El Modernismo lírico que basamentó el gran Rubén Darío era esencialmente hispano-francés, y conoció muy pocos lomos de equilibrio arcoírico filosófico-discursivo constructores de un sosiego audoidentitario dignos de el que vendrá rodoniano o torresgarciano.
Pero el cruce americanista a la modernidad fue mucho más traumático que el europeo, y desde el Renacimiento hasta la fecha no hay nada que nos defina mejor que la relación dialéctica entre nuestro romanticismo y nuestro clasicismo, a la hora de enfrentar a la Cabeza de la Medusa.
Torres García, por ejemplo, decía que él era un clásico con temperamento de romántico. Y yo a los diez años ya demostraba ser exactamente lo contrario, aunque compartiera con él y con Herrera y Reissig y García Lorca -mis maestros básicos antes de que irrumpiera el Vallejo de la adolescencia- una voluntad de completud. Pero con los poetas compartía además una inevitable necesidad de hacer visible el exorcismo de la neurosis.
Torres García peleó toda la vida contra la exhibición de la neurosis porque un clasicista confeso es constitutivamente platónico -como pasaba con Rodó y su arielismo- y no admite espectáculos torturantes en la plaza ejemplar de la república. Claro que el haber aceptado tener temperamento de romántico, por lo menos, o sea ganas de aullar en toda época y a toda hora No pregunto cuántos son sino que vayan saliendo los enemigos de la divina invisibilidad, hizo transar gozosamente a don Joaquín con los desequilibrios cervantinos o rabeleisianos o beethovenianos, pero su dogmatismo era muy poco elástico: yo escuché decir a Augusto Torres, uno de sus discípulos-lugartenientes aparentemente más amplios, que en la explosiva exposición de 1956 Gurvich se había ido de la cosa. Y punto. Y sin embargo, entre aquel aquelarre bruegheliano-chagalliano reverberaba la purísima espesura del Hombre astral.
Lo que hizo el imperator, con menos diafanidad pero mucho más prospección trascendente que Martí, fue lo que podría llamarse una operación Mendelssohn: no renunció ni a Baudelaire ni a Góngora -lo que valdría decir en este caso a la síntesis Bach / Beethoven- y transparentó el proceso integrador como si el significante simbólico más importante fuera la transfiguración alquímica de emplumar doradamente el plomo progresista.
El alma caótica, explica Jung, corresponde, en el plano mineral, al metal impuro, particularmente el plomo, cuya opacidad y densidad se asemejan a las de la masa bruta. El oro -escribe el famoso místico Muhyi-d-Din Ibn’Arabî, de Murcia- representa al alma en su estado original y sano, que, sin trabas ni nubes, podría reflejar el espíritu divino de acuerdo con su propio ser; el plomo, por el contrario, representa su estado enfermo, empañado y “muerto”, que ya no puede reflejar el espíritu. La verdadera esencia del plomo es el oro: todo metal ordinario representa una fracción de equilibrio, que se manifiesta sólo en el oro.
Para librar al alma de sus trabas y su enturbiamiento, sus dos orígenes, su forma esencial y su “materia”, deben desprenderse de sus vinculaciones toscas y superficiales. Es como si el espíritu y el alma se separasen para, después del divorcio, volver a casarse. La materia amorfa se pone al fuego, se funde, se purifica, para, finalmente, concretarse en la imagen de un perfecto cristal.
La forma “refundida” del alma se aparta aun del espíritu que todo lo abarca: todavía pertenece a la existencia limitada; pero, por así decirlo, se deja penetrar por la luz del espíritu que todo lo invade y se encuentra en comunicación viva con la materia prima de todas las almas. Entonces, el fondo “material” o pasivo del alma tiene naturaleza universal, igual que su fondo esencial. Que todas las almas están hechas “de la misma materia” se desprende de que las emociones anímicas de todos los seres vivos se desarrollan de forma parecida, a pesar de la diversidad de tipos y grados de conocimiento: se podría decir que son como olas de un mismo mar.
La doctrina y el simbolismo alquímicos en ningún momento apuntan a la total “extinción” del individuo, como presupone el concepto hindú del moksha, el budista de nirvana, el sufista del tanâ’ulfana’i o el cristiano de la unio mystica o “deificación” en el sentido más elevado de la palabra. Esto se debe a que la alquimia se funda en una contemplación puramente cosmológica y, por tanto, sólo puede referirse al ultracósmico Ser de Dios de modo indirecto. Sin embargo, dado que la realización alquímica puede representar una etapa del camino que conduce al objetivo supremo, ha sido incorporada a la mística cristiana y a la islámica.
