FEDERICO RODRIGO
la luz aMaga
Su ser estaba hecho de tanta luz que se le empezó a escapar en las sonrisas. Las primeras veces impresionaba un poco, luego más bien era molesto: si jugaba a la escondida no podía reírse o se delataba, en las fotos siempre debía estar seria o encandilaba la cámara, los amigos se ponían lentes de sol antes de contarle chistes. En resumen: fue una infancia obstaculizantemente luminosa.
Así, incómoda, llegó a la adolescencia y la anocheció. Y sus labios arrepentidos buscaban a tientas revivirla pero parecían haber olvidado la forma. Ella lamentaba cada instante en que maldijo su sonrisa de luz.
Perdida, buscándola y buscándose, encontró en un hueco de ciudad, esos donde escondemos lo que no queremos ver, un alma apagada. Pero no negra u oscura: apagada. (Como esos focos que brillaron tanto que se quemaron).
Intercambiaron sus miradas. Ella notó su sonrisa destellando en la olvidada mano del alma, como un puñado de eternas luciérnagas. Ésta la miró, se miró la mano y lo supo.
Sonrieron. Sus adolescentes labios se iluminaron pero por primera vez se encendieron invisibles, creo que porque ya no era una niña. Aun así, despintó de raíz todo el óxido de aquella alma quemada.
Ahora, después de odiarse y descubrirse, es lo que siempre debió ser: un faro silencioso de paz, iluminando rincones cada vez que la luz amaga.
IVONNE DÍAZ
ESOS INAPROPIADOS OJOS
Pero hay algo que nadie puede explicar:
¿Por qué la niña ríe en vez de llorar?*
El vendedor de ilusiones la visitaba cada noche, la hacía bailar frente al espejo, triunfar, enamorarse.
Al día siguiente, nuevamente insegura y callada, volvía al estudio y al grupo de jóvenes de la parroquia.
En la iglesia del barrio se organizaba todos los años una kermesse para recaudar fondos. Ella se divertía ayudando. Este año le tocaba ser “telegrafista”. Por poca plata, entregaba entre los adolescentes mensajes con un contenido previsible: lograr la cita tan anhelada. Un juego inocente que hoy nos hace sonreír.
Cristina, su mejor amiga, vendía refrescos. Cuando ya casi todo terminaba llegó él. Tenía 20 años, unos inapropiados ojos verdes y un aire seguro e indiferente. Lo conocían del barrio.
A Cristina le gustaba y le pidió a la telegrafista que le llevara un mensaje, esperando ser correspondida.
Atravesando el patio de baldosas amarillas, la chiquilina llevó el mensaje de su amiga.
Él apenas leyó lo que decía. Dejó la indiferencia a un costado y la encandiló con sus ojos indecentes.
-Decile a tu amiga que no juego con niñas, yo lo que busco es una mujer -le dijo, y Mariel supo que esa mujer era ella.
Sin sentir culpa traicionó la confianza, escuchó la música de su cuerpo, olvidó su rol y mantuvo firme la mirada.
El fabricante de mentiras hizo su mejor obra, contó su historia de cartón. Ella decoró todo con soles y estrellas. Jugó y perdió, pero igual sigue bailando frente al espejo, porque el reparador de sueños besó su alma.
* El fabricante de mentiras / Charly García
* El vendedor de ilusiones / Ruben Rada
* El reparador se sueños / Silvio Rodríguez
ANNA RHOGIO
DRUMDUM, DE IRLANDA
CAPÍTULO IV
Serrana y Joaquín, juegan en el juncal.
La vida palpita a la orilla del arroyo: es el incesante movimiento del universo.
Hay mariposas, abejas y picaflores libando néctares y un pez que salta refulgente, se sumerge en anillos aguamarina.
Los niños simulan ser exploradores de perdidos continentes descubriendo civilizaciones ignoradas.
-¡Adelante, compañera!-grita. -¡Allá están las grutas habitadas por los hombres primitivos que vinimos a estudiar! ¡Preparate! ¡Dicen que son medio salvajes del todo y andá a saber si… -enmudece al ver a Dundrum. -¿Ya… lo… viste?
-Ya… lo… vi… Héctor tenía razón…
El personaje permanece parado en una piedra iluminando el entorno con su encanto.
