sábado

ERNEST HEMINGWAY - PARÍS ERA UNA FIESTA (A MOVEABLE FEAST)

SÉPTIMA ENTREGA
VI

UNA FALSA PRIMAVERA

Cuando llegaba la primavera, incluso si era una primavera falsa, lo único que importaba era encontrar el lugar donde pudiéramos ser felices. Si estábamos solos, ningún día se nos podía estropear, y bastaba con esquivar cualquier clase de cita para que el día se abriera hacia una felicidad sin límites. Sólo la gente le podía poner límites, con excepción de las poquísimas personas que eran tan buenas como la misma primavera.

En las mañanas de primavera yo me ponía a trabajar temprano, mientras mi mujer todavía dormía. Abría las ventanas de par en par, mientras el empedrado de la calle se iba secando después de la lluvia. El sol les arrancaba la humedad a las fachadas de enfrente y los postigos de las tiendas todavía estaban cerrados. El cabrero subía por la calle al son de su flauta, y la mujer que vivía en el piso de encima bajaba a la calle con un gran jarro. El cabrero escogía una de sus cabras negras, de ubres pesadas, y la ordeñaba en el jarro, mientras el perro arrimaba  a las demás cabras a la vereda. Las cabras miraban a su alrededor, torciendo el cuello como los turistas cuando llegan a algún lugar que no conocen. El cabrero cobraba y le daba las gracias a la mujer, y volvía a subir la calle tocando la flauta, y el perro guiaba a las cabras que sacudían los cuernos dando cabezazos. Yo volvía a concentrarme en mi trabajo, mientras la mujer subía la escalera con su jarro de leche de cabra. Usaba zapatillas de suela de fieltro, como cuando hacía la limpieza del piso, y lo único que se le oía era el jadeo cuando se paraba un momento frente a nuestra puerta, y enseguida la puerta de su piso al cerrarse. En todo el edificio, era la única vecina que compraba leche de cabra.

Una mañana bajé a comprar un periódico de hípica. Incluso en el barrio más pobre se podía comprar el periódico especializado en las carreras de caballos, pero en los días hermosos como aquel había que comprarlo temprano, antes de que se agotara. Lo encontré en la rue Descartes, en la esquina de la place Contrescarpe. El rebaño de cabras ya bajaba por la rue Descartes, y yo respiraba hondo el aire del amanecer mientras volvía rápido a casa y a mi trabajo, aguantando la tentación de seguir caminando atrás de las cabras. Pero antes de ponerme a trabajar le di una ojeada al periódico. Había carreras en Enghien, el pequeño y hermoso y deshonesto hipódromo que frecuentábamos los no profesionales.

Y aquel día terminé de trabajar y nos fuimos a las carreras. El diario de Toronto acababa de mandarme el pago por una corresponsalía, y en lo posible queríamos apostarle fuerte a algún caballo no favorito. Una vez en Auteuil mi mujer había elegido un caballo que se llamaba Chèvre d’Or y pagaba ciento veinte a uno, y el caballo llegó a sacar veinte cuerpos de ventaja hasta que se cayó en el último salto, y desperdiciamos los ahorros con los que hubiéramos vivido seis meses. Desde aquel día lo único que queríamos era olvidarnos de aquel salto. Fue una temporada en la que íbamos ganando en las apuestas, hasta que se nos cayó Chèvre d’Or.

-¿Tenemos bastante plata para una apuesta fuerte, Tatíe? -me preguntó mi mujer.

-No. Mejor no hacer cálculos. Vamos a las carreras y gastamos nada más que lo que tengo en el bolsillo. ¿No te gustaría más gastar la plata en otra cosa?

-Hombre -dijo ella.

-Bueno, es que cuando andamos pobres me pongo miserable.

-No -dijo ella-. Pero...

