jueves

LAS HORTENSIAS (14) - FELISBERTO HERNÁNDEZ

VIII (1)


Walter había regresado de unas vacaciones y Horacio reanudó las sesiones de sus vitrinas. La primera noche había llevado a Eulalia al salón. La sentaba junto a él, en la tarima, y la abrazaba mientras miraba las otras muñecas. Los muchachos habían compuesto escenas con más personajes que de costumbre. En la segunda vitrina había cinco: pertenecían a la comisión directiva de una sociedad que protegía a jóvenes abandonadas. En ese instante había sido elegida presidente una de ellas; y otra, la rival derrotada, tenía la cabeza baja; era la que le gustaba más a Horacio. Él, dejó por un instante a Eulalia y fue a besar la frente fresca de la derrotada. Cuando volvió junto a su compañera quiso oír, por entre los huecos de la música, el ruido de las máquinas y recordó lo que Alex le había dicho del parecido de Eulalia, con una espía de la guerra. De cualquier manera aquella noche sus ojos se entregaron, con glotonería, a la diversidad de sus muñecas. Pero al día siguiente amaneció con un gran cansancio y a la noche tuvo miedo de la muerte. Se sentía angustiado de no saber cuándo moriría ni el lugar de su cuerpo que primero sería atacado. Cada vez le costaba más estar solo; las muñecas no le hacían compañía y arecían decirle: “Nosotros somos muñecas; y tú arréglate como puedas”. A veces silbaba, pero oia su propio silbido como si se fuera agarrando de una cuerda muy fina que se rompía apenas se quedaba distraído. Otras veces conversaba en voz alta y  comentaba estúpidamente lo que iba haciendo: “Ahora iré al escritorio a buscar el tintero”. O pensaba en lo que hacía como si observara a otra persona: “Está abriendo el cajón. Ahora este imbécil le saca la tapa al tintero. Vamos a ver cuánto tiempo le dura la vida”. Al fin se asustaba y salía a la calle. Al día siguiente recibió un cajón; se lo mandaba Facundo; lo hizo abrir y se encontró con que estaba lleno de brazos y piernas sueltas; entonces recordó que una mañana él le había pedido que le mandara los restos de muñecas que no necesitara. Tuvo miedo de encontrar alguna cabeza suelta -eso no le hubiera gustado-. Después hizo llevar el cajón al lugar donde las muñecas esperaban el momento de ser utilizadas; habló por teléfono a los muchachos y les explico la manera de hacer participar las piernas y los brazos en las escenas. Pero la primera prueba resultó desastrosa y él se enojó mucho. Apenas había corrido la cortina vio una muñeca de luto sentada al pie de una escalinata que parecía el atrio de una iglesia; miraba hacia el frente; debajo de la pollera le salía una cantidad impresionante de piernas: eran como diez o doce; y sobre cada escalón había un brazo suelto con la mano hacia arriba. “Qué brutos -decía Horacio- no se trata de utilizar todas las piernas y todos los brazos que haya”. Sin pensar en ninguna interpretación abrió el cajoncito de leyendas para leer el argumento: “Esta es una viuda pobre que camina todo el día para conseguir qué comer y ha puesto manos que piden limosna como trampas para cazar monedas”. “Qué mamarracho -siguió diciendo Horacio- esto es un jeroglífico estúpido”. Se fue a acostar, rabioso; y ya a punto a de dormirse veía andar la viuda con todas las piernas como si fuese una araña.

Después de este desgraciado ensayo, Horacio sintió una gran desilusión de los muchachos, de las muñecas y hasta de Eulalia. Pero a los pocos días Facundo lo llevaba en un auto por una carretera y de pronto le dijo:

-¿Ves aquella casita de dos pisos, al borde del rio? Bueno, allí vive el “tímido” con su muñeca hermana de la tuya; como quien dice, tu cuñada… (Facundo le dio una palmada en una pierna y los dos se rieron). Viene sólo al anochecer, y tiene miedo que la madre se entere.

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