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NICOLÁS MAQUIAVELO - EL PRÍNCIPE (16)



CAPITULO VIII

De los que llegaron al principado por medio de maldades (1)

Pero como uno, de simple particular, llega a ser también príncipe de otros modos, sin deberlo todo a la fortuna o valor, no conviene que yo omita yo aquí el tratar de uno y otro de estos dos modos, aunque puedo reservarme el discurrir con más extensión sobre el segundo, al tratar de las repúblicas. El primero es cuando un particular se eleva por una vía malvada y detestable al principado, y el segundo cuando un hombre llega a ser príncipe de su patria con el favor de sus conciudadanos.

En cuanto al primer modo, presenta la historia de dos ejemplos suyos: el uno antiguo, y el otro moderno. Me ceñiré a citarlos sin profundizar de otro modo la cuestión, porque soy de parecer que ellos dicen bastante para cualquiera que estuviere en el caso de imitarlos.

El primer ejemplo es el del siciliano Agatocles, quien, habiendo nacido en una condición no solamente ordinaria, sino también baja y vil, llegó a empuñar, sin embargo, el cetro de Siracusa. Hijo de un alfarero, había tenido en todas las circunstancias una conducta reprensible, pero sus perversas acciones iban acompañadas de tanto vigor corporal y fortaleza de ánimo que habiéndose dado a la profesional militar ascendió, por los diversos grados de la milicia, hasta el de pretor de Siracusa. Luego que se hubo visto elevado hasta este puesto, resolvió hacerse príncipe, y retener con violencia, sin ser deudor de ello a ninguno, la dignidad que él había recibido del libre consentimiento de sus conciudadanos. Después de haberse entendido a este efecto con el general cartaginés Amílcar, que estaba en Sicilia con su ejército, juntó una mañana al pueblo y Senado de Siracusa, como si tuviera que deliberar con ellos sobre cosas importantes para al República; y dando en aquella Asamblea a sus soldados la señal acordada, les mandó matar a todos los senadores y a los más ricos ciudadanos que allí se hallaban. Librado de ellos, ocupó y conservó el principado de Siracusa sin que se manifestara guerra ninguna civil contra él. Aunque se vio, después, dos veces derrotado y aun sitiado por los cartagineses, no solamente pudo defender su ciudad, sino que también, habiendo dejado una parte de sus tropas para custodiarla, fue con otra a atacar la África; de modo que en poco tiempo libró Siracusa sitiada y puso a los cartagineses en tanto apuro que se vieron forzados a tratar con él, se contentaron con la posesión de África y le abandonaron enteramente la Sicilia.

Si consideramos sus acciones y valor, no veremos nada o casi nada que pueda atribuirse a la fortuna. No con el favor de ninguno, como lo he dicho más arriba, sino por medio de los grados militares adquiridos a costa de muchas fatigas y peligros, consiguió la soberanía; y si se mantuvo en ella por medio de una infinidad de acciones tan peligrosas como estaban llenas de valor, no puede aprobarse ciertamente lo que él hizo para conseguirla. La matanza de sus conciudadanos, la traición de sus amigos, su absoluta falta de fe, de humanidad y religión, son ciertamente medios con los que uno puede adquirir el imperio; pero no adquiere nunca con ellos ninguna gloria.

No obstante esto, si consideramos el valor de Agatocles en el modo con que arrostra con los peligros y sale de ellos, y la sublimidad de ánimo en soportar y vencer los sucesos que le son adversos, no veo por qué tendríamos por inferior al mayor campeón de cualquier especie. Pero su feroz crueldad y despiadada inhumanidad, sus innumerables maldades, no permiten alabarle, como si él mereciera ocupar un lugar entre los hombres insignes más eminentes; y vuelvo a concluir que no puede atribuirse a su fortuna ni valor lo que él adquirió si uno ni otro.

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