sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY


UNDÉCIMA ENTREGA
IX


NACE UNA NUEVA ESCUELA

Lo que se precisaba eran las libretas de lomo azul, los dos lápices y el sacapuntas (afilando el lápiz con un cortaplumas se desperdicia demasiada madera), la luz de las lámparas de mármol, los olores del amanecer, el barrido y el fregado, y la suerte. Para la buena suerte había que llevar en el bolsillo derecho una castaña de Indias y una pata de conejo. Hacía tiempo que la pata de conejo había perdido el pelo, y los huesos y los tendones relucían de tanto que los frotaba. Las uñas me pinchaban a través del forro del bolsillo, haciéndome acordar de que seguía con suerte.

A veces la cosa marchaba tan bien que podía pasear por el campo que acababa de construir, salir al claro de un bosque caminando entre la leña recién cortada y trepar una colina hasta quedarme contemplando las cumbres, más allá de un brazo del lago. A veces se me quebraba la punta del grafo y tenía que destrancar el sacapuntas con la navaja, volver a afilar meticulosamente el lápiz, y entonces podía volver a meter un brazo en la salazón de sudor de la correa, levantar la mochila para pasar el otro brazo, sentir el peso repartido en la espalda y bajar hasta el lago caminando sobre las pinochas.

Y en aquel momento se escuchaba una voz:

-Hola, Hem. ¿Pero qué carajo estás haciendo? ¿Pretendés escribir en un café?

Se me había acabado la suerte, y tenía que cerrar la libreta. Era lo peor que me podía pasar. Y como en aquel tiempo todavía no había aprendido a controlarme dije:

-Joder con el hijo de puta. ¿Pero qué hacés aquí? ¿Te echaron de tu barrio de mierda?

-Epa, sin insultar. Me parece muy bien que te las tires de excéntrico, pero no te la agarres conmigo.

-Salí de aquí, bocón boludo.

-Estamos en un establecimiento público. Tengo tanto derecho a quedarme aquí como vos.

-¿Por qué no volvés a mariconear a la Petite-Chaumière?

-No te pongas grosero. Por favor.

Siempre quedaba el recurso de irse, y pensar que aquella era una visita accidental: que el muchacho había entrado por casualidad y que no significaba el principio de una infección. Claro que había otros cafés buenos para trabajar, pero estaban lejos, mientras que aquel era el café de mi casa. No quería que me echaran de la Closerie des Lilas. Frente a aquella primera invasión, había que resistir o retirarse. Probablemente lo más cuerdo hubiera sido irse, pero me seguí calentando y dije:

-Oíme: a un boludo como vos le da lo mismo ir a cualquier lado. ¿Para qué venís a enchastrar un café respetable?

-Entré a tomar una copa, nomás. ¿Qué es lo que te molesta tanto?

-Allá donde nacimos, después de servirte rompían el vaso.

-Es que ya me había olvidado de que nacimos en el mismo país. Por lo que me decís, parece que estuviéramos en un lugar de costumbres exquisitas.

Estaba sentado en la mesa de lado. Un muchacho alto, gordo y con lentes. Había pedido una cerveza. Decidí no hacerle caso y probar a seguir escribiendo. Así que no le di pelota y escribí dos frases.

-Lo único que hice fue saludarte.

Escribí otra frase. No es fácil parar cuando te metiste a fondo en la cosa.

-Estás tan agrandado, que ya no se puede ni saludarte.

Escribí otra frase que cerraba un párrafo, y leí el párrafo. Todavía marchaba bien, y escribí la primera frase del próximo párrafo.

-Nunca pensás en los demás, ni te imaginás que también pueden tener sus problemas.

Las quejas no me molestan: las escuché toda mi vida. Y pude perfectamente seguir escribiendo, con aquel ruido al lado que no era peor que muchos otros, y sin duda mejor que el de Ezra cuando aprendía a tocar el contrabajo.

-Imaginate lo que es sentir la vocación de escritor en todas las fibras del cuerpo, y, sin embargo, fracasar siempre.

Seguí escribiendo, y empecé a tener suerte otra vez.

-Imagínate lo que es sentirse atravesado por una energía irresistible, y después quedar mudo y deprimido.

Mejor eso que deprimido y charlatán, pensé, y seguí escribiendo. El muchacho ya había llegado al colmo, y las increíbles frases me calmaban como el chillido de un tablón destrozado por una sierra mecánica.

-Estuvimos en Grecia -lo escuché decir al rato.

Yo ya hacía rato que lo escuchaba como a un ruido más. Pero tenía trabajo adelantado, así que podía parar para seguir al otro día.

-¿Y qué tal Grecia? -le pregunté. -¿Estás de vuelta o te quedaste allá?

-Pará con la grosería -dijo. -¿No querés que te cuente lo demás?

-No.

Cerré la libreta y me la metí en el bolsillo.

