jueves

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

QUINCUAGESIMOPRIMERA ENTREGA
                            
TERCERA PARTE


I  (4)

Terminó con el vaso y salió a la calle: las lámparas estaban encendidas en las ventanas y la ancha calle extendíase como una pradera. Tropezó en un hoyo y sintió una mano sobre su manga.

-¡Ah, Pedro! Se llama usted así, ¿verdad?

-Para servirle, Padre.

La iglesia se alzaba en la oscuridad como un bloque de hielo que se fundía por el calor. El techo se había desplomado en un sitio, un ángulo superior del portal se desmoronaba. Él echó una rápida mirada a Pedro, conteniendo la respiración por si despedía olor de aguardiente, pero tan sólo pudo verle la silueta de la cara. Con sensación de astucia, como si engañara a alguien metido en su corazón, dijo:

-Dígale a la gente, Pedro, que no quiero más que un peso por cada bautizo... Quedaría suficiente para las botellas, aunque llegase a Las Casas como un mendigo.

Hubo un silencio como de unos dos segundos y en seguida la voz marrullera del aldeano empezó a suplicar:

-Somos pobres. Padre. Un peso es mucho dinero. Yo, por ejemplo, tengo tres hijos. Póngalo en setenta y cinco centavos, Padre.

Miss Lehr extendía los pies calzados con cómodas zapatillas y los escarabajos subían a la veranda desde las tinieblas exteriores. Decía ella:

-Una vez en Pittsburg...

Su hermano dormía con un periódico atravesado sobre las rodillas: había llegado el correo. El cura lanzaba una risita simpática, lo mismo que en otros tiempos; era un rasgo del cual no podía zafarse. Miss Lehr se detuvo y olisqueó.

-Es curioso. Creí notar olor de alcohol.

El cura contuvo el aliento, echándose atrás en la mecedora. Pensaba: qué tranquilo es esto, qué seguro. Recordaba gentes de ciudad que no podían dormir en el campo a causa del silencio. Este puede llegar, como el ruido, a afectar los tímpanos.

-¿Qué estaba yo diciendo, Padre?

-Una vez, en Pittsburg...

-Esto es. En Pittsburg... Yo aguardaba el tren. Ya ve usted, no tenía nada para leer. Los libros son tan caros... Así que pensé comprar un periódico, cualquier periódico: todos traen las mismas noticias. Pero al abrirlo... Se titulaba algo así como “Noticias Policíacas”... Nunca supuse que se imprimieran cosas tan horrendas. Por supuesto, no leí más que unas líneas. Creo que fue la cosa más horrible que jamás me haya ocurrido. Me... Bueno: me abrió los ojos.

-¿Sí?

-Nunca se lo he contado a Mr. Lehr. Creo que no pensaría lo mismo de mí si lo supiera.

-Pero no hizo usted nada malo...

-El enterarse, ¿no lo es?

Muy lejos, un pájaro de cualquier especie gorjeaba; la lámpara sobre la mesa empezó a humear, y Miss Lehr se inclinó y le redujo la mecha: pareció que disminuía la única luz en varias millas a la redonda. A él el aguardiente le repetía en el paladar como el olor del éter que le recuerda a uno una operación reciente antes de acostumbrarse a la existencia: aquel sabor le ligaba a otro tipo de vida.

Aun no estaba hecho a aquella quietud profunda. Decía para sí: con el tiempo todo irá bien, dejaré la bebida; esta vez sólo encargué tres botellas, que serán las últimas; allí no necesitaré beber... Pero sabía que era mentira.

Mr. Lehr despertó de pronto y empezó:

-Como iba diciendo...

-No decías nada, querido. Estabas dormido.

-Oh, no; hablábamos del canalla de Hoover.

-No lo creo, querido. Por lo menos hace mucho rato.

-Bien -repuso Mr. Lehr-, ha sido un día pesado. El Padre estará cansado también...

Después de tantas confesiones... -añadió con leve aversión.

Había llegado una corriente continua de penitentes desde las ocho a las diez. Dos horas del peor mal que un lugar pequeño como aquel podía producir en tres años. No abultaba gran cosa; en una ciudad había más pretextos... ¿Acaso no? No es mucho lo que puede hacer un hombre. Borracheras, adulterios, impurezas... El cura había permanecido todo el tiempo, con sabor de aguardiente, sin mirar la cara del que se arrodillaba a su lado. Los demás aguardaban arrodillados en otra casilla vacía. Los establos de Mr. Lehr se habían despoblado durante los últimos años. No le quedaba más que un caballo viejo que resoplaba en la oscuridad mientras los pecados salían susurrando.

-¿Cuántas veces?

-Doce, Padre. Tal vez más -y el caballo daba un bufido.

Es asombrosa la sensación de inocencia que acompaña al pecado; tan sólo el hombre rígido y escrupuloso y el santo se ven libres de ella. Aquellas gentes salían del establo limpias. Él era el único, el único, que no se había arrepentido, confesado ni sido absuelto. Deseaba decir al hombre aquel: “El amor no es malo; pero ha de ser dichoso y visible. Tan sólo es malo cuando es oculto y desgraciado... puede ser el infortunio mayor de todos excepto el de perder a Dios. En sí mismo es perder a Dios. No necesitas penitencia, hijo mío, has sufrido bastante”. Y a otro le diría: “La lujuria no es lo peor. Porque un día, una vez, puede convertirse en el amor que hemos de evitar. Y cuando amamos nuestro pecado, estamos condenados sin remedio”. Sin embargo, la costumbre del confesonario se imponía por sí misma: le parecía estar de nuevo en la caja de madera, pequeña y estrecha como un ataúd, en la cual la gente enterraba las suciedades. Decía:

-Pecado mortal... peligroso... dominarse... -como si estas palabras tuviesen algún significado.

Otras veces:

-Rece tres Padrenuestros y tres Avemarías.

En otros casos:

-La bebida no es más que el principio...

Incluso contra aquel vicio corriente no hallaba otro ejemplo que el de su propia persona oliendo a aguardiente en la cuadra. Impuso la penitencia maquinalmente, con prisa y aspereza. El hombre se marcharía diciendo: “Un mal cura”, al ver que no le animaba ni se interesaba...

Decía:

-Esas leyes las hicieron los hombres. La Iglesia no exige... Si no puede usted ayunar, es que debe comer; eso es todo.

La vieja parloteaba más y más, mientras los penitentes se agitaban inquietos en la casilla inmediata y el caballo bufaba; charlaba de las abstinencias rotas, de los rezos vespertinos cercenados... De pronto, sin anuncio previo, con rara sensación de nostalgia, él pensó en los rehenes del patio de la cárcel esperando turno junto al grifo, evitando mirarle; en el dolor y en la paciencia esparcidos por doquier al otro lado de las montañas. Interrumpió brutalmente a la mujer:

-¿Por qué no se confiesa como es debido? No me interesa su provisión de pescado ni si tiene sueño por la noche...

-Pero, es que yo soy una mujer buena. Padre -chirrió atónita ella.

-Entonces, ¿qué hace usted aquí estorbando a la gente mala? -Preguntó-: ¿Siente usted amor por alguien que no sea usted misma?

-Amo a Dios, Padre -replicó altanera.

Él le echó una mirada rápida a la luz del cirio que ardía en el suelo. Unos ojos duros bajo el rebozo negro... Otra persona pía... como él mismo.

-¿Cómo lo sabe usted? Amar a Dios no es distinto que amar a un hombre... o a un niño. Es querer estar con Él, estar cerca de Él. -Hizo un ademán desesperanzado-. Es querer protegerle a Él contra usted misma.

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