SEXAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
TERCERA PARTE
IV (3)
Entró en el despacho. Los retratos del cura y del pistolero continuaban clavados en la pared. Los arrancó; ya no los necesitaría más. Después sentose en el escritorio, apoyó la cabeza en las manos y quedó dormido con lasitud extrema. Más adelante no pudo recordar de cuanto soñó sino risas, risas continuas y un largo corredor en el cual no logró hallar ninguna puerta.
El cura permaneció sentado en el suelo, sosteniendo el frasco de aguardiente. Al poco rato lo descorchó y se lo llevó a la boca. El alcohol no le hizo efecto; pudo haber bebido agua. Lo dejó y empezó una especie de confesión general susurrando las palabras. Decía: “He fornicado”. La frase formal no significaba nada en absoluto; era igual que una frase en un periódico; no podía uno arrepentirse de una cosa como aquella. Empezó de nuevo: “He yacido con una mujer”, y procuró imaginarse al otro sacerdote preguntándole: “¿Cuántas veces? ¿Era casada?” “No.” Sin pensar en lo que hacía, tomó otro sorbo de aguardiente.
Al tocar el líquido la lengua, se acordó de su hija entrando en la cabaña desde la claridad de fuera, la carita aquella, cazurra, tan informada por la desgracia. Dijo: “¡Oh, Dios! Ayúdala. Condéname a mí: lo merezco; pero que ella disfrute de la vida eterna”. Este era el amor que debió sentir por todas las almas del mundo: todo el temor y el ansia de salvar concentrados injustamente sobre una sola niña. Se puso a llorar como si la viese ahogarse lentamente desde la orilla, sin poder ayudarla, porque se le hubiera olvidado el nadar. Pensó: “Esto es lo que siempre debí sentir por todos”; y procuró desviar la mente hacia el atravesado, -el teniente, incluso el dentista con el cual permaneció una vez durante unos minutos, hacia la niña del centro bananero...; invocó una larga serie de rostros, forzando a su propia atención, como si fuera una puerta pesada que no quisiera ceder. Porque tales rostros estaban en peligro también. Rogó: “¡Dios mío, ayúdales!”, pero en el momento de la plegaria volvía a desviarse hacia su niña junto al vertedero de basura, y comprendía que tan sólo era por ella por quien oraba. Otro fracaso.
Al cabo de un rato volvió a empezar. “Me he emborrachado. .. no sé cuántas veces; no hay deber que no haya descuidado; he sido culpable de orgullo, carente de caridad...” Las palabras de nuevo devenían formales, sin contenido. No tenía confesor que atrajera su mente desde la fórmula al hecho.
Bebió un trago más de aguardiente, y levantándose con dolor a causa del calambre, se dirigió a la puerta y miró a través de la reja el cuadro cálido e iluminado por la luna. Distinguió los gendarmes dormidos en sus hamacas y a uno que no podía dormir balanceándose indolente de un lado a otro.
Por todas partes había un silencio extraño, incluso en las otras celdas; parecía que el mundo entero hubiese vuelto la espalda para no verle morir. Volvió tanteando a lo largo de la pared hasta el rincón más apartado y sentose con el frasco entre las rodillas. Pensaba: “si no hubiese sido yo tan inútil, tan inútil...”
Los ocho años de servicio duro y desesperado le parecían tan sólo una parodia de sacerdocio: unas pocas comuniones, unas pocas confesiones, y un mal ejemplo sin fin. Pensaba: “si al menos tuviera una sola alma que ofrecer, para poder decir a Dios: He aquí mi trabajo...”
Hubo gente que murió por él: se merecían un santo. Y un deje de amargura extendiose por su corazón, condolido por ellos, pues Dios no había juzgado conveniente mandarles uno. “El Padre José y yo -pensaba-; el Padre José y yo.” Y se tomó un nuevo trago de aguardiente. Se imaginó los rostros fríos de los santos rechazándole.
