viernes

LAS HORTENSIAS (9) - FELISBERTO HERNÁNDEZ


V (2)

Horacio desde el primer momento tuvo la seguridad de que María volvería y se dijo para sí: “Debo esperar los acontecimientos con la mayor calma posible”. Además él volvería a ser, como en sus mejores tiempos, un atrevido fuerte. Recordó lo que había ocurrido esa mañana y pensó que también traicionaría a Hortensia. Hacía poco rato, Facundo le había mostrado otra muñeca; era una rubia divina y ya tenía su historia: Facundo había hecho correr la noticia de que existía, en un país del norte, un fabricante de esas muñecas; se habían conseguido los planos y los primeros ensayos habían tenido éxito. Entonces recibió, a los pocos días, la visita de un hombre tímido; traía unos ojos grandes embolsados en párpados que apenas podía levantar, y pedía datos concretos. Facundo, mientras buscaba fotografías de muñecas, le iba diciendo: “El nombre genérico es el de Hortensias; pero después el que ha de ser su dueño, le pone el nombre que ella le inspire íntimamente. Estos son los únicos modelos de Hortensias que vinieron con los planos”. Le mostró sólo tres y el hombre tímido se comprometió, casi irreflexivamente, con una de ellas y le hizo el encargo con dinero en la mano. Facundo pidió un precio subido y el comprador movió varias veces los párpados; pero después sacó una estilográfica en forma de submarino y firmó el compromiso. Horacio vio la rubia terminada y le pidió a Facundo que no la entregara todavía; y su amigo aceptó porque ya tenía otras empezadas. Horacio pensó, en el primer instante, ponerle un apartamento; pero ahora se le ocurría otra cosa; la traería a su casa y la pondría en la vitrina de la que esperaban colocación. Después que todos se acostaran él la llevaría al dormitorio; y antes de que se levantaran la colocaría de nuevo en la vitrina. Por otra parte él esperaría que María no volvería a su casa en altas horas de la noche. Apenas Facundo había puesto una nueva muñeca a disposición de su amigo, Horacio se sintió poseído por una buena suerte que no había tenido desde la adolescencia. Alguien lo protegía, puesto que él había llegado a su casa después que todo había pasado. Además él podría dominar los acontecimientos con el impulso de un hombre joven. Si había abandonado una muñeca por otra, ahora él no se podía detener a sentir pena por el cuerpo mutilado de Hortensia. La vuelta de María era segura porque a él ya no le importaba nada de ella; y debía ser María quien se ocupara del cuerpo de Hortensia.

De pronto Horacio empezó a caminar como un ladrón, junto a la pared; llegó al costado de un ropero, corrió la cortina que debía cubrir el espejo y después hizo lo mismo con el otro ropero. Ya hacía mucho tiempo que había hecho poner esas cortinas. María siempre había tenido cuidado de que él no se encontrara con un espejo descubierto: antes de vestirse cerraba el dormitorio y antes de abrirlo cubría los espejos. Entonces sintió fastidio de pensar que las mellizas, no sólo se ponían vestidos que él había regalado a su esposa, sino que habían dejado los espejos libres. No era que a él no le gustara ver las cosas en los espejos; pero el color oscuro de su cara le hacía pensar en unos muñecos de cera que había visto en un museo la tarde que asesinaron a un comerciante; en el museo también había muñecos que representaban cuerpos asesinados y el color de la sangre en la cera le fue tan desagradable como si a él le fuera posible ver, después de muerto, las puñaladas que lo habían matado. El espejo del tocador quedaba siempre sin cortinas; era bajo y Horacio podía pasar, distraído, frente a él e inclinarse, todos los días, hasta verse solamente el nudo de la corbata; se peinaba de memoria y se afeitaba tanteándose la cara. Aquel espejo podía decir que él había reflejado siempre un hombre sin cabeza. Ese día, después de haber corrido la cortina de los roperos, Horacio cruzó, confiado como de costumbre, frente al espejo del tocador; pero se vio la mano sobre el género oscuro del traje y tuvo un desagrado parecido al de mirarse la cara. Entonces se dio cuenta de que ahora, la piel de sus manos tenía también color de cera. Al mismo recordó unos brazos que había visto ese día en el escritorio de Facundo: eran de un color agradable y muy parecidos al de la rubia. Horacio, como un chiquilín que pide recortes a alguien que trabaja en madera le dijo a Facundo:

-Cuando te sobren brazos o piernas que no necesites, mándamelos.

-¿Y para qué quieres eso, hermano?

-Me gustaría que compusieran escenas en mis vitrinas con brazos y piernas sueltas; por ejemplo: Un brazo encima de un espejo, una pierna que sale de debajo de una cama, o algo así.

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