Ellos se aproximan lentamente con miedo de que desaparezca.
-Adivino sus pensamientos y no me marcharé, pues necesito que me escuchen.
-¿Quién sos?
-¿De dónde venís?
-Soy Dundrum y vine de Irlanda. Mi misión es auxiliar a los niños que se portan mal y proteger a los que se portan bien.
Ella recuerda los líos de sus hermanos:
-Por acá, tenemos de las dos clases.
-Lo sé. Nos encargaremos de corregir a los bandidos.
-¿Nos?
-¿Quiénes?
-Serrana y tú, serán mis secretarios. Cuando Héctor te confíe que me atrapó, porque me dejaré cazar, lo convencerán para que sus tres deseos sean en bien de otros y no en el propio.
-¡A ese muchacho, ni con una buena tunda de palos en las asentaderas! ¡Si lo conoceré!
-Tiene un bondadoso corazón y ustedes sabrán hacer vibrar en la cuerda del arpa de oro, la nota que conmoverá su lado mejor.
-Me olvidé de dónde venís.
-De Irlanda. El arpa y la gaita son nuestros instrumentos nacionales.
-¿Para qué lado viene a quedar? -a él le gusta mucho la geografía.
-Búsquenla en un mapa de Europa, al noroeste del continente. Es mi bellísima isla situada en el Océano Atlántico.
-¿Y qué pasa por allí?
-Tengo hermanos como yo y nuestras amigas son las hadas de los bosques, las sílfides, las náyades, las ondinas y los elfos. Y en una secretísima comarca, a la que pocas personas pueden llegar, viven los unicornios blancos.
-¿Unicornios? -a ella la fascinan los cuentos fantásticos. -Hasta ahora, creí que eran solamente bonitas leyendas.
-Lo son para el resto del mundo, pero nosotros sabemos de su feliz existencia. Mírenlos en mi espejo mágico.
Inclinan las cabezas sobre el cristal. Una niebla violeta se deshace pausadamente y aparece un paisaje espléndido de colinas en las que pastan los animales de nieve. Genios y hadas de la fronda se hamacan en los hilos de seda que tejen las arañas rubias. Oyen la música de flautas, cítaras, gaitas y rabeles. El encanto dura algunos minutos y después las imágenes desaparecen.
Dundrum ya no está.
Su luz exquisita se marchó con él.
Los ojos de los chiquilines se ensombrecen como cielos sin estrellas.
-Cuando sea grande, iré a Irlanda.
-Nena, mejor decí que iremos los dos.
Y se quedan soñando con el país de las maravillas.
ARIEL AZOR
LA BICHUCA
El hospital de Clínicas supo ser el más grande de Sudamérica, la envidia de muchos y orgullo de los uruguayos. Las viejas fotos muestran en aquella época a unos viejos de sacón cortando una cinta, un enfermo fingiendo estar contento con la cabeza vendada y un par de enfermeras tapadas hasta los pelos. Ya hace muchos años de eso y hoy en día gracias a la tecnología y el avance de los años y tantos proyectos y promesas incumplidas todo ha empeorado. Así es Salud Pública, pero no se puede esperar otra cosa, es lo que nos pasa por ser pobres.
Yo hacía changas de construcción y pintura y ya estaba que no aguantaba más. Fui a emergencia y me sacaron una tomografía. “Saque hora y fecha para que lo vea el cirujano y llévele estas placas” me dijeron. Dos meses después la enfermera gritó mi apellido y me invitó a pasar a la sala moviendo su cabeza. El cirujano atrás de la mesita, sentado, parecía dormido, la enfermera lo sacudió y él le gritó: “Qué hace, no ve que estoy pensando en el caso de este señor”. Extendió la mano saludándome y le alcancé las placas.
Prendió la luz y recostó la placa sobre ella.
-Esto es lo que yo venía pensando, si, no hay dudas .Ve, esto acá, esto es por el Chagas, usted lo que tiene mi amigo es Chagas, fíjese, mire, ve, los intestinos, el esófago, el pulmón derecho más o menos y el riñón corrido. Esto sin dudas son síntomas de Chagas.
-Pero yo me hice un examen de sangre y me salió que no, que no tengo.