¿Cómo sería darse una vuelta por la Torre de los Panoramas?
Pero el cruce americanista a la modernidad fue mucho más traumático que el europeo, y desde el Renacimiento hasta la fecha no hay nada que nos defina mejor que la relación dialéctica entre nuestro romanticismo y nuestro clasicismo, a la hora de enfrentar a la Cabeza de la Medusa.
Torres García, por ejemplo, decía que él era un clásico con temperamento de romántico. Y yo a los diez años ya demostraba ser exactamente lo contrario, aunque compartiera con él y con Herrera y Reissig y García Lorca -mis maestros básicos antes de que irrumpiera el Vallejo de la adolescencia- una voluntad de completud. Pero con los poetas compartía además una inevitable necesidad de hacer visible el exorcismo de la neurosis.
Torres García peleó toda la vida contra la exhibición de la neurosis porque un clasicista confeso es constitutivamente platónico -como pasaba con Rodó y su arielismo- y no admite espectáculos torturantes en la plaza ejemplar de la república. Claro que el haber aceptado tener temperamento de romántico, por lo menos, o sea ganas de aullar en toda época y a toda hora No pregunto cuántos son sino que vayan saliendo los enemigos de la divina invisibilidad, hizo transar gozosamente a don Joaquín con los desequilibrios cervantinos o rabeleisianos o beethovenianos, pero su dogmatismo era muy poco elástico: yo escuché decir a Augusto Torres, uno de sus discípulos-lugartenientes aparentemente más amplios, que en la explosiva exposición de 1956 Gurvich se había ido de la cosa. Y punto. Y sin embargo, entre aquel aquelarre bruegheliano-chagalliano reverberaba la purísima espesura del Hombre astral.
Lo que hizo el imperator, con menos diafanidad pero mucho más prospección trascendente que Martí, fue lo que podría llamarse una operación Mendelssohn: no renunció ni a Baudelaire ni a Góngora -lo que valdría decir en este caso a la síntesis Bach / Beethoven- y transparentó el proceso integrador como si el significante simbólico más importante fuera la transfiguración alquímica de emplumar doradamente el plomo progresista.
El alma caótica, explica Jung, corresponde, en el plano mineral, al metal impuro, particularmente el plomo, cuya opacidad y densidad se asemejan a las de la masa bruta. El oro -escribe el famoso místico Muhyi-d-Din Ibn’Arabî, de Murcia- representa al alma en su estado original y sano, que, sin trabas ni nubes, podría reflejar el espíritu divino de acuerdo con su propio ser; el plomo, por el contrario, representa su estado enfermo, empañado y “muerto”, que ya no puede reflejar el espíritu. La verdadera esencia del plomo es el oro: todo metal ordinario representa una fracción de equilibrio, que se manifiesta sólo en el oro.
Para librar al alma de sus trabas y su enturbiamiento, sus dos orígenes, su forma esencial y su “materia”, deben desprenderse de sus vinculaciones toscas y superficiales. Es como si el espíritu y el alma se separasen para, después del divorcio, volver a casarse. La materia amorfa se pone al fuego, se funde, se purifica, para, finalmente, concretarse en la imagen de un perfecto cristal.
La forma “refundida” del alma se aparta aun del espíritu que todo lo abarca: todavía pertenece a la existencia limitada; pero, por así decirlo, se deja penetrar por la luz del espíritu que todo lo invade y se encuentra en comunicación viva con la materia prima de todas las almas. Entonces, el fondo “material” o pasivo del alma tiene naturaleza universal, igual que su fondo esencial. Que todas las almas están hechas “de la misma materia” se desprende de que las emociones anímicas de todos los seres vivos se desarrollan de forma parecida, a pesar de la diversidad de tipos y grados de conocimiento: se podría decir que son como olas de un mismo mar.
La doctrina y el simbolismo alquímicos en ningún momento apuntan a la total “extinción” del individuo, como presupone el concepto hindú del moksha, el budista de nirvana, el sufista del tanâ’ulfana’i o el cristiano de la unio mystica o “deificación” en el sentido más elevado de la palabra. Esto se debe a que la alquimia se funda en una contemplación puramente cosmológica y, por tanto, sólo puede referirse al ultracósmico Ser de Dios de modo indirecto. Sin embargo, dado que la realización alquímica puede representar una etapa del camino que conduce al objetivo supremo, ha sido incorporada a la mística cristiana y a la islámica.
¿Cómo sería darse una vuelta por la Torre de los Panoramas?
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