lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



SEXAGESIMOCUARTA ENTREGA

TERCERA PARTE
  
33. EL SIDA (2)

Durante unos meses había oído rumores acerca de un cáncer que padecían los homosexuales. Nadie sabía mucho al respecto, excepto que unos hombres en otro tiempo sanos, activos y llenos de vitalidad estaban muriendo a una velocidad alarmante, y todos eran homosexuales. Por ese motivo, no había mucha inquietud entre la población general.

Cierto día un hombre me llamó por teléfono para preguntarme si aceptaría a un enfermo de sida en mi siguiente seminario. Puesto que jamás rechazaba a ningún enfermo terminal, lo anoté inmediatamente. Pero al día y medio de haber conocido a Bob, que tenía toda la piel de la cara y los brazos cubierta por las lesiones malignas del llamado sarcoma de Kaposi, me sorprendí rogando verme libre de él. Ansiaba con locura hallar respuestas a una multitud de preguntas: ¿Qué enfermedad es ésa? ¿Es contagiosa? Si lo ayudo, ¿voy a acabar igual que él? Jamás en mi vida me había sentido más avergonzada.

Entonces escuché a mi corazón, que me animaba a considerar a Bob un ser humano doliente, un hombre hermoso, sincero y cariñoso. Desde entonces consideré un privilegio atenderlo como atendería a cualquier otro ser humano. Lo trataba como me habría gustado ser tratada yo si hubiera estado en su lugar.

Pero mi primera reacción me asustó. Si yo, Elisabeth Kübler-Ross, que había trabajado con todo tipo de enfermos moribundos y literalmente había escrito las normas para tratarlos, me había sentido repelida por el estado de ese joven, entonces la sociedad iba a mostrar un rechazo inimaginable ante esa epidemia llamada sida.

La única reacción humana aceptable era la compasión. Bob, de veintisiete años, no tenía idea de qué era lo que le estaba matando. Igual que otros jóvenes homosexuales, sabía que se estaba muriendo. Su frágil y cada vez más deteriorada salud lo tenía confinado en su casa. Su familia lo había abandonado hacía mucho tiempo. Sus amigos dejaron de visitarlo. Era comprensible que estuviera deprimido. Un día, durante el seminario, contó con lágrimas en los ojos que había llamado por teléfono a su madre para pedirle disculpas por ser homosexual, como si él tuviera algún control sobre eso.

Bob me puso a prueba y creo que salí airosa. Fue el primero de miles de enfermos de sida a los que ayudé a encontrar una forma apacible de acabar su vida, pero en realidad él me dio muchísimo más a cambio. El último día del seminario, todos los participantes, incluido un rígido pastor fundamentalista, le cantaron una canción para animarlo y lo abrazaron. Gracias al coraje de Bob, en ese seminario todos adquirimos una mayor comprensión del valor de la sinceridad y la compasión, y la transmitimos al mundo.

La necesitaríamos. Dado que las personas que enfermaban de sida eran, en su abrumadora mayoría, homosexuales, al principio la actitud general de la población fue que merecían morir. Eso, en mi opinión, era una catastrófica negación de nuestra humanidad. ¿Cómo podían los verdaderos cristianos volverle la espalda a los pacientes de sida? ¿Cómo era posible que a la gente no le importara? Pensaba en cómo Jesús se preocupaba por los leprosos y las prostitutas. Recordé mis batallas para conseguir que se respetaran los derechos de los enfermos terminales. Poco a poco fuimos sabiendo de mujeres heterosexuales y de bebés que contraían la enfermedad. Nos gustara o no, todos teníamos que comprender que el sida era una epidemia que exigía nuestra compasión, nuestra comprensión y nuestro amor.

En una época en que nuestro planeta estaba amenazado por los residuos nucleares, los desechos tóxicos y una guerra que podía ser peor que cualquiera otra de la historia, el sida nos desafiaba colectivamente como seres humanos. Si no lográbamos encontrar en nuestros corazones la caridad para tratarlo, entonces estaríamos condenados. Después escribiría: "El sida representa un peligro para la humanidad, pero, a diferencia de la guerra, es una batalla que se desarrolla en el interior. ¿Vamos a elegir el odio y la discriminación, o vamos a tener el valor de elegir el amor y el servicio?"

Hablando con los primeros enfermos de sida tuve la sospecha de que sufrían de una epidemia creada por el hombre. En las primeras entrevistas, muchos de ellos decían que les habían puesto una inyección que supuestamente curaba la hepatitis. Jamás tuve tiempo para investigar eso, pero si era cierto, sólo significaba que teníamos que luchar mucho más contra el mal.

Pronto dirigí mi primer seminario exclusivamente para enfermos de sida. Tuvo lugar en San Francisco y, como me tocaría hacer muchas veces en el futuro, allí escuché a un joven tras otro contar la misma dolorosa historia de una vida de engaños, rechazos, aislamiento, discriminación, soledad y todo el comportamiento negativo de la humanidad. Yo no tenía lágrimas suficientes para llorar todo lo que necesitaba llorar.

Por otra parte, los pacientes de sida eran unos maestros increíbles. Nadie personifica mejor la capacidad de comprensión y crecimiento que un joven sureño que participó en ese primer seminario exclusivo para enfermos de sida. Se había pasado un año entrando y saliendo de hospitales, de modo que parecía un prisionero demacrado salido de un campo de concentración nazi. El estado en que se encontraba hacía difícil creer en su supervivencia.

Sintió la necesidad de hacer las paces con sus padres, a los que no veía desde hacía años, antes de morir. Esperó hasta recobrar un poco las fuerzas, pidió prestado un traje que le colgaba del esqueleto como la ropa de un espantapájaros y tomó un avión para dirigirse a su casa. Pero le angustiaba tanto la posibilidad de que su apariencia física les causara rechazo que estuvo a punto de volverse. Sin embargo, cuando sus padres, que estaban esperándolo nerviosos en el porche, lo vieron, su madre echó a correr y, sin preocuparse de las lesiones púrpura que le cubrían la cara, lo abrazó sin vacilar. Después lo abrazó su padre. Y todos se reunieron, llorosos y amorosos, antes de que fuera demasiado tarde.

El último día del seminario este joven dijo:

-Veréis, tuve que padecer esta terrible enfermedad para saber realmente lo que es el amor incondicional.

Todos lo entendimos. Desde entonces, mis seminarios "Vida, muerte y transición" acogieron a enfermos de sida de todo el país, y después de todo el mundo. Para asegurarme de que nunca rechazaran a nadie por falta de dinero (puesto que los medicamentos y hospitalización consumen los ahorros de toda una vida), comencé a tejer bufandas, que luego se subastaban con el fin de obtener fondos para subvencionar a los enfermos de sida. Yo sabía que el sida era la batalla más importante a la que yo, y tal vez el mundo, nos enfrentábamos desde la Polonia de la posguerra. Pero aquella guerra había acabado y habíamos ganado. La del sida estaba empezando. Mientras los investigadores buscaban fondos y trabajaban a toda prisa para encontrar causas y curas, yo sabía que la victoria definitiva sobre esta enfermedad dependería de algo más que de la ciencia.

Estábamos al comienzo, pero yo podía imaginar el final. Dependía de si seríamos capaces o no de aprender la lección presentada por el sida. En mi diario escribí: En el interior de cada uno de nosotros hay una capacidad inimaginable para la bondad, paradar sin buscar recompensa, para escuchar sin hacer juicios, para amar sin condiciones.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+