sábado

ERNEST HEMINGWAY - PARÍS ERA UNA FIESTA (A MOVEABLE FEAST)

DÉCIMA ENTREGA
IX

FORD MADOX FORD Y EL DISCÍPULO DEL DIABLO

La Closerie des Lilas era el único buen café que había cerca  de casa, cuando vivíamos en el piso encima de la serrería, en el número 113 de la rué Notre-Dame-des-Champs. Y era uno de los mejores cafés de París. En invierno era abrigada y en primavera y en otoño ponían mesitas a la sombra de los árboles junto a la estatua del mariscal Ney, además de las grandes mesas cuadradas que estaban bajo los toldos, en la vereda del boulevard. Con dos de los mozos de aquel café llegamos a ser muy amigos. Los clientes del Dôme y de la Rotonde nunca iban a la Closerie. Porque allí no hubieran encontrado a nadie que los conociera y los mirara con la boca abierta cuando entraban. En aquel tiempo esa clase de gente iba a dos cafés que estaban en la esquina del boulevard Montparnasse con el boulevard Raspail para ofrecerse como espectáculo público, y eso les importaba tanto como salir en las crónicas sociales que funcionan como sustitutos cotidianos de la inmortalidad.

En la década anterior la Closerie des Lilas fue un café donde se reunían algunos grandes poetas como Paul Fort, al que nunca leí. Al único poeta que llegué a ver una sola vez fue a Blaise Cendrars, con su nariz rota de boxeador, arreglándoselas para armar tabaco con la mano que le quedaba y sujetándose la manga vacía con un alfiler de gancho. Era una buena compañía hasta que estaba demasiado borracho, e incluso hasta las mentiras que inventaba eran más interesantes que sus relatos verídicos. Pero en aquella época la mayoría de los clientes eran señores viejos y barbudos, de ropa gastada, que iban con sus esposas o sus amantes. Algunos llevaban en la solapa el distintivo rojo de la Legión de Honor y nosotros los clasificábamos como hombres de ciencia o savants que se tomaban un tiempo tan largo para matar el tiempo con un aperitivo como otros clientes de ropa todavía más gastada que pedían un café con leche y usaban la cintita violeta de las Palmas Académicas. Claro que esa distinción no tenía nada que ver con la Academia Francesa, y nosotros suponíamos que eran profesores o maestros.

Pero el café era agradable porque aquella gente no iba a exhibirse, y lo que más les interesaba eran sus copas o sus tazas, además de los diarios que circulaban sujetos a varillas de madera.

Y había también otros tipos de hombres, vecinos del barrio, que iban a la Closerie. Algunos llevaban en la solapa la cinta de la Croix de Guerre, y otros la cinta amarilla y verde de la Médaille Militaire, y yo me fijaba en lo bien que superaban las dificultades que les provocaban la falta de un brazos o una pierna, y en la excelente calidad de sus ojos artificiales, y en lo muy hábilmente que les habían rehecho la cara. En una cara con un alto porcentaje de reconstrucción, se veía siempre un brillo casi iridiscente, que hacía acordar al de un esquí bien engrasado, y nosotros respetábamos a estos clientes más que a los savants y los profesores, aunque era posible que ellos también hubiesen servido en la guerra sin sufrir mutilaciones.

En aquel tiempo no teníamos confianza en nadie que no hubiera estado en la guerra, aparte de que no teníamos demasiada confianza en nadie, y mucha gente opinaba que Cendrars no tenía por qué ponerse tan morboso a propósito de su brazo amputado. Y yo incluso me alegré de haberlo encontrado de tarde temprano, antes de que llegaran los clientes fijos de la Closerie.

Otra tarde yo estaba sentado afuera, mirando cómo iba cambiando el color de la luz que daba en los árboles y los edificios, y los grandes y lentos caballos que pasaban por los boulevards, cuando un hombre salió del café para sentarse al lado mío.

-Pero mire a quién tenemos aquí -dijo.

Era Ford Madox Ford, que después de la guerra había renunciado a su apellido alemán, Hueffer. Estaba bien trajeado y jadeaba a través de su pinchudo bigote manchado, y siempre andaba muy rígido, como si fuera un embudo ambulante, puesto con la punta hacia abajo.

-¿Me permite sentarme? -preguntó sentándose.

Tenía cejas y pestañas incoloras, y de quedó mirando el boulevard con sus desvaídos ojos azules.