-Estaría equivocado, yo que sé, a usted sin duda lo picó la Bichuca. Usted nació en Artigas, ¿no es verdad?
-No… no nací ahí. Nací en Montevideo, luego me fui para el Sauce y luego volví a Montevideo. Nunca fui a Artigas, ni siquiera a pasear, no conozco.
Se levantó de la silla y prendió la luz nuevamente. Levantó la placa y la miró a contraluz ahora con los lentes puestos.
-Sí… Mire, esto es Chagas y el chagas viene por la picadura de la Bichuca, y la Bichuca está en Artigas. Usted debe haber ido y no se acuerda, porque parece que el Chagas hacer perder la memoria. Seguramente nació ahí, seguro que lo picó ahí el bicho.
-Que quiere que le diga… yo sé que no.
-Escúcheme señor, yo entiendo que esta es una enfermedad jodida, pero tiene que asumirlo. Tiene esto y bueno, qué va a hacer, hay que ser fuerte y hacerle frente. No le va a servir de nada pensar así. Usted, aparte, no puede venir acá a porfiarme a mí. Yo tengo más años de médico que usted de vida. Ya está, tiene eso y de eso hay que tratarlo y tampoco vamos a andar perdiendo mucho tiempo que hay otros pacientes esperando para atenderse. Y aparte yo me quiero ir temprano porque en dos días es mi cumpleaños y estoy arreglando todo para la fiesta.
-Aaah… ¿y cuántos años cumple?
-¿Eh?... 76… Y a usted que le importa cuántos años cumplo yo. ¿A qué viene acá, a hablar de mí o de usted? Y si se piensa que lo voy a invitar está soñando. La enfermedad lo tiene mal, ¿eh? Le voy a hacer un pase para el psiquiatra porque ya veo que…
Extendió su arrugada mano, que no dejaba de temblar, y me alcanzó la receta con el pase al psiquiatra. En vez de letras tenía unos garabatos dibujados.
-Pero yo no entiendo cómo tengo eso, si nunca fui a Artigas
-Sí, sí fue, no sea porfiado y la verdad yo tampoco entiendo cómo es que viene acá un paciente a discutirme a mí qué enfermedad tiene, ¿para qué viene entonces?
-¿Y qué tengo que hacer ahora?
-Mire, lo primero que tiene que hacer es ir al psiquiatra porque ya veo que…después para lo otro, no hay cura.
-¿Cómo que no hay cura, que, me voy a morir entonces, así no más? Algo tiene que haber
-Y dale con porfiar. La única solución es que lo pique una Bichuca otra vez.
-¿Y de dónde saco yo un bicho de esos?
-¿Pero usted es bobo o se hace? ¿No le dije que sólo hay en Artigas?
Tuve ganas de decirle que ojalá se muriera soplando las velitas, pero me fui y no abrí la boca. No pasé nada a pedir hora para el psiquiatra, fui derecho a la estación de ómnibus y compré un pasaje para Artigas. Esa misma noche viajaba.
Artigas está lejos, toda la noche viajando, ocho horas sentado en un ómnibus, encerrado, sin aire, me sentí muy mal, sin duda la enfermedad avanzaba adentro mío, estaba a punto de desmayarme cuando el ómnibus se detuvo y el chofer gritó: “Todo el mundo para abajo”. Por fin llegamos, estaba sentado en el fondo y fui el primero en bajar.
En la estación no había nadie, sólo un enorme sombrero de paja recostado al fierro del andén. La fiebre me había aumentado. Me acerqué con cuidado.
-Disculpe. ¿Sabrá usted decirme dónde puedo conseguir una Bichuca?
-¿… Bichuca?
-Sí, preciso una, pero viva para que me pique… Disculpe, ¿eh?
-Los detalles de lo que uste haga con la Bichuca a mi no me interesan. Mire, siga dos cuadras por esa calle, Chagas -su dedo salió señalando de abajo del sombrero- hasta el llegar al 122.
-¿Ahí hay?
-…
Fui hasta allí casi corriendo, a pesar que me faltaba el aire, me sentía fatigado y el calor era insoportable. No encontraba el número, hasta que me di cuenta. El uno era una mujer parada con un bikini negro, los dos, dos senos y dos piernas abiertas, dibujados en la pared. Toqué a la puerta. “Pasá” se escuchó una voz femenina desde adentro.
