sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY


DUODÉCIMA ENTREGA
XI


CON PASCIN EN EL DÔME

Era un atardecer muy agradable, y yo había trabajado al firme todo el día, y al final salí del piso de encima de la serrería atravesando el patio con sus pilas de madera, cerré la puerta, crucé la calle y entré por la puerta trasera de la panadería que por delante daba al boulevard Montparnasse, y después de pasar a través de todos los buenos aromas del pan que llenaban el horno y la tienda desemboqué en la calle. En la panadería ya tenían las luces prendidas, y afuera se acababa el día, y caminé por la primera penumbra hasta llegar al restaurante del Nègre de Toulouse, donde guardaban nuestras servilletas a cuadros blancos y rojos metidas en los servilleteros de madera y puestas en sus estanterías, esperándonos a que fuéramos a comer. Leí el menú multicopiado en tinta violeta y vi que el plato del día era cassoulet. Apenas leí el nombre ya me atacó el hambre.

Monsieur Lavigne, el dueño, me preguntó cómo marchaba mi trabajo y le dije que marchaba muy bien. Dijo que me había visto trabajando en la terraza de la Closerie des Lilas de mañana temprano, pero no me había hablado porque me vio muy concentrado.

-Parecía un hombre perdido en la jungla -dijo.

-Cuando trabajo, soy como un topo ciego.

-¿Pero no estaba usted en la jungla, monsieur?

-En la pradera -dije.

Después me fui a pasear por la calle, contento con el atardecer primaveral y el gentío que me rodeaba. En los tres cafés grandes vi a gente que conocía de vista y otra con la que había hablado alguna vez. Pero siempre había otra gente que no conocía y que parecía mucho más simpática, y que al atardecer, cuando se prendían las luces, se abalanzaba hacia algún lugar para reunirse con alguien, comer con alguien, y después hacer el amor. A lo mejor los que estaban en los cafés pensaban en lo mismo, o se conformaban nada más que con beber y hablar sabiéndose observados. Las personas que a mí me caían simpáticas, pero no conocía, iban a los grandes cafés porque allí podían sentirse solas y juntas al mismo tiempo. En aquel tiempo los grandes cafés eran también baratos, y todos tenían buena cerveza y los aperitivos costaban precios razonables, claramente marcados en los platillos en los que los servían.

Aquella tarde yo elaboraba estos sanos y no muy originales pensamientos mientras me sentía extraordinariamente virtuoso porque había trabajado bien y al firme durante un día en el que me moría de ganas de ir a las carreras. Pero en ese momento no tenía plata para las carreras, aunque allí también siempre se podía ganar algo, tomándose las cosas en serio. Todavía no existían las pruebas de saliva y otros métodos para descubrir a los caballos estimulados artificialmente, y había muchísimo doping. Pero aprender el oficio de captar en pleno paddock los síntomas que demuestran que un caballo está dopado guiándose por intuiciones casi extrasensoriales y arriesgando una plata imprescindible, no es conveniente para que un joven que tiene que mantener a una esposa y a un hijo progrese profesionalmente en su trabajo de todos los días, que es aprender a escribir en prosa.

Todavía seguíamos muy pobres, y yo seguía ahorrando con recursos como el de decir que me habían invitado a almorzar y pasarme dos horas caminando por el jardín del Luxemburgo y volver a contarle a mi mujer lo bien que había comido. Cuando tenés veinticinco años y sos un peso fuerte nato, saltearse una comida te da mucha hambre. Pero también agudiza todas las percepciones, y un día me di cuenta de que muchos de mis personajes comían demasiado o se pasaban pensando en comer y tomar una copa.

En el Nègre de Toulouse servían un buen buen vino de Cahors, en cuartos litros o medias jarras o jarras enteras, que casi siempre diluíamos con algo así como un tercio de agua. Y en casa, encima de la serrería, tomábamos un vino de Córcega muy barato y de  gran personalidad. Era un vino muy corso, y lo podíamos diluir en mitades sin que perdiera fuerza. O sea que en París se podía vivir muy bien por casi nada, y salteándose una comida de vez en cuando y prohibiéndose comprar ropa hasta se podía ahorrar y darse algunos lujos.

Esquivé el Select porque vi a Harold Stearns, y sabía que iba a querer hablarme de caballos, aquellos animales en los que yo pensaba llenándome de complacencia moral y de espiritualidad, porque eran las bestias pecaminosas de las que me había liberado. Orgulloso de mi virtud crepuscular, también seguí de largo al pasar por la Rotonde y, despreciando tanto al vicio como al instinto gregario, atravesé el boulevard y me fui al Dôme. Allí también estaba lleno de gente, pero en el Dôme allí había algunos que habían trabajado.

Había muchachas que durante día habían trabajado como modelos, y pintores que trabajaron hasta quedarse sin luz, y había escritores que bien o mal habían cumplido una jornada de trabajo, y había bebedores y personajes de todo tipo, y a algunos los conocía mientras que a los demás los contemplaba como si fueran parte de un decorado.