La noche corría más lenta que la otra pasada en la cárcel porque se hallaba solo. Mas el aguardiente, que se terminó cerca de las dos de la madrugada, le proporcionó finalmente un poco de sueño. Sentíase enfermo de miedo, le dolía el estómago y tenía la boca seca por el alcohol. Empezó a levantar la voz para sí mismo, porque no podía resistir ya el silencio. Se quejaba mezquinamente: “Todo eso está muy bien... para los santos”. Y después: “¿Cómo sabe él que tan sólo dura un segundo?” Entonces echose a llorar golpeando la cabeza, con tiento, contra la pared. Al Padre José le habían concedido una oportunidad, pero a él jamás le dieron ninguna. Tal vez les indujera a error el que les hubiera esquivado por tanto tiempo. Tal vez creían, en realidad, que él rechazaría las condiciones aceptadas por el Padre José; que rehusaría casarse; que se mostraría orgulloso. Acaso, si él mismo lo indicaba, todavía podría escapar... La esperanza le calmó por un rato, y se quedó dormido con la cabeza contra la pared.
Tuvo un sueño curioso. Soñó estar sentado ante una mesa de café delante del altar mayor de la catedral. Extendíanse sobre la mesa unos seis servicios, y comía de ellos con voracidad. Olía a incienso y había una rara sensación de júbilo. Los manjares, como todos los alimentos de los sueños no eran muy sabrosos, pero él tenía cierto sentido de que al terminarlos todos, le servirían el mejor plato. Un cura iba de aquí para allá, delante del altar, diciendo misa, pero él no prestaba ninguna atención; el servicio religioso no le interesaba en absoluto. Al fin se vaciaron los seis platos; alguien invisible tocó la campanilla del sanctus, y el oficiante se arrodilló antes de alzar la Hostia. Pero “él” siguió sentado, aguardando, sin prestar atención al Dios del altar, como si fuese un Dios para los demás y no para él. Entonces el vaso inmediato al plato empezó a llenarse de vino y al levantar la vista vio que la niña de la central bananera le estaba sirviendo. Díjole ella:
-Lo traje del cuarto de mi padre.
-¿No lo robó usted?
-No exactamente -contestó ella con su voz precisa y meticulosa.
-Es usted muy buena. He olvidado al alfabeto... ¿cómo lo llamaba usted?
-Morse.
-Eso es, Morse. Tres golpes largos y uno corto -y en el acto empezaron los golpes; golpeaba el cura junto al altar, una congregación entera e invisible golpeaba a lo largo de las naves... tres largos y uno corto. Preguntó-: ¿Qué es?
-Noticias -respondió la niña observándole con fijeza seria llena de simpatía.
Despertó al amanecer con una sensación enorme de esperanza, la cual le abandonó súbita y completamente a la primera vista del patio de la cárcel. Era la mañana de su muerte. Se agazapó en el suelo, con el frasco vacío de aguardiente en la mano, procurando recordar un “acto de contrición”. “¡Oh, Señor!, me pesa y pido perdón por todos mis pecados... crucificado... digno de tus horribles padecimientos...” Se confundía, su mente se ocupaba de otras cosas. Aquello no era la buena muerte por la cual uno siempre rogaba. Vio su propia sombra en la pared de la celda: tenía un aspecto sorprendente y de una insignificancia grotesca. ¡Qué necio había sido al creerse bastante fuerte para quedarse cuando los demás huían! “Qué tipo más absurdo soy –meditaba-, y cuan inútil.” No he hecho nada por nadie. Lo mismo podía no haber existido jamás. Sus padres habían muerto... pronto él ni siquiera sería un recuerdo...; acaso, después de todo, no fuese, en realidad, digno del infierno. Las lágrimas se derramaban por sus mejillas: no tenía, en aquel momento, miedo de condenarse; incluso el miedo al dolor estaba en último término. Sentía tan sólo una desilusión inmensa por tener que ir a Dios con las manos vacías, ya que no había hecho nada en absoluto. En aquel momento le parecía hubiera sido muy fácil ser santo. No hubiera hecho falta más que un poco de dominio sobre sí mismo y un poco de valor. Sentíase como quien ha perdido la felicidad por llegar unos segundos tarde al lugar de la cita. Ahora comprendía que al final sólo cuenta una cosa: ser santo.
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