sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY

DECIMOCUARTA ENTREGA

XIII


UN FINAL BASTANTE EXTRAÑO

La forma en que se terminó mi relación con Gertrude Stein fue bastante extraña. Nos habíamos hecho muy amigos y yo le había hecho algunos favores que la ayudaron mucho, como fue lograr que su largo libro empezara a publicarse por entregas en la revista de Ford, y ayudar en la dactilografía del manuscrito y la corrección de las pruebas, y empezábamos a ser amigos más íntimos de lo que yo podía sensatamente desear. A un hombre siempre le trae problemas tener tanta amistad con una mujer célebre, aunque todo pueda parecer muy lindo antes de que después de la suerte aparezca la desgracia, y cuando las escritoras son realmente ambiciosas las cosas son peores.

Una vez le pedí disculpas a Miss Stein por haber desaparecido demasiado tiempo del 27 de la rue de Fleurus, argumentando de que muchas veces dudaba de que ella estuviese en su casa, y me dijo:

-Pero si usted sabe que esta es su casa, Hemingway. Lo digo con toda sinceridad. Venga cuando quiera, y la muchacha -a la que llamó por su nombre, aunque en este momento no puedo recordarlo- lo va a atender para que usted me espere cómodo y tranquilo.

Yo acepté el ofrecimiento sin abusar, y a veces iba a mirar los cuadros tomando una copa, y si Miss Stein no aparecía le dejaba una nota, le daba las gracias a la muchacha y me iba. Hasta que un día Miss Stein me pidió que la visitara para despedirse antes de viajar en coche con una compañera a una ciudad del sur de Francia. Incluso nos invitó a que fuéramos con Hadley a visitarla durante sus vacaciones y nos quedáramos en un hotel, pero nosotros teníamos otros planes. Claro que esto lo disimulé diciendo que íbamos a hacer todo lo posible por encontrarnos, siempre que nos diera el tiempo. O sea que ya empezaba a dominar el método para no obedecer a las invitaciones. No tuve más remedio. Mucho tiempo después, Picasso me dijo que él siempre aceptaba las invitaciones de los ricos porque así se ponían contentos, y después inventaba un obstáculo para no ir. Aunque no lo decía por Miss Stein, sino por gente muy distinta.

Y me acuerdo que un hermoso día primaveral bajé a despedirme atravesando el Petit-Luxembourg desde la plaza de l’Observatoire. Los castaños de Indias estaban en flor, y había muchos niños jugando en los senderos con sus niñeras vigilándonos, bajo los árboles llenos de palomas torcazas que se podían contemplar o escuchar zurear invisiblemente.

La muchacha me abrió la puerta antes que yo tocara el timbre, y me dijo que entrara y esperara. Miss Stein iba a llegar en cualquier momento. Estábamos cerca del mediodía, pero ella me puso en la mano una copita de aguardiente y me hizo una guiñada alegre. El alcohol transparente me reconfortó, y todavía lo sentía en la lengua cuando escuché que alguien le hablaba a Miss Stein de una manera como nunca más escuché hablar a nadie. A nadie, nunca, en ninguna parte.

Después se oyó la voz de Miss Stein, defendiéndose y suplicando. Decía:

-Esto no, cielo. No hagas esto. No, por favor, no hagas esto. Pedime lo que quieras pero no hagas esto. No, cielo, por favor.

Tragué la bebida y dejé la copa en la mesa y salí lo antes que pude. La muchacha me apunto con el índice murmurando:

-No se vaya. Ella ya viene.

-Tengo que irme -le dije.

Y traté de no seguir escuchando, pero la cosa seguía y la única solución era escaparse. Lo que decía una era tan terrible como lo que contestaba la otra.

Y cuando salimos le pedí a la muchacha:

-Por favor, dígale que nos encontramos aquí en el patio porque venía a avisarle que tengo un amigo enfermo y no puedo quedarme. Y que le deseo un buen viaje y que en un tiempo le escribo.

-Entendido, monsieur. Es una lástima que esté tan apurado.

-Sí -dije. -Es una lástima.

Y ahí se terminó todo para mí, de un modo bastante estúpido, aunque le seguí haciendo pequeños favores cuando me los pidió, y seguí llevándole gente que quería conocer hasta que dejó de recibirme, lo mismo que a la mayoría de los otros amigos, cuando llegó la época en que aparecieron otras amistades. Daba pena ver nuevos cuadros sin valor colgados al lado de los grandes cuadros, pero a mí me importaba un pito. Miss Stein se peleó con todos los que la queríamos menos con Juan Gris, y fue porque él se había muerto. Y creo que a él tampoco le hubiese importado, porque en los últimos cuadros se nota que ya todo le daba lo mismo.

Después ella también terminó peleándose con los nuevos amigos, pero a nosotros ya no le prestábamos atención a sus líos. Llegó a portarse como un emperador romano, lo cual puede ser muy aceptable en el caso de que nos guste que las mujeres actúen igual que los emperadores romanos. Pero Picasso la había retratado, y yo me acordaba muy bien de ella cuando se parecía a una mujer friulana.

Al final todo el mundo, o casi lodo el mundo, se reconcilió con ella para no parecer pedante o resentido. Pero yo nunca pude reconciliarme de verdad, no pude reconciliarme ni de corazón ni de cabeza. Esto, que la cabeza no sea capaz de reconciliarse, es lo peor que puede pasar. Y aquel caso era más complicado todavía.

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