SEXAGESIMOTERCERA ENTREGA
TERCERA PARTE
"EL BÚFALO".
32. EL SIDA (1)
No hay ningún problema del que no podamos obtener algo positivo. Me costó creer eso cuando me enteré de que Manny, al parecer necesitado de dinero, vendió la casa de Flossmoor sin darme opción a comprarla, como habíamos acordado que haría, y después, en otra jugada a hurtadillas, vendió también la propiedad de Escondido, donde estaba el centro de curación Shanti Nilaya. Recibí una carta certificada en la que se me notificaba que debía desocupar los edificios y entregar las llaves a sus nuevos propietarios. Resulta imposible describir lo aniquilada que me sentí.
¿Debería haberme sentido de otra manera? Después de perder mi casa, de ver desmoronado mi sueño, durante muchas noches me dormí llorando. Qué poco caso hacía de esas palabras con que mis guías me habían advertido: "En el río de lágrimas da gracias por lo que tienes. Haz del tiempo tu amigo."
Pero ocurrió que a la semana siguiente San Diego se vio azotado por unas lluvias torrenciales que duraron siete días, produciendo inundaciones, corrimientos de tierra y el desmoronamiento de vanas casas, entre ellas mi antiguo centro de curación en la cima de la montaña.
El techo de la casa principal se derrumbó, la piscina se cuarteó y quedó llena de lodo, y el escarpado camino de acceso a la propiedad quedó totalmente arrasado. Si hubiéramos estado allí, no sólo habríamos quedado aislados e inmovilizados sino que además las reparaciones habrían costado una fortuna. Por extraño que parezca, fue una suerte que me hubieran obligado a desalojarlo.
Compartí ese sentimiento de dicha con mi hija cuando vino a visitarme para Semana Santa. Barbara era una chica muy intuitiva que jamás se había fiado de B. ni de su esposa. Yo siempre lo atribuí a que los culpaba de ser la causa de mi traslado a California, dado que nunca admitió que Manny me había abandonado. Pero a la sazón Barbara estudiaba en el college, pocos cursos detrás de su hermano que estaba en la Universidad de Wisconsin, y volvíamos a tener una relación fabulosa.
Gracias a Dios por eso. Después de instalarse en mi casa, donde podía disfrutar del enorme y soleado porche, de la bañera con agua caliente y de los millones de flores en plena floración, hicimos una agradable excursión a los manzanares de las montañas. A la vuelta tuvimos una desagradable experiencia; se estropearon los frenos del coche y nos precipitamos camino abajo. Fue un verdadero milagro que saliéramos con vida. Lo mismo dijimos unos días después: fuimos a dejar a una amiga mía viuda a su casa en Long Beach, y cuando volvimos a toda prisa para acabar de preparar nuestro banquete de Pascua, nos encontramos con la casa envuelta en llamas.
Al ver que las llamas ya asomaban por el techo, al instante nos pusimos en acción. Yo cogí la manguera del jardín mientras Barbara corría a casa de unos vecinos para telefonear a los bomberos.
Llamó a la puerta en tres casas distintas, pero no salió nadie. Finalmente, y en contra de lo que le aconsejaba su criterio, tocó el timbre en casa de los B. Estos abrieron la puerta y le prometieron avisar inmediatamente a los bomberos. Pero eso fue lo único que hicieron.
Ninguno de nuestros supuestos amigos se acercó a ofrecer ayuda, cosa que nos habría venido muy bien, aunque, sólo con nuestras mangueras, entre Barbara y yo ya habíamos apagado el incendio cuando llegó el primer coche de bomberos.
Una vez que los bomberos derribaran una pared, entramos en la casa. El desastre era de pesadilla. Todos los muebles estaban destruidos, todas las lámparas, teléfonos y aparatos de plástico se habían fundido por el calor. Todos los cuadros, tapices indios y platos que adornaban las paredes estaban chamuscados y negros. El olor era insoportable. Nos dijeron que no nos quedáramos dentro porque ese humo era dañino para los pulmones. Lo extraño fue que el pavo que pensaba servir para la comida de Pascua tenía un olor delicioso.
Sin saber qué hacer, me senté en el coche a fumar un cigarrillo. Uno de los simpáticos bomberos se me acercó para darme las señas de un psicólogo especializado en ayudar a personas que lo habían perdido todo en un incendio.
-No, gracias. Estoy acostumbrada a las pérdidas y yo misma soy especialista.
Al día siguiente volvieron los bomberos a ver cómo estábamos. Fue un gesto que agradecí de corazón. Ni B. ni su esposa se habían acercado a vernos.
-¿Son de verdad tus amigos? -me preguntó Barbara.
Allí había alguien que no me quería bien. O al menos eso me pareció después de que uninvestigador de incendios y un detective privado llegaron a la conclusión de que el incendio había comenzado simultáneamente en los quemadores de la cocina y en el montón de leña apilada fuera de la casa.
-Sospechamos que el incendio ha sido provocado -me dijo el investigador.
¿Qué podía hacer yo? La limpieza general llegó pronto. Pasado Pascua la compañía de seguros envió un enorme camión que se llevó todas las cosas quemadas, entre ellas el servicio de plata de mi abuela que yo tenía guardado para Barbara; estaba convertido en una masa derretida.
Algunos de mis amigos de Shanti Nilaya acudieron para ayudarme a limpiar, lavar y fregar todo lo que quedó aprovechable. Lo único que las llamas habían respetado era una vieja pipa sagrada india que se utiliza para ceremonias. Muy pronto, con el dinero que recibí de la compañía de seguros, puse a un ejército de albañiles a reconstruir la casa, que de todos modos ya no sería la misma. Tan pronto como quedó lista la puse en venta.
Ciertamente mi fe fue puesta a prueba. Había perdido mi centro de curación de la montaña y mi confianza en B. La serie de incidentes fortuitos que pusieron en peligro mi vida: las picaduras de araña, la rotura de los frenos y el incendio, estaban demasiado cercanos para sentirme tranquila.
Pensé que mi vida estaba en peligro. Después de todo, a mis cincuenta y cinco años, ¿cuánto tiempo debía continuar ayudando a los demás antes de renunciar? Tenía que alejarme de B. y de su energía mala. Lo que iba a hacer era comprar esa granja con la que había soñado durante años, aminorar mi ritmo de trabajo y cuidar de Elisabeth para variar. Tal vez fuera una buena idea. Pero no era el momento oportuno, porque en medio de mi crisis de fe me sentí llamada a ser nuevamente de utilidad.
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