viernes

LAS HORTENSIAS (13) - FELISBERTO HERNÁNDEZ


VII (1)


María esperaba, en el hotel de los estudiantes. Que Horacio fuera de nuevo. Apenas salía unos momentos para que le acomodaran la habitación. Iba por las calles de los alrededores llevando la cabeza levantada; pero no miraba a nadie ni a ninguna cosa; y al caminar pensaba: “Soy una mujer que ha sido abandonada a causa de una muñeca; pero si ahora él me viera, vendría hacia mí”. Al volver a su habitación tomaba un libro de poesías, forrado de hule azul y empezaba a leerlo distraídamente, en voz alta y a esperar a Horacio; pero al ver que no venía trataba de penetrar las poesías: era como si alguien sin querer, hubiera dejado una puerta abierta y en ese instante ella hubiera aprovechado para ver ese interior. Al mismo tiempo le pareció que el empapelado de la habitación, el biombo y el lavatorio con sus canillas niqueladas, también hubieran comprendido la poesía; y que tenían algo noble, en su materia, que los obligaba a hacer un esfuerzo y a prestar atención sublime. Muchas veces, en medio de la noche, María encendía la lámpara y escogía una poesía como si le fuera posible elegir un sueño. Al día siguiente volvía a caminar por las calles de aquel barrio y se imaginaba que sus pasos eran de poesía. Y una mañana pensó: “Me gustaría que Horacio supiera que camino sola, entre árboles, con un libro en la mano”.

Entonces mandó a buscar a su chofer, arregló de nuevo sus valijas y fue a la casa de una prima de su madre: era en las afueras y había árboles. Su parienta era una solterona que vivía en una casa antigua; cuando su cuerpo inmenso cruzaba las habitaciones, siempre en penumbra, y hacía crujir los pisos, un loro gritaba: “Buenos días, sopas de leche”. María contó a Pradera su desgracia sin derramar una lágrima. Su parienta escuchó espantada; después se indignó y por último empezó a lagrimear. Pero María fue serenamente a despedir al chofer y le encargó que le pidiera dinero a Horacio y que si él le preguntaba por ella, le dijera, como cosa de él, que ella se paseaba entre los árboles con el libro en la mano; y que si le preguntaba dónde estaba ella, se lo dijera; por último le encargó que viniera al otro día a la misma hora. Después ella fue a sentarse bajo un árbol con el libro de hule; de él se levantaban poemas que se esparcían por el paisaje como si ellos formaran de nuevos las copas de los árboles y movieran, lentamente, las nubes. Durante el almuerzo Pradera estuvo pensativa; pero antes preguntó a María:

-¿Y qué piensas hacer con ese indecente?

-Esperar que venga y perdonarlo.

-Te desconozco, sobrina; ese hombre te ha dejado idiota y te maneja como a una de sus muñecas.

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