SEXAGESIMOSEXTA ENTREGA
CUARTA PARTE
IV
Un hombrecillo salió por una puerta lateral; le sostenían dos gendarmes, pero se podía decir que se portaba bastante bien... tan sólo que no dominaba por completo sus piernas. Le empujaron hasta la pared opuesta; un oficial le ató un pañuelo sobre los ojos. Mr. Tench pensó: “¡Pero si le conozco! ¡Dios mío, uno debería hacer algo!” Aquello era como ver el fusilamiento de un vecino. El jefe dijo:
-¿Qué aguarda usted? El aire entra en la muela.
Desde luego, no había nada que hacer. Todo pasó muy rápido, como si fuera una cosa rutinaria. El oficial se hizo a un lado, los fusiles apuntaron, y el hombrecito, de pronto, hizo unos ademanes espasmódicos con los brazos. Intentaba decir algo: ¿qué frase era la que siempre solía decir?
Aquello era una rutina también, pero tal vez tenía la boca demasiado seca porque nada le salió, excepto una palabra que más bien parecía significar “Dispense”. El estampido de los fusiles sacudió a Mr. Tench: pareció que vibraba en sus intestinos; se sintió mareado y cerró los ojos. Entonces oyose un tiro solo, y abriendo de nuevo los ojos vio al oficial que guardaba el revólver en su funda y al hombrecito convertido en un montón insignificante junto a la pared... algo sin importancia que había que barrer de allí. Dos hombres patizambos se aproximaron rápidos. Aquello era una liza, había muerto el toro, y no había que aguardar ya nada más.
-¡Oh! -se lamentaba el jefe desde la silla-. ¡El dolor! ¡El dolor! -Imploraba-. ¡De prisa!
Pero Mr. Tench estaba perdido en sus recuerdos junto a la ventana, buscándose con una mano la oculta desazón de su estómago. Se acordaba del hombrecillo levantándose de la silla, con amargura y sin esperanza, en la cegadora tarde aquella, para seguir al chico fuera de la ciudad; se acordaba de una regadera verde, de la fotografía de sus hijos, de aquel molde que estaba haciendo para un paladar partido.
-El empaste -suplicaba el jefe, y los ojos de Mr. Tench se dirigieron al oro que había en una fuente de cristal. Divisas; insistiría para que le pagasen en divisas. Ahora se iría, se iría como fuese.
En el patio todo ya estaba en orden; un hombre iba echando arena con un azadón, como si estuviera llenando una sepultura. Pero allí no había sepultura ninguna: no había nadie allí. Una sensación espantosa de soledad le sobrecogió, redoblándole el dolor de estómago. El hombrecillo aquel le había hablado en inglés y sabía algo sobre sus hijos. Ahora sintiose abandonado.
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