CUADRAGESIMONOVENA ENTREGA
TERCERA PARTE
I (2)
Cuando regresaban a la casa en fila india, la encontraron muy arrebujada en su bata. Les preguntó maquinalmente, como un reloj de sonajería muy suave:
-¿Está buena hoy el agua?
Y su hermano respondió, como lo habría hecho mil veces:
-De un frescor agradable, querida.
Siguió ella bajando la loma cubierta de hierba, en zapatillas, un poco inclinada a causa de su miopía.
-Si a usted no le importa -dijo Mr. Lehr, entornando la puerta del dormitorio-, le ruego permanezca aquí hasta que vuelva miss Lehr... Desde la parte delantera se puede ver el arroyo, ¿comprende?
Empezó a vestirse, alto, huesudo y un poco tieso. Dos camas de latón, una sola silla y un armario. El cuarto era monástico, sólo que no había ninguna cruz ni cosas “no esenciales” como él había puntualizado. Pero sí había una Biblia. Estaba en el suelo junto a una de las camas, con cubierta de hule negro. Una vez vestido, el cura la abrió.
Una etiqueta en la guarda declaraba que los Gideons habían proporcionado el libro. Continuaba:
“Una Biblia en cada cuarto del hotel. Ganar para Cristo a los viajantes de comercio. Buena Nueva”.
Seguía una lista de textos. El cura leyó con asombro:
Si se halla afligido... lea Salmo 34.
Si los negocios van mal... lea Salmo 37.
Sí son prósperos... lea I. Corintios, 10, 2.
Si cae en pecado y en apostasía... lea Santiago. Oseas XIV. 4-9.
Si está cansado de pecar... lea Salmo 51. Lucas, XVIII. 9-14
Si desea la paz, el poder y la abundancia... lea Juan, 14.
Si se halla solitario y desanimado... lea Salmos 23 y 24.
Si va perdiendo la fe en los hombres... lea I. Corintios, XIII.
Si desea usted sueños apacibles... lea Salmo 121.
No pudo menos de cavilar cómo habría llegado aquello, con su tipo de letra feo y sus explicaciones más que simples, a una hacienda del sur de Méjico. Mr. Lehr se volvió desde el espejo con un gran cepillo áspero para el pelo en la mano y explicó solicito:
-Mi hermana dirigía un hotel en otro tiempo. Para viajantes. Lo vendió para reunirse conmigo al morir mi esposa, y se trajo uno de esas Biblias del hotel. No lo entendería usted, Padre. A ustedes no les gusta que la gente lea la Biblia.
Siempre estaba a la defensiva por lo tocante a su fe, cual tuviera conciencia perenne de algún roce semejante al de un zapato mal ajustado. Inquirió el cura:
-¿Está su esposa enterrada aquí?
-En la dehesa -respondió bruscamente Mr. Lehr. Se quedó escuchando, cepillo en mano, las suaves pisadas de afuera-. Es miss Lehr, que viene del baño. Ahora ya podemos salir.
El cura se apeó del viejo caballo de Mr. Lehr al llegar a la iglesia y echó las riendas sobre un arbusto. Era la primera visita que hacía al pueblo desde la noche que se desplomó junto a la pared. El caserío descendía debajo de él perdiéndose en el crepúsculo. Las casitas con galería y tejado de lata, enfrentábanse con las chozas de barro en la única calle ancha donde crecía la hierba. Se habían encendido unas pocas lámparas y se llevaban ascuas de un lado a otro entre las más pobres cabañas.
Anduvo despacio consciente de la paz y de la seguridad. El primer hombre que vio se quitó el sombrero y arrodillándose besó su mano.
-¿Cómo se llama usted? -preguntó él.
-Pedro, Padre.
-Buenas noches, Pedro.
-¿Habrá misa por la mañana, Padre?
-Sí. Habrá misa.
Pasó ante la escuela rural. El maestro estaba sentado en un escalón. Era un joven rollizo de ojos pardos y gafas de concha. Cuando vio acercarse el cura miró con ostentación a otra parte. Era el elemento cumplidor de la ley: no quería saludar a los criminales. Se puso a charlar con pedantería y afectación a una persona situada detrás de él: algo referente a la clase de párvulos.
Una mujer besó la mano del cura. Era raro verse solicitado de nuevo, no sentirse como portador de la muerte.
-Padre, ¿querrá usted confesarnos?
-Sí, sí. En el granero del señor Lehr. Antes de la misa. Estaré allí a las cinco. En cuanto
amanezca.
-Es que somos tantos, Padre...
-Bueno; entonces, esta noche también... A las ocho.
-Además, Padre, hay muchos niños por bautizar. Hace tres años que no ha venido ningún cura.
-Estaré aquí dos días más.
-¿Qué ha de cobrar usted, Padre?
-Pues... dos pesos es lo corriente.
Pensó: “He de alquilar dos mulos y un guía. Me costará cincuenta pesos llegar a Las Casas. Cinco pesos por la misa... faltaban cuarenta y cinco pesos”.
-Aquí somos muy pobres, padre -regateó ella con tiento-. Yo tengo cuatro chiquillos. Ocho pesos es mucho dinero.
-Cuatro chiquillos son muchos chiquillos... si el cura no ha estado más que tres años sin venir.
Notábase autoritario, recobraba la antigua entonación parroquial de la voz, como si los últimos años fueran un sueño y en realidad no hubiese salido nunca de entre las hermandades, las “Hijas de María” y la misa diaria. Preguntó vivamente:
-¿Cuántos chiquillos hay aquí ahora... sin bautizar?
-Quizás un centenar, Padre.
Hizo un cálculo; entonces no era necesario llegar a Las Casas como un mendigo; podía comprar un traje decente, hallar un alojamiento respetable, instalarse... Resolvió:
-Han de pagar un peso con cincuenta por cabeza.
-Un peso, Padre. Somos muy pobres.
-Un peso con cincuenta.
Una voz procedente de los años pasados le decía con firmeza, al oído: no se aprecia lo que no se paga. Era del cura viejo a quien sustituyera en Concepción. Se lo había explicado: siempre le dirán a usted que son pobres, que se mueren de hambre, pero siempre tienen algún dinero escondido en cualquier parte, en un puchero. Él ordenó:
-Han de traer ustedes el dinero y los chiquillos al granero del señor Lehr mañana, a las dos de la tarde.
-Sí, Padre -contestó ella, pareciendo del todo satisfecha, ya que le había rebajado cincuenta centavos por cabeza.
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