada menos que a siete niños. Finalmente encontraría a trescientas cincuenta personas humanitarias y amorosas de todo el país que adoptarían niños infectados por el sida.

Además, supe de personas que no podían adoptar niños pero que deseaban colaborar de alguna manera. Una anciana halló una nueva finalidad para su vida: comenzó a reparar muñecas viejas que recogía en los mercadillos de trastos y me las enviaba para que las regalara en Navidad.

Un abogado de Florida me ofreció asesoría jurídica gratis. Una familia suiza envió 10.000 francos. Una mujer me contó con orgullo que una vez por semana preparaba comidas para un enfermo de sida al que conoció en uno de mis seminarios. Y otra mujer me escribió contándome que había superado su miedo y abrazado a un joven que estaba muriendo de sida. Le resultaba difícil saber cuál de los dos se había beneficiado más de ese acto, me decía.

La época estaba caracterizada por la violencia y el odio, y el sida se consideraba una de las peores maldiciones de nuestro tiempo. Pero yo también veía que constituía un inmenso bien. Sí, un bien. Cada uno de los miles de pacientes con quienes comenté sus experiencias de muerte clínica temporal recordaba haber entrado en la luz y oído la pregunta: "¿Cuánto amor has sido capaz de dar y recibir? ¿Cuánto servicio has prestado?" Es decir, se les preguntaba cómo habían asimilado la lección más difícil de toda la vida: el amor incondicional.

La epidemia del sida planteaba la misma pregunta. Generó ejemplos de personas que aprendían a ayudar y amar a otras personas. El número de hogares para moribundos se multiplicó. Supe de un niñito que iba con su madre a llevarles comida a dos vecinos homosexuales que no podían salir de su casa. Uno de los más hermosos monumentos a la humanidad que ha creado este  país y el mundo fue aquel edredón de retazos que se confeccionó con los nombres de seres queridos  muertos del sida. ¿Cuándo se habían oído tantas historias como esta? ¿O visto tantos ejemplos?

En uno de mis seminarios, el ordenanza de un hospital contó la historia de un joven que se estaba muriendo del sida en su habitación. Se pasaba todo el día en la oscuridad, esperando, consciente de que se le acababa el tiempo, y deseando que su padre, que lo había echado de casa,  le hiciera una visita antes de que fuera demasiado tarde.

Una noche el ordenanza vio a un anciano que vagaba sin rumbo por los pasillos, nervioso y con aspecto afligido. El ordenanza conocía a todas las personas que visitaban a sus pacientes, pero nunca había visto a ese hombre. Su intuición le dijo que ése era el padre del joven, de modo que cuando pasó junto a la habitación, le dijo:

-Su hijo está ahí.

-Mi hijo no -contestó el hombre.

Amable y comprensivo, el ordenanza entreabrió la puerta, y repitió:

-Ahí está su hijo.

En ese momento el anciano no pudo evitar asomarse y echar una rápida mirada al enfermo esquelético que yacía en la oscuridad.

-No, imposible, ese no es mi hijo -exclamó, retirando la cabeza de la puerta.

Pero entonces el enfermo, a pesar de su debilidad, logró decir:

-Sí, papá, soy yo. Tu hijo.

El ordenanza abrió la puerta y el padre entró lentamente en la habitación. Estuvo de pie un momento y después se sentó en la cama y abrazó a su hijo. Esa misma noche, más tarde, murió el joven, pero murió en paz y no antes de que su padre aprendiera la lección más importante de todas.

No me cabía duda de que algún día la ciencia médica descubriría una cura para esta horrible enfermedad, pero esperaba que nos diera tiempo a que el sida hubiera erradicado aquello que aqueja el alma y el corazón de los seres humanos.

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