QUINCUAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
TERCERA PARTE
II (1)
Y tampoco fue bastante fuerte para la jornada aquella. Al llegar el cura al fondo de la barrancada, él iba cincuenta yardas detrás. El cura se sentó en un pedrusco y se restregó la frente, y el atravesado empezó a quejarse mucho antes de llegar a su nivel.
-No hace falta tanta prisa como todo esto.
Casi parecía que cuanto más se acercaba al final de su traición, mayor era su agravio contra la víctima.
-¿No dijo que se estaba muriendo? -preguntó el cura.
-Oh, sí, muriéndose, desde luego. Pero puede durar mucho tiempo así.
-Cuanto más dure mejor para todos nosotros -repuso el cura-. Tal vez tenga usted razón. Descansaré aquí.
Pero entonces el atravesado, como un niño consentido, quiso partir de nuevo. Dijo:
-No hace usted nada con moderación. O corre o se sienta.
-¿Es que puedo hacer algo a derechas? -le hostigó el cura. Luego puntualizó, sutil y cortante-: Ellos, me lo dejarán ver, supongo.
-Desde luego -contestó el atravesado, y en el acto se recuperó del desliz-. ¿Ellos, ellos? ¿De quiénes está usted hablando? Antes se quejaba de que el lugar estuviera vacío, y ahora me habla de “ellos”. -Y añadió con voz lacrimosa-: Acaso sea usted un buen hombre. Acaso sea usted un santo, yo no puedo saberlo, pero ¿por qué no habla a lo llano, para que un hombre como yo pueda entenderlo? Esto es suficiente para hacer de uno un mal católico.
-¿Ve usted ese talego? No hace falta que lo llevemos más tiempo. Pesa mucho. Creo que beber un poco nos sentará bien a los dos. Ambos necesitamos valor, ¿no es cierto?
-¿Bebida, Padre? -inquirió el atravesado con calor, y observó al cura desempaquetar la botella.
Mientras éste bebía no separó un momento la vista. Los dos colmillos se asomaban ávidos con un ligero temblor sobre el belfo. Después él también se hincó la botella en la boca.
-Esto es ilegal, supongo -observó el cura con una risita- en esta parte de la frontera... si es que estamos en “esta” parte.
Tomó un trago más y pasó la botella; pronto estuvo exhausta. La cogió y la tiró contra una roca, donde estalló como una granada de mano. El atravesado se sobresaltó:
-Tenga cuidado. La gente puede figurarse que ha traído usted una pistola.
-En cuanto a lo demás no lo necesitaremos -manifestó el cura.
-¿Quiere usted decir que hay más...?
-Dos botellas; pero ya no podemos beber más con este calor. Sería mejor dejarlas aquí.
-¿Por qué no dijo usted que eso pesaba tanto, Padre? Yo lo llevaré por usted. No tiene usted más que pedirme que haga algo. Lo haré gustoso. Sólo que usted no quiere pedir.
Partieron de nuevo cuesta arriba con las botellas, que tintineaban suavemente. El sol resplandecía cayéndoles a plomo sobre la cabeza. Emplearon casi una hora en alcanzar lo alto de la barrancada. Después la torreta del vigía destacó sobre la senda como una mandíbula superior y los tejados de las chozas aparecieron sobre las rocas encima de sus cabezas. Los indios no construyen sus aldeas junto a las sendas de mulo: prefieren levantarlas a un lado para ver quién llega. El cura cavilaba en qué momento aparecería la policía, que se escondía por lo visto con gran cuidado.
-Por aquí, Padre.
El atravesado tomó la delantera, trepando por las rocas, fuera del sendero, hasta la pequeña meseta. Parecía animoso, casi como si hubiera esperado que sucediera algo antes de entonces. Allí había una docena de chozas, poco más o menos; permanecían silenciosas como tumbas contra el cielo cubierto. Se preparaba una tormenta.
El cura experimentaba una impaciencia nerviosa; se había metido en la trampa; lo menos que podían hacer ellos era cerrarla de prisa, terminar de una vez. Consideraba si le dispararían súbitamente desde una choza. Había llegado al mismo borde del tiempo: pronto no habría mañana ni ayer, sólo la existencia perdurable. Empezó a desear el haber tomado un poco más de aguardiente. Su voz se quebró vacilante al decir:
-Bueno, ya estamos aquí. ¿Dónde está el yanqui?