Entré y me senté a una mesa donde estaba Pascin con dos modelos que eran hermanas. Pascin me había llamado una seña con la mano cuando yo estaba parado en la vereda de la rue Delambre, dudando en entrar a tomar una copa. Pascin era un pintor muy bueno, y estaba borracho, una borrachera perpetua y deliberada y llena de sentido. Las dos modelos eran jóvenes y bonitas. Una era muy morocha, menuda y bien formada, con una corruptibilidad falsamente frágil. La otra era aniñada y boba, pero muy linda, y tenía un estilo de aniñamiento que le iba a durar poco. No estaba tan bien formada como su hermana, pero en una primavera como aquella nadie te venía bien.

-La hermana buena y la hermana mala -dijo Pascin. -Tengo plata. ¿Qué tomás?

-Un chopp -le dije al camarero.

-Pedí un whisky. Tengo plata.

-Me gusta la cerveza.

-Si te gustara la cerveza de verdad irías a Lipp. Me imagino que estuviste escribiendo.

-Sí.

-¿Marcha bien?

-Espero que sí.

-Bien. Así me gusta. ¿Y te queda todo rico?

-Sí.

-¿Cuántos años tenés?

-Veinticinco.

-¿Querés volteártela? -sonrió mirando a la morocha. -Anda alzada.

-Vos ya te la habrás volteado bastante por hoy.

Ella me sonrió con los abiertos labios.

-Tiene una lengua de mierda -dijo. -Pero es bueno.

-Pueden subir al estudio.

-No seas cerdo -dijo la hermana rubia.

-¿Y a vos quién te habló? -le preguntó Pascin.

-Nadie. Pero yo dije lo que pienso.

-Vamos a disfrutar -dijo Pascin. -El escritor joven y serio, el cordial y viejo pintor y las dos hermosas muchachas, con toda la vida por delante.

Las chicas bebían sorbitos de sus bebidas, y Pascin se tomó otra fine à l’eau y yo mi cerveza, pero el único que estaba cómodo era Pascin. La morena estaba nerviosa y se ponía de perfil para que se le destacaran los pómulos como si estuviera en una vidriera, mientras me mostraba los pechos ceñidos por el jersey negro. Usaba el pelo corto, liso y negro como el de un oriental.

-Posaste todo el día -le dijo Pascin. -¿Por qué seguís con ese jersey puesto?

-Me gusta -dijo ella.

-Parecés una muñeca javanesa.

-No lo dirás por los ojos -dijo ella. -Mi estilo es más complicado.

-Lo que parecés  es una pobre muñequita pervertida.

-Puede ser -dijo ella. -Pero estoy viva. Vos no llegas a tanto.

-Quién sabe.

-Muy bien -dijo ella. -Pero exijo pruebas.

-¿Lo de  hoy no te alcanzó?

-Ah, eso -dijo la muchacha dándose vuelta para que su perfil se recortara sobre la última luz del crepúsculo. -Pero lo que te calentó es lo que pintabas. Está enamorado de sus telas -me explicó. -Y siempre les hace alguna chanchada.

-Querés que te pinte, te pague y te coja para despejarme, y que además me enamore de vos -dijo Pascin. -Pobre muñeca estúpida.
.
-A usted le gusto, ¿verdad, monsieur? -me preguntó ella.

-Mucho.

-Pero usted es mucho mucho más grande que yo -dijo con tristeza.

-En la cama todos medimos lo mismo.

-No es verdad -dijo su hermana. -Y ya estoy harta de esta conversación.

-Mirá -dijo Pascin. -Si pensás que estoy enamorado de las telas, mañana mismo te pinto a la acuarela.

-¿Cuándo cenamos? -preguntó la hermana. -¿Y dónde?

-¿Va a cenar con nosotros? -me preguntó la morocha.

-No. Tengo que ir a cenar con ma légitime.

Así decían en aquel tiempo. Ahora dicen ma régulière.

-¿Tiene que ir?

-Tengo que ir y quiero ir.

-Andate, entonces  -dijo Pascin. -Y no te enamores de la máquina de escribir.

-Si siento que me estoy enamorando, vuelvo a escribir a lápiz.

-Mañana a acuarelar –dijo él. -Bueno, niñas, me tomo otra copa y después cenamos donde quieran.

-Chez Vikings -dijo la morocha.

-Sí. Allí -la apoyó su hermana.

-De acuerdo -dijo Pascin. -Buenas noches, muchacho. Que duermas bien.

-Te deseo lo mismo.

-Estas muchachas no me dejan dormir -dijo él. -Nunca duermo.

-Bueno, tratá de dormir por lo menos esta noche.

-¿Después de los Vikings?

Y agregó una mueca bajo el sombrero que usaba encasquetado en la nuca. Parecía más un personaje de revista de Broadway de fines de siglo que un pintor excelente como lo era, y después que se ahorcó me gustaba recordarlo con el buen humor que tenía aquella noche en el Dôme. Dicen que todos llevamos adentro las semillas de lo que vamos a hacer, pero a mí me parece que los que saben vivir divirtiéndose alimentan sus semillas con mejor tierra y más abono.

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