SEXAGÉSIMA ENTREGA
TERCERA PARTE
IV (1)
El teniente aguardó hasta anochecido y luego salió a la calle. Sería peligroso enviar a otro porque en el acto recorrería la ciudad la noticia de que se había consentido al Padre José cumplir un deber religioso en la cárcel. Era más prudente no decírselo siquiera al jefe; uno no puede fiarse de los superiores cuando es más afortunado de lo que fueron ellos. Comprendía que a aquel no le gustaba que hubiese traído al cura; desde su punto de vista, hubiera sido mejor una “fuga”.
En el patio se sintió observado por una docena de ojos; los chiquillos se apiñaban allí dispuestos a burlarse del Padre José si este aparecía. Lamentó haberle prometido nada al cura; pero cumpliría su palabra, pues sería un triunfo para el mundo corrupto y caduco, sometido a Dios, el poder mostrarse superior en algún aspecto, fuese de valor, veracidad, justicia...
Nadie contestó a la llamada. Esperaba sombrío en el patio como un solicitante.
Volvió a llamar, y gritole una voz:
-¡Un momento! ¡Un momento!
El Padre José asomó la cara por la reja de su ventana y preguntó:
-¿Quién hay aquí?
Parecía tantear algo cerca del suelo.
-El teniente de policía.
-¡Oh! -chilló el Padre José-. ¡Son mis pantalones! Con esta oscuridad...
Parecía izar alguna cosa; luego se sintió un crujido seco, como si cinturón o tirantes cediesen. Al otro lado del patio comenzaron a graznar los chiquillos:
-¡Padre José! ¡Padre José!
Al llegar a la puerta no quiso mirarlos, murmurando indulgente:
-Esos diablillos...
El teniente dijo:
-Venga conmigo al puesto de policía.
-¡Pero si yo no he hecho nada! ¡Nada! He tenido mucho cuidado.
-¡Padre José! -voceaban los chiquillos.
Musitó, suplicando:
-Si se trata del entierro, le han informado a usted mal. Ni siquiera quise rezar una oración.
-¡Padre José! ¡Padre José!
El teniente se volvió y cruzó el patio a zancadas. Ordenó con furia a las caras asomadas al enrejado:
-¡A callar! ¡A la cama! ¡En seguida! ¿No habéis oído?
Desaparecieron uno a uno, pero cuando el teniente volvió la espalda, salieron otra vez a mirar.
El Padre José observó:
-Nadie puede con esos chicos.
Se oyó una voz de mujer:
-¿Dónde estás, José?
-Aquí, querida. Es la policía.
Una mujer enorme con camisón blanco llegó como una ola que se hincha; no eran mucho más de las siete; pensó el teniente que tal vez viviría con aquel vestido; tal vez viviría en la cama.
-Su marido -anunció pronunciando el vocablo con satisfacción-, su marido tiene que venir al puesto.
-¿Quién lo dice?
-Yo.
-Él no ha hecho nada.
-Precisamente se lo estaba diciendo, querida...
-Cállate. Déjame hablar a mí.
-Los dos pueden dejar de charlar –manifestó el teniente-. Se le necesita en el puesto para ver a un hombre, a un cura. Quiere confesarse.
-¿Conmigo?
-Sí. No hay otro.
-Pobre hombre -suspiró el Padre José. Sus ojuelos rojizos recorrían el patio-. Pobre hombre.
Se apartó, desasosegado, y echó una mirada furtiva al cielo, donde rodaban las constelaciones.
-Tú no irás -dijo la mujer.
-Eso va contra la ley, ¿verdad? -preguntó él.
-No necesita usted inquietarse por eso.
-¡Oh! No necesitamos, ¿eh? -ironizó la mujer-. Bien que le calo yo a usted. No quiere que dejen en paz a mi marido. Le quiere usted embaucar. Conozco su faena. Usted hace que la gente le pida rezos: él es un pensionista del Gobierno.
El teniente pronunció lentamente:
-Ese cura ha trabajado durante años por “vuestra” Iglesia. Le hemos cogido y, por supuesto, mañana será fusilado. No es mala persona, y yo le prometí que podría verle a usted. Parece creer que esto le hará algún bien.
-Ya le conozco -le interrumpió la mujer-, es un borracho. Eso es todo lo que él es.
-Pobre hombre -volvió a suspirar el Padre José-. Intentó esconderse aquí una vez.
-Le prometo a usted -aseveró el teniente-, que nadie lo sabrá.
-¿Saberlo nadie? -cloqueó la mujer-. ¡Vaya! Se esparcirá por toda la ciudad. Mire a los
chiquillos de allá. Nunca dejan en paz a José. –Continuó-: La cosa no tendría fin: todo el mundo querría confesarse, el gobernador se enteraría y suprimiría la pensión.
-Acaso, querida, sea mi deber.
-Tú ya no eres cura -recalcó la mujer-, tú eres mi marido. -Empleó una palabra grosera–. Ése es ahora tu deber.
El teniente les escuchaba con satisfacción agria. Le parecía volver a descubrir una antigua creencia.
-No puedo aguardar aquí mientras ustedes discuten. ¿Va usted a venir conmigo?
-No puede obligarte a hacerlo -gruñó la mujer.
-Querida, es que... pues... “soy” sacerdote.
-Sacerdote -cacareó la mujer-, tú, sacerdote.
Lanzó una carcajada que los chicos de la ventana imitaron inmediatamente. El Padre José se puso los dedos en los encendidos ojos como si le dolieran.
-Querida...
La carcajada continuaba.
-¿Viene usted?
Él hizo un gesto desesperado como para significar: ¿qué importa una falta más en una vida como esta? Y contestó:
-No creo que... sea posible.
-Muy bien –dijo el teniente.
Se marchó bruscamente; no podía perder más tiempo en obras de misericordia, y oyó la voz del Padre José que imploraba:
-Dígale que rezaré.
Los chiquillos habían cobrado confianza; uno gritó agudamente:
-¡Ven a la cama, José!
Y el teniente se rio por una vez, una pobre adición nada convincente a la risa general que rodeaba al Padre José retumbando hasta las mismas constelaciones que conociera él en otro tiempo por sus nombres
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