-Oh, sí; el yanqui -pronunció el atravesado sobresaltándose un poco. Parecía, por el momento, haber olvidado el pretexto. Permanecía con la boca abierta, mirando las chozas, caviloso él también-. Fue allá donde le dejé.
-Bien, no puede haberse movido, ¿verdad?
Si no hubiese sido por el mensaje escrito, hubiese dudado de la existencia del americano... (y también, por supuesto, si no hubiese visto al niño muerto). Echó a andar a través del raso silencioso hacia la choza. ¿Le dispararían antes de llegar a la puerta? Le parecía pasar sobre un tablón con los ojos vendados; no sabía en qué punto pisaría en el vacío para siempre jamás. Tuvo hipo y se golpeó la espalda para detenerlo, tembloroso. En cierto modo se había alegrado de retroceder desde la verja de miss Lehr; en realidad, nunca creyó que deseaba volver al trabajo parroquial, a la misa diaria y a las apariencias cuidadosas de la devoción; pero de todos modos uno necesitaba estar un poco bebido para morir. Alcanzó la puerta: no se oía un sonido por parte alguna: entonces dijo una voz:
-Padre.
Miró en torno. El mestizo se hallaba de pie en el claro con la faz retorcida; sus colmillos
temblaban, estaba espantado.
-Pues, ¿qué ocurre?
-Nada, Padre.
-¿Por qué me llamó?
-No dije nada -mintió.
El cura volviose y siguió adelante. El americano estaba allí, naturalmente. Que estuviera vivo ya era otra cuestión. Yacía en un jergón de paja con los ojos cerrados y la boca abierta y las manos sobre la barriga como un chiquillo con dolor de vientre. El dolor altera una cara... a no ser que un crimen afortunado tenga su máscara genuina como la política y la devoción. Apenas se le reconocería según el retrato del periódico colgado en la pared del puesto de policía. Aquel era más fuerte, arrogante, un hombre logrado. Este era una cara de vagabundo, nada más. El dolor había puesto los nervios de manifiesto y dado a la fisonomía una especie de falsa espiritualidad.
El cura se arrodilló y acercó la cara a la boca del yanqui, tratando de oírle respirar. Un olor denso subió hasta él: una mezcla de vómito y de humo de tabaco mezclado con bebida rancia; no bastarían unos pocos lirios para disimular aquella corrupción.
Una voz muy débil junto a su oído dijo en inglés:
-Ahueque usted, Padre.
Fuera de la puerta, bajo una claridad tempestuosa, el mestizo miraba hacia la choza con algo de flojera en las rodillas.
-Así, pues, está usted vivo, ¿no es cierto? -contestó el cura con prisa-. Lo mejor es apresurarse. No tiene tiempo que perder.
-¡Ahueque, Padre!
-¿Me necesitaba usted, verdad? ¿No es usted católico?
-¡Ahueque! -volvió a susurrar la voz, como si aquello fuese lo único que podía recordar de una lección aprendida un poco antes.
-Venga -dijo el cura-. ¿Cuánto tiempo hace que no se ha confesado?
Se alzaron los párpados y unos ojos atónitos le miraron. El hombre pronunció con voz perpleja:
-Diez años, imagino. De todos modos, ¿qué hace usted aquí?
-Usted pidió un sacerdote. Hable, pues. Diez años son mucho tiempo.
-Debe escaparse, Padre -manifestó el hombre. Iba recordando la lección. Extendido sobre la colchoneta, con las manos cruzadas sobre el vientre, toda su vitalidad restante se acumulaba en el cerebro. Parecía un reptil despachurrado, en las últimas. Rezongó con voz extraña-: ¡Aquel mal nacido...!
El cura exclamó, furioso:
-¿Qué clase de confesión es ésa? Hago una jornada de cinco horas... y no consigo de usted más que palabrotas.
Le parecía horriblemente injusto que su inutilidad retornase acompañada del peligro; nada podía hacer para un hombre como aquel.
-Escúcheme, Padre...
-Estoy escuchando.
-Escápese de aquí, rápido. Yo no sabía...
-No he hecho todo ese camino para hablar de mí -interrumpió el cura-. Cuanto antes se confiese usted, más pronto partiré yo.
-No se preocupe por mí. Estoy listo.
-¿Quiere usted decir condenado? -preguntó con ansia.