Lo cierto es que yo no hacía nada para que ella viviera cómoda y a veces la pasábamos mal. Al que trabaja en algo que realmente le gusta, la pobreza no le preocupa. Los que sufren son los otros. Para mí las bañeras y las duchas y los retretes eran cosas sin importancia porque cualquier mediocre las tiene y además nosotros también las teníamos todas las veces que salíamos de viaje. Y para el uso diario estaban los baños públicos al final de la calle, frente al río. Mi mujer no se quejaba nunca por cosas así, como tampoco había llorado cuando se cayó Chèvre d’Or. Bueno, lo cierto es que lloró, pero por el caballo y no por la plata. Yo me porté como un estúpido una vez que ella quería una chaqueta de piel de cordero gris, y que al final me encantó también a mí cuando pudo comprársela. Y también me porté como un estúpido muchas otras veces. Lo malo de la lucha contra la pobreza es que el único modo de ganarla es no gastar. Y los que más tienen que acordarse de esto son los que ahorran en ropa para poder comprar cuadros. Claro que nosotros no nos considerábamos pobres. No queríamos aceptar esa categorización. Nos creíamos superiores, y considerábamos como ricos nada más que a ciertas personas que despreciábamos y mirábamos con justificada desconfianza. Para mí era la cosa más natural abrigarme con un chandail de boxeador, por ejemplo. Preocuparse por la elegancia era una boludez de los ricos. Nosotros comíamos bien y barato, y bebíamos bien y barato, y juntos dormíamos bien y con calor, y nos queríamos.

-No es mala idea ir a las carreras -dijo mi mujer. -Hace tanto tiempo que no vamos. Llevamos algo de comer y una botella de vino. Voy a hacer unos buenos sandwiches.

-Y podemos ir en tren, que es más barato. Pero si querés vamos a otro lado. Igual la vamos a pasar bien, porque el día está maravilloso.

-No, lo mejor es ir a las carreras.

-Si querés podemos usar la plata en otra cosa...

-No -cortó con arrogancia; sus hermosos pómulos altos eran una máscara de arrogancia-. Me parece que dudar tanto es darse demasiada importancia.

Así que tomamos el tren en la Gare du Nord, atravesamos la parte más sucia y más triste de la ciudad y después fuimos caminando hasta el oasis del hipódromo. Llegamos temprano. Nos sentamos en mi gabardina extendida encima del césped recién cortado, y comimos y bebimos la botella de vino, mirando la vieja tribuna, las cabinas de apuestas que eran de madera pintada marrón, el verde de la pista, el verde más oscuro de las vallas, el espejeo sombrío de los fosos de agua con los muros bajos de piedra encalada y los postes y barreras también blancos, el galpón de los establos con sus árboles de hojas nuevas, y los primeros caballos que guiaban al pesaje. Terminamos el vino y estudiamos el programa de carreras que traía el periódico, y después mi mujer se tendió en la gabardina y se durmió, con el sol en la cara. Yo di una vuelta y encontré a un conocido, uno que años atrás encontraba en el San Siro de Milán. Me recomendó dos caballos.

-Bueno, no es que sean una inversión segura -dijo. -Pero tampoco te van a salir muy caros.

Al primer caballo le apostamos la mitad de lo que teníamos, y ganamos doce a uno: saltó con hermoso estilo, tomó el mando de la carrera corriendo por el borde exterior de la pista, y ganó por cuatro cuerpos de ventaja. Guardamos la mitad de las ganancias, y la otra mitad  se la apostamos al segundo caballo, que arrancó muy rápido, marchó a la cabeza en toda la parte de obstáculos, y en la recta final fue perdiendo terreno a cada salto, y las dos fustas vibraban y el favorito lo iba alcanzando, pero el nuestro resistió y cruzó primero la meta.

Pedimos unas copas de champaña en el bar, mientras esperábamos que anunciaran la cotización de las apuestas.

-Eso de las carreras te deja agotado -dijo mi mujer. -¿Viste cómo se le venía arriba ese otro caballo?

-Todavía lo siento aquí en la barriga.

-¿Cuánto vamos a cobrar?

-Lo cotizaban dieciocho a uno. Pero a lo mejor a último momento hubo otras apuestas.

Pasaron los caballos, y el nuestro estaba empapado y dilataba las narices para resollar, mientras el jockey lo palmeaba.

-Pobrecito -dijo mi mujer. -A nosotros nos bastó con apostar.

Los caballos se alejaron, y bebimos otra copa de champaña, y al final salió la cifra de nuestra ganancia: 85. Quería decir que daban ochenta y cinco francos por cada diez.

-Tienen que haber apostado mucha plata por ese caballo, a última hora -dije.

Pero la cosa es que a nosotros nos parecía mucho lo que ganamos, y sentimos que además de la primavera había llegado la plata. Más no podíamos pedir. Dividiendo aquella ganancia en cuatro partes, podíamos repartirnos la mitad y dejar la otra mitad para capital de carreras. Yo siempre guardaba el capital de carreras en secreto y separado de cualquier otro capital.