-¿Qué estas buscando vos?
Primero creí que era un fantasma, su cara y sus brazos remangados bien blancos parecían los de una muerta, pero cuando dio un golpe sobre el mármol del fogón me di cuenta de que estaba amasando.
-Una Bichuca, señora.
-Pffff… Una Bichuca. Esté difícil. Bueno, son 800 y se paga por adelantado.
Saqué los 800 y se los di.
-Pero necesito que me pique.
-Entonces son 200 más… Anda y acuéstate ahí, sácate toda la ropa, yo ya voy.
Le di los otros 200 y me tiré en la cama, desnudo. Me quedé dormido. Ya no aguantaba más. Unos gritos con voz chillona imitando a algún pájaro me despertaron, me costaba ver, las puntas de unas plumas se asomaron por la puerta. Pegó un salto y se hizo ver toda entera, agachada, por la puerta del dormitorio. Plumas pegadas a su cuerpo la vestían. Una calza gris ajustada vestía sus patas flacas y largas, abría y cerraba las alas. “Qui qui” seguía gritando, con una especie de zapatos como pezuñas.
-¿Qué hace? ¿Esto no será brujería? A mí no me gustan esas cosas, yo sólo quiero que me pique una Bichuca
“Qui qui” y empezó a picarme con su boca. Sus labios pintados de rojo bermellón recorrieron mi cuerpo. Me desmayé o algo, no pude moverme más mientras la Bichuca seguía con sus gritos y picaduras.
La ambulancia de salud pública de Artigas demoró tres horas en venir a buscarme. Nunca desperté, aunque escuchaba y hablaba conmigo mismo.
-¿Qué le hiciste al pobre desgraciado? -le preguntó el médico parado al lado de la cama a la Bichuca, que había perdido la mitad de sus plumas.
-Mirá que yo que tengo que viajar a Montevideo al cumpleaños de un cliente, colega tuyo. Mejor llévatelo para el hospital, yo ya me voy y no lo puedo cuidar.
-Bueno, a ver si cuando despierte nos dice que diablos está haciendo este acá.
JOSÉ LUIS MACHADO
EL MURMULLO DEL MAR
El amigo lastimado y cansado había llegado buscando un lugar con estrellas donde descansar.
La mujer escuchó los pasos y vio la sombra difusa de alguien a lo lejos. El monte comenzó a moverse.
Hacía inviernos que estaba sola, ya no se acordaba de cuantas lunas.
Él no estaba seguro de que aquel montón de caseríos salpicados sobre los pastos altos, un lugar silencioso, como esos que tienen muchos árboles y pocos pájaros, fuera el que había sido. Le dolía la parte izquierda, abultada, con galladuras moradas de quién sabe cuántos golpes. Y le pulsaban los ojos. Posiblemente pensó, en la lejanía, donde tiritaba agitado el viento, estuvieran las gigantescas llanuras azules por las que erraban los espíritus nobles de los pescadores.
La mujer se sentía olvidada. Pensó en el hombre, que jadeaba un tiempo más allá. Le dio más tristeza aun, darse cuenta de que aquel hombre era su hombre.
Parecía que la oscuridad estuviera al ras de la noche, como si no fuera a volver a clarear.
Oyó las respiraciones tardías del hombre, y vio que se apoyaba contra la columna derecha de la entrada.
Oyó las respiraciones tardías del hombre, y vio que se apoyaba contra la columna derecha de la entrada.
Él sabía, aunque fuese entre alucinaciones, que más allá nacía la arena y germinaban las barcas. También sabía la cantina al borde del muelle, donde mujeres hospitalarias carcajeaban amores y la música del piano llenaba el canto de los vasos. Se acordaba de los formidables puertos; el olor a ciudad; las caballerizas de su padre, las ratas y el día aquel que había dejado de ser niño por primera vez. Aunque sudaba, tenía tanto frío; tuvo que sentarse y se inclinó hasta apoyar la cabeza contra sus rodillas.
Ella sacó fuerzas de entre los bolsillos de su juventud y se acercó a él, se sentó a su lado y apoyó su oreja en la espalda del hombre. Creyó sentir sus latidos, pero luego de un rato se dio cuenta que sólo era el murmullo del mar.
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