-Claro. Condenado -contestó el hombre, lamiéndose la sangre que salía de sus labios.
-Escúcheme usted -dijo inclinándose más sobre el olor rancio y nauseabundo-, he venido aquí a oír su confesión. ¿Quiere usted confesarse?
-No.
-¿Y quería, cuando escribió esa nota...?
-Acaso.
-Ya sé lo que usted quiere decirme. Lo sé, ¿comprende? Déjelo estar. Recuerde que se está muriendo. No abuse demasiado de la misericordia de Dios. Le ha dado a usted esta oportunidad: acaso no le dé otra. ¿Qué clase de vida ha llevado usted durante todos los años estos? ¿Le parece ahora tan espléndida? Ha matado a mucha gente; eso sobre todo. Cualquiera puede hacerlo durante algún tiempo, y al fin le matan a él también. Así como le han matado a usted. Nada queda, sino dolor.
-Padre.
-¿Qué?
El cura lanzó un suspiro de impaciencia, inclinándose mas sobre la cama. Por un momento esperó al fin haber movido al hombre a un ligero sentimiento de pesar.
-Coja mi revólver, Padre. ¿Ve lo que quiero decir?
-Para nada necesito un revólver.
-Oh, sí; lo necesita.
El hombre alzó una mano del abdomen y empezó a moverla cuerpo arriba con tan penoso esfuerzo, que la vista no lo podía soportar. El cura le ordenó con viveza:
-Estese quieto. No está ahí.
Veía la funda vacía debajo del sobaco: aquél era el primer indicio definido de que no estaban allí solos con el atravesado.
-¡Mal nacidos! -escupió el hombre, y su mano cayó rendida donde lograra llegar, sobre el corazón; parodiaba la remilgada postura de una estatua femenina: una mano sobre el pecho y otra sobre el vientre. Hacía mucho calor en la choza: la luz pesada de la tormenta estaba encima.
-Escuche, Padre.
El cura permanecía sin esperanzas junto a él; nada podría mover al sosiego a aquella alma violenta. Acaso una vez, horas antes, cuando escribió el recado; pero la oportunidad había pasado. Ahora murmuraba algo de un cuchillo. Había una leyenda, creída por muchos criminales, de que los ojos de las personas asesinadas retienen la imagen de lo último que han visto; un cristiano podía creer que también el alma retenía la absolución y la paz del momento final después de una indignante vida de crímenes, o bien que a veces, hombres piadosos, fallecidos de repente en un burdel, sin absolución, que parecía llevaron una vida buena, pasaron a la otra con la huella permanente de la impureza. Había oído hablar a la gente de la injusticia de un arrepentimiento en el lecho de muerte, como si fuese cosa fácil el romper el hábito de una vida, sea para el bien o para el mal. Uno dudaba de que la bondad de la vida acabase mal... o de que el vicio acabase bien. Hizo un nuevo intento desesperado. Insistió:
-Usted fue un creyente en otro tiempo. Procure comprender: ésta es su oportunidad. En el último momento. Como el buen ladrón. Ha matado usted hombres, tal vez niños -añadió, recordando el pequeño bulto negro al pie de la cruz-. Pero eso no ha de ser tan considerable. Pertenece a esa vida, tan sólo; son unos pocos años... ya está hecho. Puede usted arrojarlo aquí, en esta choza, y penetrar perdonado en la eternidad...
Sentía tristeza y anhelo al evocar una vida que no tendría para si... la vida expresada por palabras como paz, gloria, amor...
-Padre -protestó la voz con apremio-, déjeme estar. Cuídese de usted mismo. Coja mi cuchillo...
La mano emprendió de nuevo la marcha fatigosa, esta vez hacia la cadera. Las rodillas crujieron en un intento para revolverse, y bruscamente todo el cuerpo renunció al esfuerzo, lo abandonó todo y entregó el espíritu.
El cura murmuró apresurado las palabras de absolución condicional por si, un segundo antes de cruzar el límite, el alma se hubiese arrepentido; pero era más probable que se hubiera ido buscando aún el cuchillo, resuelta a delegar su violencia. Él oró:
-Oh, Dios misericordioso, después de todo, él pensaba en mí, fue por mi provecho... -pero rogaba sin convicción. En el mejor caso no era sino un criminal procurando ayudar a la fuga de otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario