sábado

LAS HORTENSIAS (7) - FELISBERTO HERNÁNDEZ -



IV (2)

Horacio se había quedado mirando una mancha de sol que tenía en la manga del saco; al retirar la manga la mancha había pasado al vestido de María como si se hubiera contagiado; y cuando se separó de ella y empezó a caminar hacia la salita, sus órganos parecían estar revueltos, caídos y pesando insoportablemente. Al sentarse en una pequeña banqueta de la salita, pensó que no era digno de ser recibido por la blandura de un mueble familiar y se sintió tan incómodo como si se hubiera sentado encima de una criatura. Él también era desconocido de sí mismo y recibía una desilusión muy grande al descubrir la materia de que estaba hecho. Después fue a su dormitorio, se acostó tapándose hasta la cabeza y contra lo que hubiera creído, se durmió en seguida.

María habló por teléfono a Facundo:

-Escuche, Facundo, apúrese a traer a Hortensia porque si no Horacio se va a enfermar.

-Le voy a decir una cosa, María; la puñalada ha interesado vías muy importantes de la circulación del agua; no se puede andar ligero; pero haré lo posible para llevársela cuanto antes.

Al poco rato Horacio se despertó; un ojo le había quedado frente a una pequeño barranco que hacían las cobijas y vio a lo lejos, en la pared, el retrato de sus padres: ellos habían muerto, de una peste, cuando él era niño; ahora él pensaba que lo habían estafado; él era como un cofre en el cual en vez de fortuna, habían dejado yuyos ruines; y ellos, sus padres, eran como dos bandidos que se hubieran ido antes que él fuera grande y se descubriera el fraude. Pero en seguida esos pensamientos le parecieron monstruosos. Después fue a la mesa y trató de estar bien ante María. Ella le dijo:

-Avisé a Facundo para que trajera pronto a Hortensia.

¡Si ella supiera, se decía Horacio, que contribuye, apurando el momento de traer a Hortensia, a un placer mío que será mi traición y su locura! Él daba vuelta la cara de un lado para otro de la mesa sin ver nada y como un caballo que busca la salida con la cabeza.

-¿Falta algo? -preguntó María.

-No, aquí está -dijo él tomando la mostaza.

María pensó que si no lo veía, estando tan cerca, era porque él se sentía mal.

Al final se levantó, fue hacia su mujer y se empezó a inclinar lentamente, hasta que sus labios tocaron la mejilla de ella; parecía que el beso hubiera descendido en paracaídas sobre una planicie donde todavía existía la felicidad.

Esa noche, en la primera vitrina, había una muñeca sentada en el césped de un jardín; estaba rodeada de grandes esponjas, pero la actitud de ella era la de estar entre flores. Horacio no tenía ganas de pensar en el destino de esa muñeca y abrió el cajoncito donde estaban las leyendas: “Esta mujer es una enferma mental; no se ha podido averiguar por qué ama las esponjas”. Horacio dijo para sí: “Pues yo les pago para que averigüen”. Y al rato pensó con acritud: “Esas esponjas deben simbolizar la necesidad de lavar muchas culpas”. A la mañana siguiente se despertó con el cuerpo arrollado y recordó quién era él, ahora. Su nombre y apellido le parecieron diferentes y los imaginó escritos en un cheque sin fondos. Su cuerpo estaba triste; ya le había ocurrido algo parecido, una vez que un médico le había dicho que tenía sangre débil y un corazón chico. Sin embargo aquella tristeza se le había pasado. Ahora estiró las piernas y pensó: “Antes, cuando yo era joven, tenía más vitalidad para defenderme de los remordimientos; me importaba mucho menos el mal que pudiera hacer a los demás. ¿Ahora tendré la debilidad de los años? No, debe ser un desarrollo tardío de los sentimientos y de la vergüenza”. Se levantó muy aliviado; pero sabía que los remordimientos serían como nubes empujadas hacia algún lugar del horizonte y que volverían con la noche.

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