III (2)
Al día siguiente, cuando el sol estaba muy alto, Horacio fue solo, por el camino de tierra que conducía al río, a la casita del Tímido. Antes de llegar al camino pasaba por debajo de un portón cerrado y al costado de otra casita, más pequeña, que sería del guardabosque. Horacio golpeo las manos y salió un hombre, sin afeitar, con un sombrero roto en la cabeza y masticando algo.
-¿Qué desea?
-Me han dicho que el dueño de aquella casa tiene una muñeca…
El hombre se había recostado a un árbol y lo interrumpió para decirle:
-El dueño no está.
Horacio sacó varios billetes de su cartera y el hombre, al ver el dinero, empezó a masticar más lentamente. Horacio acomodaba los billetes en su mano como si fuesen barajas y fingía pensar. El otro tragó el bocado y se quedó esperando. Horacio calculó el tiempo en que el otro habría imaginado lo que haría con ese dinero; y al fin dijo:
-Yo tendría mucha necesidad de ver esa muñeca hoy…
-El patrón llega a las siete.
-¿La casa está abierta?
-No. Pero yo tengo llave. En caso que se descubra algo -dijo el hombre alargando la mano y recogiendo “la baza”, yo no sé nada. -Tiene que darle dos vueltas… La muñeca está en el piso de arriba… Sería conveniente que dejara las cosas esatamente como las encontró.
Horacio tomo el camino a paso rápido y volvió a sentir la agitación de la adolescencia. La pequeña puerta de entrada era sucia como una vieja indolente y él revolvió con asco la llave en la cerradura. Entró a una pieza desagradable donde había cañas de pescar recostadas a una pared. Cruzo el piso, muy sucio, y subió una escalera recién barnizada. El dormitorio era confortable; pero allí no se veía ninguna muñeca. La buscó hasta debajo de la cama; y al fin la encontró entre un ropero. Al principio tuvo una sorpresa como las que le preparaba María. La muñeca tenía un vestido negro, de fiesta, rociado con piedras como gotas de vidrio. Si hubiera estado en una de sus vitrinas él habría pensado que era una viuda rodeada de lágrimas. De pronto Horacio oyó una detonación: parecía un balazo. Corrió hacia la escalera que daba a la planta baja y vio, tirada en el piso y rodeada de una pequeña nube de polvo, una caña de pescar. Entonces resolvió tomar una manta y llevar la Hortensia al borde del río. La muñeca era liviana y fría. Mientras buscaba un lugar escondido, bajo los árboles, sintió un perfume que no era del bosque y en seguida descubrió que se desprendía de la Hortensia. Encontró un sitio acolchado, en el pasto, tendió la manta abrazando a la muñeca por las piernas y después la recostó con el cuidado que pondría en manejar una mujer desmayada. A pesar de la soledad del lugar, Horacio no estaba tranquilo. A pocos metros de ellos apareció un sapo, quedó inmóvil y Horacio no sabía qué dirección tomarían sus próximos saltos. Al poco rato vio, al alcance de su mano, una piedra pequeña y se la arrojó. Horacio no pudo poner la atención que hubiera querido en esta Hortensia; quedó muy desilusionado, y no se atrevía a mirarle la cara porque pensaba que encontraría en ella, la burla inconmovible de un objeto. Pero oyó un murmullo raro mezclado con ruido de agua. Se volvió hacia el río y vio, en un bote, un muchachón de cabeza grande haciendo muecas horribles; tenía manos pequeñas prendidas de los remos y sólo movía la boca, horrorosa como un pedazo suelto de intestino y dejaba escapar ese murmullo que se oía al principio. Horacio tomó la Hortensia y salió corriendo hacia la casa del Tímido.
Después de la aventura con la Hortensia ajena y mientras se dirigía a la casa negra, Horacio pensó en irse a otro país y no mirar nunca más a una muñeca. Al entrar a su casa fue hacia su dormitorio con la idea de sacar de allí a Eulalia; pero encontró a María tirada en la cama boca abajo llorando. Él se acercó a su mujer y le acarició el pelo: pero comprendió que estaban los tres en la misma cama y llamo a una de las mellizas ordenándole que sacara la muñeca de allí y llamara a Facundo para que viniera a buscarla. Horacio se quedó recostado a María y los dos estuvieron silenciosos esperando que entrara del todo la noche. Después él tomó la mano de ella y buscando trabajosamente las palabras, como si tuviera que expresarse en un idioma que conociera poco, le confesó su desilusión por las muñecas y lo mal que lo había pasado sin ella.
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