Otro día del mismo año, al llegar de un viaje fuimos a no sé qué otro hipódromo y volvimos a ganar, y a la vuelta nos paramos en Prunier y después de estudiar los precios de todas las maravillas que anunciaban afuera nos sentamos en el bar. Comimos ostras y crabe à la mexicaine, con unas copas de Sancerre. Ya de noche, mientras volvíamos caminando a través de las Tullerías, nos paramos a mirar el Arc du Caroussel detrás de la negrura de los jardines, y en el fondo de toda aquella oscuridad tan densa se veían los faroles de la place de la Concorde y la larga hilera de luces alejándose hacia el Arco de Triunfo. Después miramos recortarse la mole del Louvre y dije:

-¿Será verdad eso de que los tres arcos están en línea recta? ¿Estos dos y el Sermione de Milán?

-Yo qué sé, Tatie. Por algo lo dirán. ¿Te acordás de cuando nos asomamos al lado italiano del San Bernardo, y después de aquella subida por la nieve nos encontramos en plena primavera, y caminamos todo el día con Chink bajando hasta Aosta?

-Chink tituló el paseo como «la expedición al San Bernardo en zapatos de vestir». ¿Te acordás de los zapatos que llevabas?

-Pobres zapatos. ¿Te acordás de la copa de frutas que tomamos en el café Biffi, en la Galleria? ¿Y te acordás de aquel vino de Capri con duraznos y fresas silvestres, con hielo, que nos sirvieron en un jarro alto de cristal?

-Allí fue que se me ocurrió por primera vez que eso de los tres arcos es muy raro.

-Me acuerdo del Sermione. Se parece mucho a este arco.

-¿Te acordás de aquella posada en Aigle, aquel día que ustedes se sentaron a leer con Chink en el jardín mientras yo pescaba?

-Claro que me acuerdo.

Entonces me acordé del Ródano, angosto y gris y lleno de agua de nieve, y de los dos canales de agua buena para las truchas que tenía cada orilla. Aquel día el Stockalper ya estaba muy límpido, pero el canal del Ródano seguía turbio.

-¿Te acordás de que los castaños estaban en flor, y de cuando les quise contar un chiste que creo  que me contó Jim Gamble, algo sobre una parra, y que al final que no me pude acordar de cómo era?

-Sí. Y vos y Chink no paraban de hablar sobre la forma escribir captando la realidad profunda de las cosas. A veces tenía razón él y a veces vos. Me acuerdo de cómo discutían y estudiaban la fuga de las formas y los matices de la luz.

Seguimos caminando y salimos del jardín por la puerta que da al Louvre y cruzamos la calle y seguimos por el puente, y después nos paramos para acodarnos en el pretil de piedra y mirar hacia el río.

-Nos pasábamos discutiendo sobre cualquier cosa, y siempre nos tomábamos el pelo -dijo Hadley. -Me acuerdo de todo lo que hicimos y de todo lo que dijimos en aquel viaje. Te lo juro. De todo. Y conversábamos siempre entre los tres y yo no me sentía como una esposa invitada en lo de Miss Stein

-De lo que yo quisiera acordarme es del chiste de la parra.

-No vale la pena. Las que tienen importancia son las parras y no los chistes.

-¿Te acordás del vino que nos  vendieron en la posada de Aigle? Dijeron que era un vino bueno para acompañar las truchas y lo llevamos al chalet envuelto en hojas de La gazette de Lucerne, me parece.

-El vino de Sion era mejor. ¿Te acordás de que Madame Gangeswisch nos preparó las truchas au bleu, en el chalet? Las truchas que pescaste eran excelentes, y tomamos vino de Sion y comimos en la terraza. Al otro lado del lago se veía el Dent du Midi medio nevado y los árboles en la boca del Ródano, donde el río se mete en el lago.

-En invierno y en primavera siempre extraño a Chink.

-Yo lo extraño siempre, y más ahora que está tan lejos.

Chink era un oficial de carrera, que al salir de Sandhurst fue enviado a Mons. Yo lo conocí en Italia, y durante muchos años fue nuestro mejor amigo, mío primero y después de los dos. Cuando tenía una licencia, se reunía con nosotros.

-Va a tratar de conseguir una licencia esta primavera. La semana pasada escribió desde Colonia.

-Sí, ya sé. Pero mejor no hablar de las cosas que pasaron. Tenemos que vivir en el presente, y amar cada minuto.