-Desperdicié años de mi vida para lograr que la matanza de estas bestias se hiciera en forma humana -comentó.

-Eso ya me lo dijo.

-No creo habérselo dicho.

-Estoy seguro.

-Qué raro. Nunca se lo dije a nadie en mi vida.

-¿Quiere tomar algo?

Cuando se nos acercó el mozo Ford pidió un Chambéry-cassis. El mozo era alto y delgado, se peinaba con brillantina para taparse la calva de la coronilla y usaba un gran mostacho típico del cuerpo de dragones.

-No. En vez de eso, tráigame una fine à l’eau -dijo Ford.

-Una fine à l’eau para el señor -comunicó el pedido el mozo hacia el mostrador.

Yo hacía todo lo posible para no mirar a Ford, y siempre que me lo encontraba en algún lugar cerrado retenía hasta el aliento, pero aquella tarde estábamos sentados entre una hojarasca que nos sobrevolaba llegando desde mi lado, y al final no tuve más remedio que mirarlo. Me arrepentí, y miré hacia la vereda de enfrente. La luz estaba cambiando otra vez, y me había perdido el momento del cambio. Bebí un sorbo de mi copa para asegurarme de que la llegada de Ford no le había cambiado el gusto, pero todavía estaba pura.

-Usted anda deprimido -dijo él.

-No.

-Por supuesto que sí. Le conviene salir más de su casa. Vine a invitarle a las reuniones que tenemos en ese Bal Musette tan divertido que hay cerca de la place Contrescarpe, en la rue du Cardinal-Lemoine.


-Viví dos años encima del Bal, antes de que usted volviera a París.


-Qué raro. ¿Está seguro?


-Sí -dije. -Estoy seguro. El dueño de la sala del baile también tenía un taxi y antes de llevarme al aeropuerto nos tomábamos una copa de vino blanco en el mostrador de cinc cuando todavía estaba a oscuras.


-Nunca me interesó la aviación -dijo Ford. -Trate de llevar a su esposa al Bal Musette el sábado de noche. Es un lugar muy alegre. Le dibujaré un plano para que pueda encontrarlo. Yo lo descubrí por pura casualidad.

-Está en la planta baja del número 74 de la rué Cardinal-Lemoine -dije. -Yo vivía en el tercer piso.

-Es una casa sin número -dijo Ford. -Pero cuando llegue a la Contrescarpe la va a encontrar enseguida.

Bebí otro largo sorbo. El camarero había traído la bebida de Ford, que corrigió el pedido.

-No, no pedí un coñac con soda -dijo, paciente, pero severo. -Pedí un vermouth Chambéry con cassis.

-No importa, Jean -dije. -Déjeme la fine a mí y tráigale la otra copa al señor.

-Sí. Lo que le pedí -corrigió Ford.

En aquel momento pasó por la vereda un hombre más bien demacrado que usaba una capa. Iba con una mujer alta, y después de vichar las mesas siguió de largo por el boulevard.

-¿Vio usted cómo le negué el saludo? -dijo Ford. -¿Eh? ¿Vio cómo se lo negué?

-No. ¿A quién se lo negó?

-A Belloc -dijo Ford. -¡Y cómo se lo negué!

-No me fijé -dije. -¿Y por qué le negó el saludo?

-Por muchos motivos -dijo Ford. -¡Y cómo se lo negué!

Era feliz, perfecta y completamente feliz. Yo no conocía a Belloc, pero me pareció un hombre que andaba muy absorto en sus pensamientos y que nos había mirado casi automáticamente. Además me apenó que Ford hubiera estado tan grosero con él, porque en aquellos tiempos los jóvenes sentíamos mucho respeto por los escritores mayores que nosotros, cosa que ahora parece incomprensible.

Pensé que hubiera sido agradable que Belloc se hubiera sentado con nosotros, y que me había perdido una buena oportunidad para conocerlo. La llegada de Ford me había arruinado la tarde, y pensé que a lo mejor Belloc la hubiera mejorado un poco.

-¿Por qué diablos bebe usted coñac? -me preguntó Ford. -¿No sabe que para un escritor joven el coñac es fatal?

-No tomo mucho -dije.

