lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


SEXAGESIMOPRIMERA ENTREGA
TERCERA PARTE
                                                                                              

"EL BÚFALO".
                                         

32. EL HOGAR DEFINITIVO (1)

Ya de vuelta en casa, estaba en el balcón acompañada por mis vecinos los B., que habían venido a tomar el té conmigo. Una cálida brisa nos acariciaba. Sintiéndome embriagada por el destino, los miré y les anuncié, en un tono algo ceremonioso, que el centro de curación se llamaría Shanti Nilaya. Les expliqué su significado: "El hogar definitivo de paz."

Al parecer fue una buena idea. Durante el año y medio siguiente, hasta bien entrado 1978, el centro prosperó. Se cuadriplicó la asistencia a los seminarios sobre la "Vida, la muerte y la transición", que tenían una duración de cinco días en régimen de internado y cuyo objetivo era el de "promocionar la curación psíquica, física y espiritual de niños y adultos mediante la práctica del amor incondicional". Cada vez había más personas que ansiaban su desarrollo y crecimiento personal. Mi hoja informativa circulaba por todo el mundo, y yo continué con mi ritmo de trabajo siguiendo un programa de viajes que me llevaba de Alaska a Australia.

Aunque Shanti Nilaya prosperaba, su objetivo seguía siendo limitado: el crecimiento personal. En los seminarios-talleres las personas resolvían sus asuntos inconclusos, se liberaban de la rabia y amargura experimentadas en sus vidas y aprendían a vivir de una manera que las preparara para morir a cualquier edad. Es decir, sanaban, se hacían enteras, íntegras. A los seminarios asistían personas de edades comprendidas entre los veinte y los ciento cuatro años, entre las cuales había enfermos terminales, individuos con problemas afectivos o emocionales y adultos normales; muy pronto establecí también seminarios para adolescentes y niños. Cuanto antes se haga íntegra una persona, más posibilidades tiene de desarrollarse para estar sana física, emocional y espiritualmente. ¿No era eso un buen augurio para el futuro?

A las personas que acudían a mí, ya fuera en Shanti Nilaya o en mis viajes, les decía más o menos lo mismo: "La muerte no es algo que haya que temer. De hecho, puede ser la experiencia más increíble de la vida. Sólo depende de cómo se vive la vida en el presente. Y lo único que importa es el amor."

Lo que fue muy útil para mi trabajo fue mi encuentro con un niño de nueve años con ocasión de un seminario que estaba dando en el Sur. Durante esas largas charlas, cuando notaba un bajón en mis energías, recargaba mis baterías hablando con personas del público. Vi a los padres de Dougy en la primera fila; aunque nunca había visto antes a esa pareja de aspecto agradable, la intuición me dijo que les preguntara dónde estaba su hijo.

-No sé por qué siento la necesidad de decir esto -les dije-, pero ¿por qué no habéis traído a vuestro hijo?

Sorprendidos por la pregunta, me explicaron que el niño estaba en el hospital recibiendo un tratamiento quimioterapéutico. Pero después del siguiente descanso, el padre volvió con Dougy, que tenía todo el aspecto de padecer un cáncer (delgado, pálido, calvo), pero que en todo lo demás era un típico niño estadounidense. Yo continué hablando y Dougy se dedicó a hacer un dibujo con lápices de colores. Después me regaló el dibujo. Nadie podría haberme hecho un regalo mejor.

Como la mayoría de los niños moribundos, Dougy tenía una sabiduría superior a la de un niño de su edad. A causa de sus sufrimientos físicos había desarrollado una clara comprensión de sus capacidades espirituales e intuitivas. Eso es cierto en todos los niños moribundos, y por eso insto a sus padres a hablar sinceramente con ellos acerca de la pena, la rabia y la aflicción. Lo saben todo.

Una sola mirada al dibujo de Dougy me confirmó nuevamente esto.

-¿Se lo decimos? -le pregunté señalándole a sus padres.

-Sí, creo que lo pueden aceptar -contestó.

Pocos días antes los médicos les habían comunicado a los padres que a su hijo le quedaban sólo tres meses de vida, y les costaba enormemente aceptar eso. Pero por el dibujo yo podía contradecir ese pronóstico. Por lo que entendí de las imágenes que Dougy había plasmado, le quedaba bastante más tiempo de vida, posiblemente unos tres años. Su madre, emocionada y muda de alegría, me dio un abrazo. Pero yo no podía atribuirme el mérito.

-Lo único que he hecho es interpretar este dibujo -les dije-. Es vuestro hijo el que sabe estas cosas.

Lo que me gustaba de trabajar con niños era su sinceridad. Van al grano, dejando de lado todas las tonterías y falsedades. Dougy fue el exponente perfecto de esa actitud. Un día recibí una carta de él. Decía:

Querida doctora Ross:

Sólo me queda una pregunta más: ¿qué es la vida y qué es la muerte y por qué tienen que morir los niños pequeños?

Besos, Dougy

Cogí unos cuantos rotuladores y escribí un colorido opúsculo en el que resumí todos mis años de trabajo con moribundos. Con palabras sencillas expliqué que la vida era un juego, semejante a lo que hace el vendaval esparciendo las semillas, que son cubiertas por la tierra y calentadas por el sol, cuyos rayos son el amor de Dios que brilla sobre nosotros. Todos tenemos una lección que aprender, una finalidad en la vida, y deseaba decirle a Dougy, que moriría tres años después y estaba tratando de comprender por qué, que él no era una excepción.

Algunas flores sólo viven unos cuantos días; todo el mundo las admira y las quiere, como a señales de primavera y esperanza. Después mueren, pero ya han hecho lo que necesitaban hacer.

Son muchos miles las personas a quienes ha ayudado esta carta. Pero el mérito es de Dougy. 

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