-En este momento estamos viendo nada más que el agua que golpea contra el puente. Habría que subir los ojos para ver qué encontramos.

Miramos, y allí estaba todo: nuestro río y nuestra ciudad y la isla de nuestra ciudad.

-Tenemos demasiada suerte -dijo ella. -Me da miedo. Me encanta que pueda venir Chink. Él es nuestro protector.

-No se lo digas porque se va a enojar.

-Claro. É1 piensa que es nada más que nuestro compañero de exploración.

-Y eso es verdad. Pero no todos exploramos lo mismo.

Entonces terminamos de cruzar el puente hasta nuestra orilla.

-¿No te dio hambre otra vez de tanto caminar y hablar? -dije.

-Por supuesto que tengo hambre. ¿Vos no?

-Vamos a un restaurante de primera, a cenar bien de verdad.

-Elegí.

-¿Michaud?

-Ese sí que es de primera, y nos queda muy cerca.

Así que caminamos por la rue des Saints-Pères hasta la esquina de la rue Jacob, parándonos a mirar las vidrieras de cuadros y de muebles. Antes de entrar en Michaud, leímos la carta enmarcada en la puerta. Estaba lleno de gente, y nos quedamos afuera vichando las mesas donde ya tomaban el café y esperando que saliera alguien.

El paseo nos había dado hambre, y para nosotros comer en un sitio caro como Michaud era una gran aventura. Allí estaba Joyce cenando con su familia. Él y su esposa se sentaban de espaldas a la pared, y Joyce examinaba la carta a través de sus gruesos lentes, acercándosela a la cara; Nora se le sentaba al lado y comía con ganas, pero sólo platos finos; Giorgio era delgado, cuidaba mucho su aspecto y la nuca se le veía muy bien peinada; Lucía tenía una gran belleza rizada, y todavía era una muchachita. Hablaban en italiano.

Mientras estábamos esperando allí parados, pensé si lo que habíamos sentido en el puente era solamente hambre. Se lo dije a mi mujer y me contestó:

-Yo que sé, Tatie. Hay tantas clases de hambre. Y en primavera todavía sentís más. Ponerse a recordar, eso sí que es una especie de hambre.

Yo ya me estaba poniendo pesado, pero me salvé cuando miré para adentro y vi dos tournedos que estaba sirviendo un camarero y me di cuenta de que tenía un hambre común y corriente.

-Hoy dijiste que tenemos suerte y es la pura verdad. Pero no te olvides de lo que nos aconsejó un experto.

Ella largó la risa.

-No pensaba en las carreras. Vos siempre tomándote todo al pie de la letra, muchacho. Pensaba en otra clase de suerte.

-Me parece que a Chink no le interesan los caballos -dije, poniéndome cada vez más estúpido.

-No. Le interesarían si los montara él.

-¿Tenés ganas de volver a ir a las carreras?

-Claro que sí. Pero ahora podemos ir adonde nos dé la gana.

-¿De verdad tenés ganas de volver?

-Claro. A vos te gustan, ¿no?

Cuando al final conseguimos una mesa en Michaud, cenamos maravillosamente. Pero al terminar y quedarnos vacíos de hambre, todavía nos ponía ansiosos aquella sensación que en el puente nos había parecido que era hambre, y la seguimos sintiendo cuando tomamos el ómnibus de vuelta a casa. La sentimos al entrar en el cuarto, y después de meternos en la cama y hacer el amor a oscuras, la sensación estaba allí. Cuando me desperté y miré la ventana abierta y vi la luz de la luna en los tejados, allí estaba la sensación. Escondí la cara para no ver la luna, pero no pude dormirme y seguí dándole vueltas a aquella emoción. Los dos nos despertamos dos veces aquella noche, y al final mi mujer se durmió dulcemente y con la luz de la luna en la cara. Yo quería pensar en todo aquello, pero estaba confundido. Tan sencilla que me había parecido la vida aquella mañana, cuando me desperté y vi la falsa primavera, y oí la flauta del hombre de las cabras, y salí a comprar el periódico de caballos.

Pero París era una muy vieja ciudad y nosotros éramos jóvenes, y allí nada era sencillo, ni siquiera el ser pobre, ni la plata ganada de repente, ni la luz de la luna, ni el bien ni el mal, ni la respiración de una persona acostada al lado mío a la luz de la luna.

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