Hice un esfuerzo por tener muy presente lo que Ezra Pound me había dicho de Ford: que no había que maltratarle nunca, que había que acordarse siempre de que solamente mentía cuando estaba cansado, que era un escritor bueno de verdad, y que había sufrido terribles problemas matrimoniales. Hice toda la fuerza que pude para tener presente todo aquello, aunque tener tan cerca al pesado y baboso y repulsivo Ford me lo volvía muy difícil. Pero me esforcé.

-Explíqueme qué razones hay para retirarle el saludo a alguien -le pedí.

Hasta ese momento yo había creído que aquello era algo que sólo se hacía en las novelas de marqueses que escribía Ouida. Es cierto que nunca fui capaz de leer una novela de Ouida, ni siquiera una vez, en una estación de esquí en Suiza, cuando terminé todos mis libros mientras soplaba el viento húmedo del sur y el hotel no tenía más que novelas de Ouida abandonadas por algún cliente, en las viejas ediciones de Tauchnitz de antes de la guerra. Pero cierto sexto sentido me decía que en las novelas de aquella dama los personajes se niegan el saludo.

-Un caballero -explicó Ford- le negará siempre el saludo a un sinvergüenza.

Tomé un a sorbo de brandy muy rápido.

-¿Y a un malvado? -pregunté.

-Es inconcebible que un caballero pueda tener algún tipo de relación con un malvado.

-¿O sea que un caballero sólo le retira el saludo a gente como él? -seguí investigando.

-Obviamente.

-¿Y cómo se relaciona un caballero con un sinvergüenza?

-A veces un caballero puede no saber cómo es el otro, hasta que de golpe el otro se transforma en un sinvergüenza.

-¿Y qué vendría a ser un sinvergüenza? -pregunté. -¿Alguien al que un caballero tiene que romperle los huesos para no perder su honra?

-No es tan así -dijo Ford.

-¿Ezra es un caballero? -pregunté.

-Claro que no -dijo Ford. -Es un americano.

-¿Y un americano nunca puede ser un caballero?

-Es posible que John Quinn sea un caballero -explicó Ford. -Y que haya algunos entre los embajadores.

-¿Myron T. Herrick?

-Puede ser.

-¿Y Henry James era un caballero?

-Estaba muy cerca de serlo.

-¿Y usted es un caballero?

-Claro que sí. Fui oficial de Su Majestad.

-Qué asunto complicado -dije. -¿Y yo soy un caballero?

-Por supuesto que no -sentenció Ford.

-¿Y entonces por qué usted viene a sentarse conmigo?

-Porque le considero como un escritor joven que promete mucho. Como un colega en literatura, realmente.

-Muy amable de su parte -dije.                        

-En Italia podría considerársele un caballero -concedió Ford con magnanimidad.

-¿Pero no soy un sinvergüenza?

-Claro que no, muchacho. ¿En algún momento le dije eso?

-Podría convertirme en un sinvergüenza -dije con tristeza. -De tanto tomar coñac. Cosas así estropearon Lord Harry Hotspur, en la novela de Trollope. ¿Usted piensa que Trollope era un caballero?

-Claro que no.

-¿Está seguro?

-Alguien podría tener otra opinión. Pero la mía es rotunda.

-¿Y Fielding? Tenía el rango de juez.

-Técnicamente, se lo podría considerar un caballero.

-¿Y Marlowe?

-Por supuesto que no.

-¿Y John Donne?

-Era un cura.

-Esta cuestión es fascinante -dije.

-Me complace su interés -dijo Ford. -Antes de irme, le acompañaré a beber otro coñac con agua.

Ford se fue cuando ya era de noche. Yo caminé hasta el quiosco para comprar el Paris-Sport Complet, la última edición de la tarde del diario de hípica, que traía los resultados de Auteuil, y el programa de las carreras del día siguiente en Enghien. Émile, el mozo que estaba de turno remplazando a Jean, vino a mi mesa para enterarse del resultado de la última carrera en Auteuil. Entonces apareció un gran amigo mío que casi nunca iba a la Closerie y justo cuando le estaba pidiendo su bebida a Émile vimos pasar por la vereda al hombre al hombre demacrado de la capa, junto con la mujer alta. Nos miró apenas y desvió los ojos.

-Ese es Hilaire Belloc -le dije a mi amigo. -Ford le negó el saludo aquí mismo esta tarde.

-No digas bobadas -dijo mi amigo. -Ese es Aleister Crowley, el de las misas negras. Tiene fama de ser el hombre más malvado del universo.

-Disculpame -le dije.

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