jueves

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

QUINCUAGESIMOQUINTA ENTREGA
                           
TERCERA PARTE

I (8)

Subían la larga cuesta de los prados de Mr. Lehr, que conducía a las colinas más cercanas. El aire todavía era fresco a las seis de la mañana a tres mil pies de altura; allí arriba la noche sería muy fría, pues aún había de subir otros seis mil pies. El cura dijo con desasosiego:

-¿Para qué he de meter la cabeza en su trampa? Sería absurdo...

-Mire, Padre.

El mestizo tenía un trozo de papel. El carácter de la letra, muy conocido, llamó la atención del cura: era la escritura vacilante y ancha de un chiquillo. El papel había servido para envolver alimento: estaba embadurnado y grasiento. Leyó: “El príncipe de Dinamarca está cavilando si debería matarse o no; si es mejor continuar sufriendo todas las dudas acerca de su padre, o, de un solo golpe...”

-Eso no, Padre. Lo del otro lado. Eso no es nada.

Él volvió el papel y leyó una sola frase escrita en inglés con lápiz embotado: “En el nombre de Cristo, Padre...” La mula, al no ser hostigada se demoraba en un paso cansino; él no intentó azuzarla. El trozo de papel no dejaba lugar a dudas. Sintió el cepo otra vez irrevocablemente.

-De esta manera, Padre. Yo estaba con la policía cuando le hirieron. Fue en un pueblo del lado de allá. Cogió a un niño para que le sirviera de pantalla, pero, claro, los soldados no hicieron caso: no era más que un indio. Hirieron a los dos, pero él escapó.

-¿Entonces, cómo...?

Hablaba con volubilidad. Tenía miedo del teniente, dijo, quien se resentía de la fuga del cura; en consecuencia, planeó pasar la frontera, y ponerse fuera de su alcance. Lo hizo por la noche y, de camino, se encontró al americano. Estaba herido en el estómago. Probablemente permanecía dentro de este Estado; pero, ¿quién sabe dónde acaba o dónde empieza un Estado?

-Entonces, ¿cómo pudo escapar herido?

-Oh, Padre, es un hombre de una fuerza sobrehumana. Estaba moribundo; quería un cura...

-¿Cómo le dijo a usted todo eso?

-No se necesitaban más que dos palabras, Padre.

Además, para comprobación del cuento, el hombre tuvo energías para escribir aquella nota; por lo tanto... La historia tenía más agujeros que un cedazo, pero la nota permanecía como piedra conmemorativa inevitable a la vista. De nuevo el mestizo erguíase iracundo.

-Oh, no -aseguró el cura-. No me fío de usted.

-Cree usted que miento.

-Casi todo ello es mentira.

Detuvo la mula y permaneció unos minutos pensativo. Estaba segurísimo de que aquello era una trampa, probablemente sugerida por el mestizo: buscaba la recompensa. Pero era un hecho que el americano estaba muriéndose. Pensó en la central bananera abandonada, donde algo había ocurrido, y en el chiquillo muerto sobre el maíz. Era indudable que un hombre le necesitaba. Un hombre con todo aquello en la conciencia... Lo más extraño de todo era que se sentía muy animado: en realidad nunca creyó en la paz aquella. La había soñado tan a menudo, en el lado de allá, que ahora no significaba para él más que un sueño. Se puso a silbar una canción; algo que alguna vez oyó en cualquier parte.

Encontré una rosa en mi jardín.

Era la hora de despertarse. No hubiera sido en realidad un buen sueño, la proyectada confesión en Las Casas, si tuviera que admitir con todo lo demás, que se había negado a confesar a un moribundo en pecado mortal.

-¿Estará vivo el hombre todavía? -preguntó.

-Así lo creo, Padre -contestó el mestizo agarrándose a él con avidez.

-¿Cuánto se tarda en ir?

-Cuatro... cinco horas, Padre.