-¿No te interesa saber cómo terminó?

-No.

-¿No te interesa la vida, ni el sufrimiento de un ser humano?

-El tuyo, no.

-Sos una bestia.

-Sí.

-Pensé que vos ibas a ayudarme, Hem.

-Lo que me gustaría es pegarte un tiro.

-¿Serías capaz?

-No. Me lo prohíbe el código penal.

-Yo haría cualquier cosa por vos.

-¿De veras?

-Por supuesto.

-Entonces no vuelvas a este café. Es lo único que te pido.

Me levanté, y el mozo se acercó y pagué.

-¿Puedo acompañarte hasta la serrería, Hem?

-No.

-Bueno, entonces nos vemos otro día.

-Aquí  no.

-Okey -dijo. -Prometido.

-¿Qué estás escribiendo ahora? -cometí el error de preguntar.

-Escribo lo mejor que puedo. Hago exactamente lo mismo que vos. Pero es tan difícil.

-No tendrías que escribir si no te sale. Volvé a tu casa. Buscate un empleo. Ahorcate. Pero no andes quejándote. Nunca vas a ser capaz de escribir.

-¿Por qué me decís estas cosas?

-¿Nunca te escuchaste hablar?

-Yo hablo de escribir.

-Entonces callate.

-Sos cruel -dijo. -Todo el mundo me dice siempre que sos cruel y pedante y que no que tenés corazón. Pero yo siempre te defiendo. No te voy a volver a defender nunca más.

-Así me gusta.

-¿Cómo podés ser tan cruel con un ser humano como vos?

-No sé -dije. -Oíme, ya que no sos capaz de escribir, ¿por qué no te dedicás a la crítica?

-¿Te parece?

-Sería extraordinario -le dije. -Siendo crítico podés escribir cualquier cosa, sin preocuparse porque una cosa no te sale o porque te quedaste mudo y deprimido. Te va a leer todo el mundo y van a respetarte.

-¿Te parece que puedo ser un buen crítico?

-No sé si muy bueno. Pero podés ser un crítico. Siempre vas a encontrar gente que te haga favores, y después vos se los podés devolver.

-¿Qué querés decir con eso?

-Que vas a tener una rosca de escritores amigos.

-Pero esa rosca ya tiene a sus críticos.

-No tenés por qué dedicarte a la crítica literaria -dije. -Tenés la pintura, el teatro, el ballet, el cine.

-Me estás abriendo la cabeza, Hem. Te lo agradezco muchísimo. Y además en la crítica también puede existir la creatividad.

-Es que a lo creativo se le da demasiada importancia. A Dios le alcanzaron nada más que seis días para crear el mundo, y al séptimo descansó.

-Pero también podría seguir dedicándome a hacer literatura.

-Eso siempre que tu propia crítica no exija una calidad inalcanzable.

-Y no tengas duda de que voy a ser muy exigente con el nivel de calidad.

-Estoy seguro.

Como era ya un crítico, le invité a una copa y aceptó.

-Hem -dijo; y me di cuenta de que ya era un critico de cuerpo entero, porque empezaba las frases nombrando a su interlocutor. -Con toda sinceridad, tengo que confesarte que tu estilo me parece demasiado rígido.

-Qué lástima.

-Hem: es demasiado seco, demasiado descarnado.

-Entonces voy muy mal.

-Hem: demasiado rígido, demasiado seco, demasiado descarnado, se ven demasiado los tendones.

Por las dudas palpé la pata de conejo que llevaba en el bolsillo y prometí:

-Voy a tratar de engordar un poco mi estilo.

-Ojo que no quiero decir que me guste obeso.

-Hal -dije, entrenándome para hablar como un crítico. -Te aseguro que mientras pueda voy a cuidarme de la obesidad.

-Me alegra de que estemos tan de acuerdo -se puso magnánimo de golpe.

-¿Vas a acordarte de no volver por aquí cuando yo esté trabajando?

-Por supuesto, Hem. Claro. Desde ahora en adelante, yo también voy a tener mi café fijo.

-Sos muy amable.

-Es lo que trato de ser -dijo.      

Hubiese sido muy interesante e instructivo que el muchacho terminara transformándose en un crítico famoso y durante un tiempo tuve grandes esperanzas en él, pero al final no pasó nada.

Al día otro pensé que no me convenía arriesgarme a volver tan rápido a la Closerie y me levanté temprano, herví la mamadera, mezclé la leche y después de darle la mamadera a Mr. Bumby me puse a trabajar en la mesa del comedor. Tanto Mr. Bumby como F. Puss, el gato, eran dos compañeros tranquilos y agradables, y trabajé con más facilidad que nunca. Claro que en aquel tiempo ni siquiera tenía necesidad de la pata de conejo para trabajar bien, aunque siempre reconfortaba palparla en el bolsillo.

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