-Puede usted montar el otro mulo por turno.

Él hizo retroceder a su cabalgadura y llamó al guía. Este se apeó, permaneciendo impasible mientras él explicaba. La única observación que hizo fue para el mestizo, señalándole la montura.

-Tenga cuidado con esas alforjas. Dentro va el aguardiente del Padre.

Deshicieron despacio el camino. Miss Lehr estaba junto a la verja. Dijo:

-Olvidó usted los emparedados. Padre.

-Oh, sí. Muchas gracias. -Echó una mirada furtiva en torno. Aquello no significaba nada para él. Inquirió-: ¿Duerme todavía Mr. Lehr?

-¿Le debo despertar?

-No, no. Pero dele las gracias por su hospitalidad.

-Bien. Y acaso, Padre, ¿volveremos a verle dentro de pocos años, como dijo usted?

Miraba con curiosidad al mestizo y él le devolvía la mirada con sus insolentes ojos amarillos.

-Es posible -respondió el cura desviando los ojos y con sonrisa reticente.

-Bien; adiós, Padre. Sería mejor que partiera. El sol ya está muy alto.

-Adiós, querida miss Lehr.

El mestizo fustigó a su mula con impaciencia y le hizo mover.

-No es por ahí, buen hombre -gritó miss Lehr.

-He de hacer una visita primero -explicó el cura, y tomando un trotecillo incómodo bajó bamboleándose hacia el pueblo detrás de la mula del mestizo. Pasaron delante de la iglesia blanqueada; también aquello pertenecía al sueño. En la vida real no habían iglesias. La calle larga y descuidada del pueblo abríase ante ellos. El maestro de escuela estaba en su portal y le dirigió un saludo irónico, acompañado de una mirada malévola tras sus gafas con montura de concha.

-Bien, Padre, ¿se marcha con el botín?

El cura detuvo la mula. Dijo al mestizo:

-Realmente... se me olvidaba...

-Les sacó usted jugo a los bautizos -continuó el maestro de escuela-. Dan para esperar unos años, ¿no es cierto?

-Venga, Padre -le suplicaba el mestizo-. No le escuche. -Escupió-. Es un mal hombre. El cura no le hizo caso.

-Usted conoce a la gente de aquí mejor que nadie. Si le dejo un donativo, ¿querrá usted gastarlo en cosas inofensivas, quiero decir alimentos, sábanas, no en libros?

-Hay más necesidad de alimentos que de libros.

-Tengo aquí cuarenta y cinco pesos...

El mestizo gimió:

-Padre, ¿qué hace usted...?

-¿Restitución de penitencia? -sonrió el maestro.

-Sí.

-De todos modos, muchas gracias, desde luego. Es agradable encontrar un cura con conciencia. Es un progreso en la evolución -manifestó, con las gafas brillando al sol, la figura rolliza y amargada delante de su choza con techo de hojalata: un destierro.

Pasaron ante las últimas casas, ante el cementerio y empezaron a subir.

-¿Por qué, Padre, por qué? -protestaba el mestizo.

-No es un mal hombre; hace lo que puede, y yo no necesitaré dinero en adelante, ¿verdad? -arguyó él, y durante largo rato cabalgaron en silencio mientras el sol brillaba cegador y los lomos de los mulos se esforzaban en los empinados senderos rocosos. Él empezó de nuevo a silbar: “Tengo una rosa...”, la única tonada que sabía. Una vez el mestizo empezó a quejarse.

-Lo que incomoda en usted, Padre, es... -pero la queja extinguiose antes de definirse, pues en realidad no había nada de qué protestar, ya que cabalgaban con firmeza hacia el Norte, hacia la frontera.

-¿Tiene hambre? -preguntó el cura al cabo de un rato.

El mestizo refunfuñó algo con acento que demostraba irritación e ironía.

-Tome un emparedado -dijo él, abriendo el paquete de miss Lehr.

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